SANATORIO DE ZORROS

zorro3Sus párpados temblando ligeramente. Una vibración casi imperceptible. Una intuición allí detrás, los ojos nunca duermen.

Lo dejé todo preparado la noche anterior después de que ella se fuera a la cama, tampoco había mucho que preparar. De madrugada, me vestí rápido y fui al baño a lavarme un poco la cara y lo demás. Observé mi imagen en el espejo y sonreí, era un desafío, un guantazo sin venir a cuento. Que se joda la tristeza.

A saber el tiempo que estuve allí contemplándola. Aquella agitación casi imperceptible de los párpados, la respiración inquieta de animalillo, los ruiditos del cuerpo arrebujándose. Su presencia dormida me observaba también a mí. Con cada inspiración una angustia en miniatura, un reproche latente aceptado al exhalar. Dentro y fuera, arriba y abajo, todo suave, reducido, sonidos de cachorro. Una ligera alteración en la boca, semiabierta, las tiernas manos desmayadas. Así parece ser todo, sube un poco y vuelve a caer, burbujillas que explotan.

La vi. pasar a través del ventanal del bar, pulpería El Tremendo, el nombre era lo mejor, a veces eso es suficiente. Uno gira la cabeza llamado por un qué sé yo y ve algo que brilla por encima de todo lo demás. Una mujer, una ráfaga de mujer que pasa por la calle y levanta las hojas muertas. Su cabello rizado atravesó el otoño de la cristalera de lado a lado. Duró un segundo o dos. Un impulso me hizo asomarme a la calle para ver como se alejaba. Las hojas quedaron bailando a su paso, insufladas por una efímera descarga de vida propiciada por la música de sus pasos. Todo volvió a apagarse cuando desapareció, dobló la esquina como un gato que está y ya no está.

Yo trabajaba en el astillero limpiando los cascos de veleros y otras embarcaciones deportivas que traían a pasar revisión. Un trabajo que requería su buena ración de flema y resignación, el caracolillo y la mierda verde no desaparecen así como así; de hecho yo nunca lo vi desaparecer, no con los medios que allí disponían, cuatro estropajos y agua a presión. Después de unas horas, la cuestión era ¿Estoy haciendo algo? ¿Hay menos mierda? ¿Lo hago mal? Era difícil saberlo porque siempre quedaba mierda. Entonces aprendí a buscar consuelo en ese compartimento mental en el que uno puede cerrar los ojos y relajarse, el confortable agujero al que se accede mediante una simple pregunta retórica con la que se siente uno tentado a identificar todos los aspectos de la existencia ¿Qué más da? Pues eso, un trabajo consistente en fregotear y pasar la manguera una y otra vez hasta que alguien dice <<así ya vale>>. Después del trabajo siempre iba al Tremendo, se podía beber un clarete aprovechable y leer la prensa deportiva sumergido en el displicente costumbrismo de los bares de siempre. Ella pasó, y al día siguiente no leí más que los titulares, por miedo a enredarme en la estupidez de los artículos, otras veces tan socorrida. Pasaba las hojas del Marca de atrás adelante y vuelta a empezar mientras la mirada se me iba a la vidriera churretosa una y otra vez. Lena apareció a la misma hora que el día anterior y esta vez se volvió a mirar, estaba claro que lo que quería ver era su reflejo en el cristal ¿Una coquetería? Probablemente, desde la calle el cristal churretoso se habría convertido en un espejo, pero la imagen que el espejo le devolvía llegaba a través de mí, yo era el espejo. El destello de un algo diferente en el reflejo de su imagen la hizo detenerse un instante y sonreír. A partir de entonces me quedaba sentado fuera, siempre a la misma hora, en una banqueta que había en la fachada de El Tremendo. Fumaba un cigarrillo esperándola. El primer día no me miró, el segundo tampoco, el tercero sí pero yo a ella no, fue un desquite. Me convertí en una presencia habitual, un objeto más en su rutina de vuelta a casa, el cartel de se alquila, el limpia cristales de la zapatería, la tienda de golosinas, la acacia deshojada, el cartonero del supermercado y el tío que fuma pitillos en la banqueta del Tremendo. A fuerza de esperarla se creó una intimidad tan puntual como efímera. Cada día un instante de rutinas solapadas. Empezamos a comunicarnos, yo arqueaba las cejas y ella sonreía. La boca esculpiendo un tímido hola. Hasta que me  decidí a hablar.

–          Tengo fuego, si algún día quieres.

–          Gracias, yo también tengo.

–          Eso se ve a la legua, chuchería.

Su cara dijo ¿Eh? Pero de sus labios no salio ningún sonido. Sacudió la cabeza brevemente alejando aquella memez antes de ponerse en marcha. Hay ocurrencias que no están hechas para vivir a la intemperie.

Continué con el levantamiento de cejas y algún <<qué hay>> todo lo más, hasta que un día se detuvo frente a mí y dijo <<¿Me das fuego?>>.

