LA MUJER DESNUDA

655-desnuda-sobre-arenaLos pies descalzos que se aferraban a la áspera superficie de las moles de arenisca , las manos tanteando asideros mientras evitan las grietas profundas que refugian cangrejos morunos y otras cosas inciertas huidas de la luz. Paco subía y bajaba entre las rocas ardientes imaginándose un renegado con la barba crecida, imaginándose un explorador y a veces un animal. El sol se concentraba en su espalda como si no hubiera nadie más en el mundo. Atravesando formaciones rocosas, desperdigadas por la playa como restos de explosiones añosas; codiciando el momento de lanzarse al mar y la sensación que tendría en el aire, el descontrol, la fuerza de lo inevitable que le subiría desde la barriga ensanchándose en los pulmones cuando estuviese colgado del vacío justo antes de caer. Los saltaderos eran unas rocas altas que se levantaban sobre el mar siguiendo la playa hacia levante. Lo habían encontrado en una de sus expediciones en busca de nuevos lugares para bucear. Los mayores decían que la pesca submarina en la playa de los apartamentos era poca cosa y que si uno quería hacer captura había que ir a levante, a las calas apretadas donde el oleaje desanimaba a los domingueros que descastaban la playa abierta pescando todo el verano y cogiendo los pulpos chicos. Los saltaderos supusieron un gran descubrimiento. La primera vez que fueron se olvidaron de bucear al ver aquellos peñones que se asomaban al mar y desde donde podían zambullirse siempre que la marea estuviese lo suficientemente alta. Se pasaron horas tirándose, chicos y chicas, mayores y pequeños, había alturas para todos. Algunos saltos eran tan temerarios que sólo unos pocos se atrevían, los de siempre, Nacho, Juanjo y Paco sobre todo, y Fernandito que era de los pequeños pero también de los mejores en las pruebas deportivas de carrera, salto, coger olas; y Jandri que miraba a su hermano Paco hacerlo y se veía obligado a igualarse. El reto no consistía sólo en saltar, era el tipo de salto. Había que lanzarse de un modo que produjese admiración, o cuando menos, carcajadas al estallar contra el agua tras tremendo escorzo. Nacho y Paco competían por realizar los saltos más sofisticados, mortales hacia delante y atrás o el salto del ángel, sabiéndose con la vista puesta en ellos, picados ante los comentarios que suscitaban.

