AUSTIN GREYHOUND STATION

greyhound-bus-1965El reloj avanza muy despacio en la estación de autobuses. Gente sentada, gente que intenta dormitar entre bolsas de viaje y embalajes. Hay poco que hacer excepto mirar el anacrónico reloj esperando algún movimiento perceptible en las agujas. Es como mirar crecer una planta.

En el servicio de caballeros, un veterano de guerras pretéritas se refresca en el lavabo.  Observa su curtido rostro en el espejo, gotas de agua escurriéndose por sus surcos para morir en la pila.  Saca un peine del bolsillo del pantalón y peina hacia atrás sus cabellos grises y lacios. Las guerras pretéritas dieron sentido a su vida como ahora lo hacen sus húmedos cabellos peinados hacia atrás.  El viejo se pasa la mano por el pelo fijándolo a la cabeza y vuelve a pasar el peine antes de guardárselo en el bolsillo. La imagen del espejo le mira a los ojos, <<ahí estás de nuevo, Ira, viejo compañero, la vida cuenta aún con nosotros>>. Más tarde, Ira recorre la estación con su mirada buscando señales de afinidad, rastros de complicidad entre los pasajeros, cartuchos del mismo tipo. Sonríe a un joven soldado hispano que se sienta de espaldas a él mientras juguetea con su teléfono de última generación. Al soldado hispano el viejo Ira no parece importarle un carajo; pero Ira piensa que el ejército también dará sentido a su vida como le ocurrió a él. Es bueno que haya guerras donde los jóvenes pueden comprometerse con su país y dar sentido a sus vidas. Por ese motivo Ira sabe que el joven soldado hispano no se quitará el uniforme hasta que esté en su pueblo y todo el mundo pueda ver su compromiso con la nación. Es bueno comprometerse y luchar por algo, afortunadamente siempre hay alguien a quien meter en cintura.

Sólo falta una hora para que salga el autobús con destino a San Antonio y en el aire de la estación flota un deseo de echar a rodar de nuevo, quizás las cartas buenas lleguen con la próxima mano. El vaquero mejicano de fino bigote también está a punto de jugar una nueva  partida, la enésima ya. Luce un sombrero tejano de paja, camisa con botones nacarados y sus viejas botas de montar. La dorada hebilla ovalada refulge capitaneando su delgada cintura. Debe rondar los sesenta pero aún es todo músculo y tendón fibroso por los cuatro costados. Todavía puede trabajar tan bien como cualquier muchacho en los ranchos de la frontera.  Duro como alambre de espino y elegante en su rítmico y arqueado caminar de vaquero de la vieja escuela, los pasos resonando en el  suelo baldosado. Su estoica mirada dice que lleva más golpes y caídas en el lomo que estrellas en la noche tejana. Ira le observa encontrando las señales de afinidad y el viejo vaquero le saluda llevándose la mano al sombrero. Toma asiento y echa un vistazo general observando al resto de la gente. Todos pobres, todos viejos, todos gordos. Mórbidas vidas descuidadas se apelotonan gritando en un rincón. Una familia feísima ha venido a despedir a la hija. La madre de cara roja le grita desquiciados consejos mientras su hija le da la espalda. Las muletas le dan un aspecto como de cangrejo absurdo, usa una de las muletas para subrayar sus advertencias.  El hermano mayor, todo vestimenta hip hop ridículamente grande, grita a su vez contrariado por la histeria de su madre. El padre observa con la mirada ida, su cara está hinchada y sólo abre la boca para toser. El hijo menor permanece ajeno a la escena descansando su pesado corpachón de grasa y ocupando una fila de tres asientos, está absorto en la vídeo-consola que controla con sucios pulgares gordezuelos. Al vaquero le recuerdan a un grupo de cerdos peleándose por un lagarto.

Ira por fin encuentra una oportunidad de jugar su papel en esta lúgubre estación de autobuses cuando aparecen dos abuelitas cargadas con sus pesadas bolsas. Inmediatamente acude en su ayuda, y el vaquero mejicano también se ofrece presto pero Ira rechaza su ayuda cortésmente, que arda en el infierno si aún no puede cargar con un par de viejas maletas. Después se sienta junto a ellas e inicia una charla agradable ofreciendo su sabiduría en cuanto a horarios, millas, destinos y meteorología. El viejo Ira puede volver a sentirse útil. El vaquero se entretiene quitándole el polvo a sus botas de montar. El joven soldado hispano ha conseguido al fin colgar sus fotos en la red. Ahora todo encaja. Ya casi es la hora.

