CRÓNICAS DEL EXTRARRADIO: El Averío

los-tres-chiflados-foto-de-curly-4098-MLA127193706_3452-OUltramarinos Maldonado, el letrero de la tienda resaltaba con pretendida magnificencia entre las casas viejas de una planta y los edificios de ladrillo de la calle. La tipografía severa, castellana, y los escudos heráldicos en los extremos otorgaban al comercio cierto aire de bastión. Lustre y pulimento frente a la apática grisura del barrio.

Eugenio abría y cerraba los ojos obtusos apoyado en el aparador, una suerte de actitud contemplativa mientras don Dimas Maldonado, atendía a la única clienta que en ese momento estaba en la tienda. Los ojos gesticulando en el esfuerzo de concentración, de poner la cabeza donde tiene que ponerla como le han dicho su madre y don Dimas un millón de veces. Eso implicaba estar atento a doña Pura ante la posibilidad de algún mandado. Pero doña Pura llevaba un rato hablando de los problemas del vecindario, de la modernidad y sus indecencias, de sus achaques y padecimientos. Eugenio andaba perdido en la monserga. De cuando en cuando acumulaba saliva en el labio inferior, amorcillado y algo colgante, y sorbía la baba con un ruidito de sumidero. Vio a unos golfillos que se pararon ante el escaparate de la tienda y observaban cautivados el género que se exponía tras el cristal; vio el asombro, el antojo y el deseo en sus miradas revoltosas. Estuvieron un momento señalando los productos, empujándose unos a otros y relamiéndose hasta que algo llamó su atención calle arriba y salieron a la carrera. Mejor, pensó Eugenio, el ultramarino no era sitio para ellos, y si se hubiesen quedado más tiempo tendría que haber salido a repartir unos escobazos; función que le otorgaba cierto aire de autoridad que asumía con agrado y complacencia. Entonces reparó en una voz, una especie de letanía que venía con eco y pretendía colarse por una minúscula rendija de su mente. Tuvo que sacudir la cabeza para espantar la dispersión.

¡Eugeniooo…!

A mandar, don Dimas —respondió saliendo de sus opacas ensoñaciones.

Espabila, hombre de dios. Haz el favor de ordenar las cajas del pedido que llegó esta mañana, mientras yo atiendo a doña Pura… —le ordenó después de girar los ojos hacia la señora y levantar las cejas con un gesto que combinaba hartazgo, resignación y caridad.

Eugenio se asomó a la trastienda pero, no convencido, volvió sobre sus pasos.

Don Dimas ¿El pedido…?

El pedido de hoy sí… esas cajas amontonadas a la entrada.

Eugenio entró en la trastienda y, como para asegurarse, volvió la mirada.

Sí, las conservas, las latas de tomate, los almíbares… —confirmó el patrón suspirando.

¿Esas cajas…?

Sí hombre, esas… ¿Ves por ahí otras cajas que necesiten ser ordenadas?

No, creo que no…

Pues eso.

El Averío era un gil. Un tío así, alelao… Se llamaba Eugenio pero todos le conocían por Averío porque en cuando le cortaban el pelo se le veían las rajas de la cabeza y decían que estaba hecho a trozos. En el barrio siempre se le consideró un menda raro, entre retrasao y tonto. A lo último trabajaba en el ultramarinos Maldonado, la mejor tienda del barrio: tenían jamones, embutidos, bacalao en salazón, anchoas del Cantábrico, tó tipo de vinos, güisqui escocés… lo mejor. Don Dimas lo tenía allí de esclavo pá mover cajas, hacer recaos o lo que terciara. El Dimas se tiraba el rollo de buen samaritano pero solía guardarlo en el almacén porque a muchos clientes les daba grima verlo entre la comida. Vivía con su madre, que era una vieja beata que sólo salía de casa pá ir a la parroquia, siempre con la mantilla negra y el rosario al cuello. Le conocíamos de chinorris, de cuando andábamos metidos en el rollo del fútbol.