Cruzado el cabo  junto a las ruinas de la torre, brincó desde la roca a la pequeña cala que precedía a los saltaderos. Cayó en la arena apoyándose con pies y manos, y al levantar la cabeza vio a una pareja de mujeres que dieron un respigo. Estaban tendidas boca arriba a poco menos de un metro de donde él había caído, probablemente dormidas, y no llevaban ninguna clase de ropa. Paco se quedó paralizado unos instantes que le parecieron larguísimos. Una de ellas emitió una protesta y se dio la vuelta para seguir durmiendo pero la otra se quedó observando a Paco con gesto soñoliento, tumbada con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, apoyándose en los codos y con las piernas abiertas lo suficientemente. Paco sintió la turbación ensanchándole el pecho, trepando hasta agolparse en la garganta y más arriba. Era incredulidad, vergüenza y miedo, y una especie de oscuro regocijo; todo junto, sin estructura, revuelto como un amasijo de lombrices.  Sabía lo que era el sexo y el aspecto que tenían las mujeres al natural; con los amigos se hablaba de eso muchas veces, con las chicas, que se enfadaban y les insultaban, hablar de guarradas siempre les hacía reír. Había visto revistas, sabía que había películas que no se podían ver… Pero aquello era demasiado real, una fantasía en crudo, y Paco no sabía lo que le estaba pasando, sólo sentía sin saber nada; saber era un misterio como lo era el hecho de encontrarse allí, con las manos ardiéndole sobre la arena y paralizado delante de dos mujeres desnudas. La que estaba despierta se incorporó saludándole con una  suave sonrisa y eso activó un click interno en el chico que hizo que se pusiera en pie como un resorte encaminándose hacia los peñascos. Mejor no correr porque no quería que la mujer pensara que tenía miedo pero se dio cuenta de que caminaba muy rápido. Recompuesto por la distancia, se fue ralentizando . A medida que se alejaba, que el alivio hacia fluir la sangre que se había agolpado en su cabeza, también le iba invadiendo una tristeza liviana y sedosa, por lo efímero del momento, por la turbación que se disipaba a cada paso. Tuvo que volver la cabeza, pero ella  continuaba mirándole y la turbación le envolvió de nuevo. Mientras andaba trató de sumergirse en su imaginario y reanudar la historia del rebelde perseguido que huye por el desierto o el explorador obsesionado con encontrar un paso entre las montañas, pero de repente eso parecía ridículo. Cuando llegó a la zona de rocas y farallones que formaban los saltaderos, eligió el lugar más alto para lanzarse. Allí asomado, la brisa se le apretaba fría secando el sudor de las sienes y endureciéndole la carne. La marea estaba baja y por tanto la altura le pareció mayor. Era como estar a las puertas de otro mundo, la caída sería el tránsito. Se preguntó si la mujer desnuda estaría observando, pero al mirar hacia la calita comprendió que desde su posición no alcanzaba ver más que la arena de la orilla, y que las rocas ocultaban a las mujeres. Se obligó a concentrarse en el salto, calculó el impulso para caer justo donde se formaba un claro entre las rocas sumergidas. Cuando la ola se retiraba casi dejaba al descubierto aquellas piedras oscuras engalanadas con las espinas negras de los erizos. Tomó una bocanada de aire salobre y se sincronizó con la llegada de la enésima ola. Al levantar los talones, sus dedos se clavaron un poco más en superficie cortante de la roca cuajada de ojos de mar. El dolor le ayudó a decidirse. No había vuelta atrás. Sus pies aliviados surcaron el cielo buscando la vertical y traspasaron el agua en último lugar. Tras apuñalar el mar, sus manos encontraron la arena y recogió dos puñados que se le iban escapando a media que ascendía. Emergió, y al mirar hacia arriba, pensó que la altura desde la que había saltado no era gran cosa. La arena que había en sus puños ya era apenas nada, un par de montoncitos que se escurrieron al abrir las palmas. Volvió a subir escalando la áspera superficie cortante y llegó hasta arriba. Ahora iba a realizar un salto más complejo, una prueba de su coraje. En la plataforma rocosa, giró la cabeza en todas direcciones sin ver a nadie. Se situó de espaldas al mar y miró por encima del hombro varias veces para fijar el punto exacto de la caída. Sintió un escalofrío. Los pezones tiesos, escocidos de sal. De nuevo aquella brisa hostigándole, buscando un hueco por el que  introducirse. Cerró los ojos y trató de aislarse. En el último instante antes de  impulsarse sus pies no obedecieron y se aferraron a la roca. Se balanceó equilibrándose con los brazos y, una vez recuperado el control de su cuerpo, suspiró dejando escapar una porción de pánico. Finalmente, decidió darse la vuelta, sus pies giraron y enfrentó el vacío de cara al mar, lanzándose de cabeza otra vez. Para qué arriesgar, los saltos perdían gran parte de su atractivo sin un público ávido de proezas.