PERIFERIAS

NIÑOS FUMANDO

La primavera había llegado sin aviso, cuando quisieron darse cuenta el barro de las rodadas de los coches se había secado y sucias nubecillas de polen algodonoso se acumulaban en los rincones y quedaban prendidas en las ramas de los arbustos del descampado. El viejo Citroen destartalado había resistido un invierno más y seguía yaciendo bajo las tristes carrascas como un tiburón varado en una playa mesetaria, seca y polvorienta. Pudriéndose en su eterno perecer, ajeno a la modernización que se elevaba en la periferia del descampado proyectando sus sombras de hormigón y ladrillo. Desafiando el correr del tiempo con sus perfiles metálicos y sus afiladas líneas de escualo implacable. El viejo Tiburón había sido despojado de todo aquello que pudiera venderse o quemarse pero allí seguía; y los niños dentro, simulando persecuciones y bruscos virajes sin volante, fumando cigarrillos que habían comprado de a suelto para parecerse a Robert Mitchum. El Tiburón era suyo, ya nadie se metía allí dentro de tan inmundo y destripado como estaba. Habían vivido tantos peligros, peripecias y misiones en el vientre del Tiburón que pensaban que aquel majestuoso automóvil de película les duraría eternamente.

–       Informe de lo que ha visto, Johnson.

–       ¿Cuándo?

–       ¡El sospechoso, Johnson, maldita sea!

–       Eh… pues el sospechoso ha conseguido burlar la vigilancia, jefe.

–       Eres un incompetente, Johnson, otra vez se te ha escapado ese rufían.

–       Jolín, se metió en su casa…

–       ¿Es que no sabes nada, Johnson? Esa no es su casa. Debe ser el lugar donde esconde los documentos.

–       ¿Pero qué documentos? –dijo un tercero.

–       Ya te lo he dicho mil veces, Williams, ese tipejo esconde documentos muy importantes para venderlos a los rusos…

–       Yo no quiero llamarme Williams, joer, no quiero un nombre de desodorante…

El niño que estaba en el asiento del conductor, se volvió hacia atrás fuertemente contrariado. Observó a Williams al tiempo que meneaba la cabeza con un gesto de alzar el labio superior hacia un lado que partía su sonrisa peligrosamente.  De pronto, le agarró de las solapas del abrigo y le sacudió un par de veces antes de acercarle la cara.

–       ¿Se puede saber que demonios te pasa, Williams? ¿Es que no sabes ni como te llamas? ¡Si no estás conforme con algo lárgate de aquí porque estás fuera del caso! Y a lo mejor hasta te llevas una hostia.

–       Vale, jefe, perdona…

El jefe se dio por satisfecho, volvió a ocupar su asiento y guardó silencio durante un instante mientras su mirada quedaba fija el cuadro desvencijado del automóvil.

–       Tranquilo, Williams, todos estamos sometidos a mucha presión -dijo.

–       Pues su madre lo llamó a comer, porque dijo: “¡Carlos, a comeeeer!” – intervino Johnson.

–       Debe de ser su nombre en clave… y la madre no es su verdadera madre.

–       ¿Ah no? ¿Y entonces  quién es, jefe?

–       Debe ser una madame…

–       ¿Y eso qué es lo que es? –preguntó Williams.

–       No sabéis nada. Una madame es una mujer que se folla a los agentes para convertirlos en débiles y que se los puedan cargar.

Johnson y Williams no pudieron reprimir las carcajadas. Se les puso la cara roja de risa y de vergüenza mientras un cuarto niño, que estaba fumando una colilla arrinconado en el asiento trasero, se fijaba en el coche que venía por el camino levantando nubarrones de polvo entre las lomas pardas.  Cuando el 127 asomaba por la rampa, se hizo un silencio dentro del Tiburón. El coche se adentró en el descampado y comenzó a rodearles entre bruscos acelerones y frenazos que lo hacían derrapar.  El último trompo lo situó de costado frente al Tiburón sepultándolo en una ola polvorienta que los niños tuvieron que despejar a manotazos. Dentro iban dos chavales poco mayores que los miraron con chulas sonrisas desafiantes antes de salir quemando ruedas y desaparecer tras la rampa terrosa.

–       ¡Habéis visto a esos! ¡Vaya carro guapo, cómo tira! –comentó Jonson sacudiéndose el polvo del jersey rijoso.

–       El Barrachina  y el Raulito ¡Qué cabrones la polvaera que han formao! –apuntó Williams.

–       Bueno, ya tendremos tiempo de ajustar cuentas con esos matones entrometidos, ahora lo nuestro –dijo el jefe – Williams, tenemos que recuperar esos documentos como sea…

–       Hace dos días eran unos pringaos y ahora se hacen racas to las tardes… -le interrumpió el de la colilla.

Los otros le observaron con interés.

–       Frankie, no es momento de distracciones, tenemos una misión.

–       Yo paso de paridas, me voy a chorar –dijo Frankie.

–       ¿Pero a chorar el qué?

–       Lo que sea.

Frankie apuró la colilla y la aplastó en el suelo calcinado del Tiburón.

–       ¿Quién se viene?

El niño salió del coche seguido por los otros dos, dejando al jefe  dentro con la mirada desvanecida sobre la aguja del velocímetro, acostada como un pez de plástico olvidado en la orilla.

–      ¡Johnson, Williams, Frankie…! ¿Y la investigación? ¿Pero que hacéis?

No hubo respuesta. Salió tras ellos. Dejó de ser el jefe. Cuando estuvo en lo alto de la rampa, miró por última vez el coche agonizando eternamente al sol blando de la tarde. Brillando bajo las carrascas, aún poderoso en su desvastada seducción de óxido y celuloide. No le hizo ninguna gracia abandonar una cosa así.