Los equipos iban uniformados con camisetas del mismo color, que no iguales. Los unos de blanco perlado a base de mil lavados, los otros de rojo desteñido que en algún caso podía ser rosáceo o anaranjado. Algunos con tiras de plástico mal cosidas a modo de números colgantes. Los pantalones cada cual a su aire. En la banda haciendo de entrenador, un jubilado de gorrilla calada, con chándal antiguo y bigote espeso dirigiendo a los jugadores. A su lado Eugenio enfurruñado. Se había producido una entrada fuerte y uno de los jugadores estaba doliéndose en el suelo de tierra y matojos.

¡Venga arriba que no es ná! ¡Venga Martino, que parece que te han matao!

Pero el jugador continuaba en el suelo removiéndose con escorzos de gran dolor mientras el resto voceaba y discutía sobre la punibilidad de la acción.

Esto de no tener árbitro es un sin dios —decía el entrenador —Eugenio dame el agua y calienta que voy a ver.

Eugenio le acercó la garrafa y se puso a hacer ejercicios de calentamiento con aire lerdo, un trotar cansino y esfuerzos fallidos por flexionar la cintura fofa tratando de alcanzar las puntas de los pies.

Recuperado el jugador, el entrenador volvió a la banda y observó a Eugenio dando cortos saltitos mientras abría y cerraba brazos y piernas.

No te canses muchacho, parece que no ha sido nada, un sainete en todo regla.

Eugenio dejó caer los brazos amurriado.

¡Jobar! ¿Y yo cuándo voy a salir?

Bueno muchacho, ya saldrás… ahora el partido está muy complicado.

Pero es que el balón es mío y nunca juego…

Hombre no te pongas así… además ahora te necesito más aquí, a mi lado.

Eugenio hizo un mohín cruzándose de brazos.

Siéntate, hombre ¿No crees que deberíamos adelantar más la defensa? —preguntó el entrenador por animarle.

Eugenio pensó en una respuesta pero cuando iba a decir algo, el entrenador se dirigió a los jugadores:

¡Hay que meter el pie, lechuga! ¡Si os están dando tenéis que dar vosotros también!

Jugaba menos que el utillero del Parla. Es que no valía ni pá portero, que cuando le tiraban se daba la vuelta así como las niñas y se quejaba de que el balón le hacía daño <<No tiréis a cañón que pican las manos>> decía ¿Tú te crees? ¿Un tío de dieciséis o dicecisiete berejes jugando con críos de once y doce años? Luego estuvo una temporada de árbitro. Se le puso en los cojones que en las pachangas del barrio tenía que haber árbitro y como muchas veces traía el balón pues le dejaban. Le dio fuerte, no veas, se hizo unas tarjetas de cartulina y todo.

Las mejillas coloradotas se le hinchaban con cada resoplido mientras seguía el juego con bochornosa ineptitud. El chándal azul oscuro perfilando sus blanduras y el silbato de plástico bicolor atado a un cordón y brincándole en el pecho, le conformaban como autoridad. Se produjo un gol y los jugadores saltaban festejando y abrazándose cuando Eugenio hizo sonar su silbato y a continuación levantó los brazos cruzándolos en el aire como había visto hacer en los partidos que daban por la tele. El gol había sido anulado y como muchos no entendieran lo que aquel gesto significaba, tuvo que decirlo en voz alta <<Anulado. El tanto queda anulado por falta previa del equipo atacante>>. Los jugadores corrieron hacia él protestando.

¿Qué cojones…?

¿Qué dices?

¿Qué pitas?

¿Qué haces?

¡Pero qué pitas gilipollas! ¡Si desde ahí no puedes ver nada!

A este último le enseñó Eugenio una cartulina amarilla que se sacó del bolsillo del pantalón de chandal. La amonestación no hizo otra cosa que aumentar las iras y la sensación de disparate. Se formó un corro de desairados que le rodeaba. El jugador amonestado se abría paso a empellones hasta él y le tiró una patada en el culo. Eugenio hubo de mostrarle la roja. En el revuelo apareció el portero que había recibido el gol llevando el balón consigo.