Prendió la llama. La cama estaba siempre deshecha, vasos manchados de vino, la ropa por el suelo, velas encendidas en las esquinas de la bañera. Hicimos un viaje por carretera, dijo que teníamos que probar la carretera, juntos. Recorrimos la meseta secando los huesos en la otoñada esteparia de rojos, naranjas y ocres. Éramos fuego abrasando el fuego, devorando pasado y futuro, más rápidos que el tiempo, fundiendo ruedas y cronómetros. Sólo carreteras locales y comarcales, las amarillas y verdes de los mapas, las que son como las venillas de la nariz. Nos detuvimos en un campo de hierba parda y rastrojos a las afueras de Ramiro. Me alejé un poco para  mear en el tronco de un chopo de suaves tonos amarillos, al volver, Lena había sintonizado una canción de Steely Dan y estaba allí mirándome con enormes ojos exultantes. Tendimos una manta de sofá en la llanura rastrojera e hicimos el amor bajo el sol de media tarde e inmóviles nubes rezagadas, pinchándonos el culo con las pajas duras del barbecho que creaban relieves escarpados en los cuadros de la manta.  Después nos quedamos tendidos, arropados por el manto bermejo de los campos y el zureo de las palomas, dejando escapar el día. Me contó la historia de un zorro herido que había recogido siendo niña, un animal moribundo, desesperado y cerril que había quedado atrapado en un lazo para alimañas y tiraba dentelladas erráticas quien sabe si para escapar o devorarse a sí mismo. Estuvo semanas alimentándole y curando sus heridas.

–          Era un zorro joven y pensé que quizás se recuperaría. Lo llevé a la cuadra que ya sólo utilizábamos para guardar la herramienta y los trastos viejos. Estuve semanas curando sus heridas. Al principio tenía que ponerme guantes de trabajo porque no me dejaba acercarme, pero pronto se dio cuenta de que estaba demasiado débil y aquellos arrebatos eran inútiles. Yo creo que su instinto le dijo algo así como <<déjala que te mate si quiere>>, llega un momento que piensas <<¿Qué más da?>> ¿Entiendes lo que quiero decir?

–           Más o menos, sigue.

–          Fue recuperando las fuerzas poco a poco, y a medida que las recuperaba me iba teniendo más confianza. Pasó de esconderse en el hueco del lavadero cuando yo aparecía a ponerse a dar vueltas a mi alrededor y comer de la mano.

–          Como un perrillo.

–          Cuerpo de perro y alma de gato, un animal agreste, hermoso e imprevisible.

–          ¿Y qué paso?

–          Pues que se fue recuperando y después de estar con él en la cuadra me seguía hasta la puerta, y sabía que no podría tenerlo allí mucho más tiempo pero también que no estaba bien del todo y temía que si se iba no tendría muchas posibilidades.

–          El dilema.

–          No duró mucho. Me convencí de que era mejor dejarle seguir sus instintos. Él ya sabía que conmigo tenía el refugio y la comida asegurada, si decidía que podía prescindir de aquello y seguir la llamada del monte es que así debía ser.

–          Un pensamiento muy maduro para una niña.

–          Bueno, cuando te crías en el campo te vas acostumbrando sobrellevar los aspectos más crudos y ásperos de la naturaleza ¿Tú no te has criado en el campo?

–          Soy una rata de ciudad.

–          No digas eso, tonto, eso no hace a nadie mejor ni peor.

–          El zorro.

–          Sí, pues eso, que decidí abrirle al puerta de la cuadra y dejar que él decidiera. Se quedó bastante tiempo ahí asomado sin decidirse a abandonar la cuadra hasta que tras mucho olisquear y mirar a un lado y a otro, de pronto estuvo fuera y se paró mirándome con una expresión extrañada, como si no esperase que la oportunidad de decidir volviera nunca a presentársele.

–          ¿Y qué paso?

–          Pues que se puso a pendonear por todo el prado yendo de un sitio a otro con esos andares apresurados y recelosos, y yo fui dando un paseo para observarle y él me buscaba con la mirada, como si no quisiera perderme de vista. Me tumbé en la hierba y después de un rato se acercó y se tendió a mi lado.

–          ¿No se iba?

–          No, se quedó allí hasta que me levanté y me dirigí a la cuadra con el zorro trotando detrás de mí.

–          Lo habías domesticado.

–          Que va, no se puede domesticar a un zorro. Estuvo en la cuadra unos días más. Unos días maravillosos en los que dábamos largos paseos y el zorro tuvo la oportunidad de ir recordando sus querencias. Yo me veía a mi misma como una niña muy afortunada por tener esa relación con el zorro.

–          Pero se fue.

–          Sí, se fue. Cada vez le costaba más volver y yo veía que una fuerza muy profunda tiraba de él y que en sus ojos había un afilado misterio que lo situaba a una distancia imposible, aunque estuviera a tumbado a mi lado dejándose acariciar el lomo.

–          ¿Y se fue?

–          Claro.

–          ¿Cómo?

–          Así sin más, se internó en la maleza y se fue.

–          Estaba curado.

–          Sí, estaba curado.