El antebrazo sobre los ojos le procuraba la falsa intimidad de lo negro. Cuando lo retiraba, el naranja abrasivo inundaba sus párpados cerrados bajo el sol incontenible. Unos instantes tumbado en la arena y su piel se había secado, ahora comenzaba a arder de nuevo. Pensó en lo cerca que estaba de las mujeres, apenas separados por una barrera de rocas que dividía ambas calas descendiendo en altura a medida que se derramaban en la orilla. No podía quitarse de la cabeza la idea de las mujeres desnudas, sus labios esculpieron la frase <<bañadas por el sol>> y se sorprendió de la ocurrencia ¿De dónde habría sacado eso? Se preguntó si sus cuerpos también brillarían por el sudor como su piel ahora. Pensó que eso las haría reales. Cuando se encontró con ellas no tuvo tiempo de fijarse en detalles, los detalles que ahora su mente rastreaba para reconstruir la escena; pero las imágenes no eran nítidas, la memoria no conseguía aislar las partes del todo y una opacidad indefinida velaba aquella escena extraordinaria. Aun así hubo de darse la vuelta y tumbarse boca abajo para secretear la evidencia. El peso de su cuerpo le procuraba una presión deliciosa y envolvente que establecía las conexiones ocultas de su interior, suaves descargas de cálida pirotecnia. Lo que se gestaba en su mente no era una composición construida en base a detalles anatómicos, se trataba más bien de un episodio de estructura dislocada en la que él, un aventurero salta rocas de bañador azul compartía escenario con dos mujeres que tomaban el sol desnudas. Su súbita aparición había profanado la intimidad de éstas, pero al contrario de lo que dictaba lógica del muchacho, ellas no se habían inmutado, más aun, parecían de lo más relajadas ¡Cómo si aquello de estar desnudo fuese normal! Era él con sus aventurillas imaginadas y su bañador azul el que parecía ser el elemento discordante. No tenía sentido. Incluso una de ellas le había sonreído y le había dicho hola como si tal cosa. Tenía que ser algo maligno, deliciosamente maligno. ¿Cuáles eran sus pretensiones? ¿Para qué hacían eso? ¿Por qué no les daba vergüenza? ¿Quiénes eran allí desnudas?  ¡Desnudas! ¡Qué querían!

Los rayos de sol cabrilleando la perpendicular de la orilla entre las intermitencias menudas de las olas. Los pies que se detienen y las rodillas se flexionan, una mano rebuscando entre la arena. La mujer desnuda recolectaba pequeños tesoros y miniaturas fósiles de colores perlados cuando observó la figura de un chiquillo tumbado boca abajo; inmerso en una danza repetitiva, las manos aferrándose a la arena, la pelvis reptante. Supo que era el muchacho que hace un rato casi les había caído encima a ella y a su amiga, y le observaba fascinada por el raro privilegio de estar ante algo de una torpe pureza primitiva, tan dulce y elemental que tuvo que llevarse la mano a la boca para ahogar la risa traviesa. Se dijo que debería marcharse y no perturbar con su presencia tan íntima ceremonia, pero el muchacho se elevó sobre sus brazos arqueando la espalda y comenzó a clavar y restregarse de un modo tan rudo y compulsivo que ella pensó que iba a hacerse daño. En cuclillas sobre la arena oscura de la orilla se debatía entre la sigilosa retirada y la maliciosa curiosidad que le impedía moverse. La ternura viajaba desde su mirada azulada hasta casi acariciar la tensión arqueada en el espinazo del chico. El tiempo se detuvo unos instantes hasta que volvió a ponerse en marcha, sin piedad. Un sobresalto que ella sintió como una cuchilla remontando desde el interior de su pecho hasta sus oídos.

– ¡Carol! ¡Carol, nos vamos o qué, chica! ¡Venga yo ya estoy lista!

Carol se puso en pie de un salto y Paco se giró como un lagarto, los ojos ciegos de luz, acuciados por la necesidad de saber. Carol tuvo tiempo de ver el magro cuerpo del muchacho electrificado por la alarma, la cara cubierta por el brazo haciendo de parasol y que ella imaginaba descompuesta, también la rigidez despuntando el bañador como una amonestación velada.

– ¿Pero qué pasa? ¿Se puede saber qué haces?

Está vez sonó más cerca. Carol, azorada por la voz de su amiga se apresuró a salir a su encuentro llevada por la urgencia de atenuar los efectos de su intromisión. La vista de Paco se aclaró lo suficiente para que sus miradas coincidiesen un instante cómplices, bañadas en la misma vergüenza, justo antes de la carrera de la mujer desnuda  hasta desparecer entre las rocas que dividían ambas calas.

El devenir de la realidad quedó envuelto en una nebulosa  que enturbiaba el pensamiento. Voces y chisteos al otro lado, retozando en la demora y que no quedaron definitivamente ahogados hasta que el muchacho clavó cabeza en las rodillas y sus manos cubrieron las orejas, todo él ovillado alrededor de su centro aun palpitante. Ahí dentro, en lo oscuro, fue poco a poco sosegándose, derritiendo su desconcierto bajo la laxitud de la tarde mustia que amarilleaba azuzando los brillos de nácar de la playa.

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