Qué no, Averío. Que ha sido gol… no ha habido falta, no pasa nada, seguimos jugando y ya está. Empate a cuatro —le dijo con sorprendente calma.

Eugenio le quitó la pelota y le mostró la tarjeta amarilla. El portero sintió una oleada calor que iba trepando por su garganta. Le dio un puñetazo al balón que salió botando mientras Eugenio seguía su trayectoria.

Pues el balón es mío y me lo llevo.

Cuando recogió la pelota, le cayó una bofetada en la oreja, y luego otra por detrás. Se abrió la veda para que los jugadores le persiguieran y la emprendieran con él a fuerza de patadas y golpes furtivos. Golpear y apartarse, o golpear, apartarse y reír, mientras Eugenio, confuso y abrumado, trataba de zafarse del acoso infantil sin decidir aún si huir o recuperar su balón en el frenesí de golpes, carcajadas, insultos y puntapiés.

No veas que descojone. Era malísimo y como le gustaba sentirse importante, no paraba de pitar chorradas. Y claro, en los partidos le llovían hostias. Al final lo dejó y los partidos volvieron a jugarse como siempre, sin árbitro y sin gañanes. A mi me daba pena al final el pobre chaval; bueno chaval, que tenía más años que los almanaques… Pero es que siempre estaba liándola, como la peña de su edad no le hacía ni puto caso pues se venía con los niños a imponer sus reglas y sus rollos.

De todas formas, cuando ya me di cuenta de como era de verdad fue con lo de esa vez que llegaron un par notas de otro barrio, unos que iban de sirlaniños… Ahí le vi una cara oculta, no sé, una mala baba seria, cosa chunga…

Un callejón estrecho entre unas fábricas y la estación de mercancías. Suelo terroso con un revestimiento de trozos de azulejo y cristales, baches encharcados donde brillaban amebas de aceite, restos de condones, de chapas, envoltorios, plásticos, una paloma aplastada y seca. El atajo ahorraba dar la vuelta a un par de manzanas. Un trámite inquietante que le obligaba a acelerar el paso. Eugenio estaba casi al final cuando los vio venir, un par de figuras de mal aspecto. Dudó si dar la vuelta pero sabía que era demasiado tarde y tragó saliva. Los chavales llegaron a su altura, le miraron pero siguieron andando. Eugenio suspiraba cuando le chistaron.

¡Eh, tú!

Siguió andando hasta que los chavales volvieron sobre sus pasos y le detuvieron en la desembocadura del callejón, a escasos metros de una calle normal; una calle donde había portales, tiendas y transeuntes. Gente normal, pensó Eugenio, que vivía ajena a su inquietud.

Dame un cigarro.

No tengo…

¿No lo has oído? Qué le des un cigarro, atontao —le dijo el segundo.

Dejarme, que no tengo… No gasto.

Dame lo que tengas.

No tengo nada…

Venga el peluco, coño…

Pero Eugenio no llevaba peluco ni anillos ni nada que pudiera serles de algún valor. Lo que llevaba era el miedo guardado en la barriga, el miedo que hacía temblar su piernas y le aflojaba las tripas. Movía la cabeza hacia los lados para no tener que mirarles, boqueando el aire que le faltaba. El más pequeño, el del rostro atezado por greñas sucias que le cubrían los ojos, le estaba palpando los bolsillos del pantalón. Eugenio se revolvió, el otro chaval le dio un sopapo en la cara y se quedó esperando algún tipo de reacción. La expresión de Eugenio se paralizó al echar hacia atrás la cabeza con los ojos muy abiertos y sin atreverse a parpadear. Al agresor, el alto desgarbado de los ojos chinos, le recordaba la expresión de un conejo; un conejo grande y gordo paralizado por el pánico, quizás pensando que su gesto podía congelar el tiempo, como si eso pudiera darle alguna esperanza. Sus labios se retrajeron en un visaje de desprecio. No le parecía posible que un tipo de esas dimensiones no se atreviera a enfrentarse con un par de micos como ellos. Le sobrevino una risa absurda y a continuación le soltó otra bofetada.