No tardé mucho en mudarme a su piso, un sitio cálido desde donde daba gusto acercarse a la ventana a ver llover. Lena era independiente, su vida estaba bien remachada, tenía trabajo, tenía casa y tenía esa sonrisa que era un despacho de sol y vitaminas. Lena sabía entender la vida, encontraba senderos y pasos que le permitían moverse en la espesura de lo emocional con una clarividencia inédita. Su comprensión del laberinto de contradicciones e incoherencias de lo humano la llevaba a habitar en un plano superior. Ella conseguía volar donde los demás se arrastran.

Me llevó a su casa, como digo. Me dio todo su amor que no se terminaba nunca. Me dijo que yo era especial, cuando alguien como ella te dice eso te lo crees. Le mostré mi carpeta de asuntos, mis cuadernos, las cosas que había escrito. Se sintió conmovida y creyó ver en mí una criatura que podía ser rescatada, un  talento soterrado que había de desarrollarse y eclosionar. Y puso todos los medios para ello. Me ofreció un mundo de confort, el escritorio, el carnet de la biblioteca, la ventana desde la que daba gusto ver llover, el silencioso mullir de la pisada alfombrada, una nevera llena, filetes, el lujo de los zumos en el desayuno… Dijo que yo no pintaba nada limpiando barcos, que ya no tenía que hacer ese trabajo ni ninguna otra mierda. Dijo que yo tenía una ocasión para ser lo que yo quisiera ser, sin presiones, que lo intentara.

No cuesta mucho habituarse a una situación así cuando uno llega arrastrando los pies, derrengado y exhausto por la soledad, la carencia y la insidiosa amenaza de las sombras que habitan el corazón.  Yo era una de esas hojas resucitadas que se arremolinan bailando a sus pies, pero hasta cuando… maldita mierda si me importaba… Fuimos a una fiesta de personas, personas sonrientes e ingeniosas, con trabajos, con vocaciones e inquietudes, personas sanas que yo no sabía que existían. Alguien me preguntó a que me dedicaba y contesté con una vaguedad recurrente tipo <<esto y aquello>> pero Lena les dijo que yo era escritor, y nadie puso cara rara, se limitaron a mostrar un sincero y cuidadoso interés por el tipo de cosas que escribía y mis expectativas. Yo me iba inventado un rollo que cada vez sonaba más creíble, incluso para mí. Me sentía como un escritor. Lena me compró una chaqueta que parecía de escritor. Me apunté a un par de cursos avanzados de escritura, iba a conferencias y simposios. Escribía por las mañanas, leí un buen montón de libros. Me metí en ello a fondo. Llegue a publicar unos relatos en un par de revistas literarias. Me salió una barriga de escritor amancebado. Lena me daba todo su amor que no se acababa nunca. Me encantaba ver llover desde la ventana, ahora eran otros los que se mojaban.

La claridad aún retraída del día renovado comenzaba a filtrarse en tímidos haces a través de la persiana de la habitación, la cama crujió suavemente bajo su peso liviano. Lena comenzó a removerse, la respiración se agitó como si algo perturbase su sueño adorable. Quedó de costado, encogida sobre sí misma, quizás buscando el calor huido del hueco que yo había dejado. Nunca supe como devolverle todo lo que ella me daba. Puede que sea cierto que algunas personas han nacido para amar mientras otras sólo sirven para ser amadas, y otras ni lo uno ni lo otro. Podría haber estado allí una eternidad, agazapado en la penumbra del marco de la puerta, recordando cada una de sus caricias, cada tarde que sus manos se prendían de mis sienes masajeando mi dolor y serenando las frustraciones, el odio y la apatía que yo había acumulado tras años de errar por los sumideros del resentimiento, la incoherencia y el cinismo. Ella no pudo curarme  de todos aquellos males pero me enseñó a amansarlos, me mostró la forma de llevar la carga, aligeró aquel peso que me sepultaba. Lo único que no había podido aliviar era la culpa infinita por no poder darle más a cambio, con ella no había forma de corresponder a igual medida, ella volaba por donde los demás nos arrastramos <<No esperes que un zorro te coma a besos, eso no puede hacerlo, será suficiente si confía y deja que lo acaricies un rato>>.

Me fui para siempre. La dejé allí dormida, con el misterio insondable agitándose bajo los suaves párpados. La cosa más bonita que jamás he visto.

–          ¿Y no echas de menos al zorro ese?

–          No ¿Por qué?

–          No sé, después de haberlo cuidado y que se fuera así sin más…

–          Ja, ja ¿Y crees que un zorro puede decir adiós o detenerse a explicar las razones por las que tiene que marcharse?

–          ¿Y nunca volvió?

–          No lo sé, no creo. Aunque de cuando en cuando sorprendía  a un zorro cruzando el prado o te enterabas que a un vecino le habían matado las gallinas, me gustaba pensar que podía tratarse de él.

–          ¿Te gustaba pensar que tu zorro mataba las gallinas?

–          Mi zorro hace lo que tiene que hacer.

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