Venga pringao, te voy a estar metiendo hasta que encuentres algo que pueda valernos, así que ya sabes.

Eugenio finalmente no pudo aguantar y comenzó a manotear aliándose con la histeria. Intentó zafarse del pequeño que le sujetaba y se puso a gritar como loco:

¡Qué me dejéis…! ¡Socorro! ¡Ladrones! ¡Me quieren matar! ¡Auxiliooo…!

El alto le agarró del pelo por la parte de la nuca mientras trataba de taparle la boca con la otra mano sin conseguirlo del todo. A quince pasos, en la confluencia con la otra calle, una señora se había detenido a observarles intentando decidir si estaba ante el típico alboroto de chiquillos o se trataba de otra cosa. Pronto comenzaron a llegar otros curiosos.

¿Pero tú eres gilipollas o qué? Me cago en el jacobo éste… cuanto más grande más tonto. Venga vámonos que el gachó nos la lía, total no lleva ni calderilla el muy jularra.

Ya te cogeremos en otra, tonto el culo —le dijo el más pequeño —no te preocupes que he quedao con tu cara. Por éstas —advirtió cruzando los dedos y besándolos.

Ya se alejaban callejón arriba cuando la señora y los otros se acercaron para interesarse. Eugenio cerró los ojos con tanta fuerza que no estuvo seguro de si podría volver a abrirlos.

Llevaban tó la tarde dando vueltas por el barrio, buscando niños a la salida de los coles. Se juntó la peña y los trincaron de gualtrapas en un solar mientras registraban unas carteras, con los libros por allí tiraos y rebuscando en los estuches, ya ves el calibre del negocio que se traían. Bueno, pues lo típico, que en nuestro barrio no queremos peña de fuera y que a chorar a otra parte. Los rodearon entre todos pá darles un escarmiento y les sobaron un poco los morros porque al principio iban de chulitos; a luego, no veas si se quedaron mansos, hasta los críos se acercaban a darles alguna colleja o a escupirles. En éstas pasó por allí el Averío y cuando los vio en el suelo y sin posibilidad de defenderse se venó. Les dio patás en la cabeza y en las tripas con una saña que te cagas, sin parar zas, zas, zas… La peña alucinaba. El Averío ahí con un jeto que no se lo había visto nadie, los ojos raneaos pa fuera y con la quijada que parecía que se le iba a descoyuntar, cogió una barra oxidá que había por ahí tirada empezó la molienda… bueh, se venó pero bien. Los mendas estaban ya echando sangre hasta por las orejas y a uno le había partío el brazo, los mayores tuvieron que pararle porque si no los mata allí mismo. Si lo llegan a ver los de la bata blanca le ponen la camisa de correas de por vida.

Yo creo que se cegó cuando se vio protegido porque antes de eso no hacía ná, se achantaba a la mínima. Se lío una gorda porque esos chavales tenían hermanos mayores y durante dos meses hubo mucha movida en el barrio, de mojás y todo. No se volvió a ver al Averío en mucho tiempo. Yo ahí ya me cosqué de que el nota no era el típico lelo sin maldad, tenía guardao dentro tó las perrerías que que se había comido. A partir de entonces la peña ya no lo veía como el típico tonto del barrio ¿No? Si no que al Averío le cargaron una historia. El Averío era como Frankenstein pero sin el rollo del lago. Se creó una leyenda y cuando lo veían por la calle los niños corrían a tó meter.

El Averío fue desapareciendo poco a poco, como los descampaos, las chabolas y las tiendas de frutos secos. Según parece la vieja la palmó, el Dimas le dio boleto de la tienda y se fue a Móstoles con unos parientes. De vez en cuando, también llegaba alguno del talego contando que lo habían visto en el psiquiátrico penando en el ala de los babosos, que si había abusao de unas niñas, que si había matao a uno con un martillo, que si se había tirao de un edificio… Vete a saber porque en aquella época el que no le daba al jomeini, le pegaba los tripis o era un pastilloso, y lo mismo podían haber visto al Averío en el loquero que a un pastor alemán conduciendo el autobús, con que tú mismo…

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