EL TRAMPAS

IMG_6165EL TRAMPAS

<<De continuo sólo nosotros y el Trampas>> le había dicho el vecino respondiendo a la pregunta sobre cuántas personas vivían en la aldea.

La primera impresión había sido de soledad, abandono y agreste melancolía, y eso era precisamente lo que esperaba encontrar cuando se decidió a alquilar aquella casería en lo alto del monte. <<El mundo se viene abajo>> le había dicho a su mujer <<El sistema se está colapsando y no aguantará. Yo no sé lo que va a pasar, pero lo que sí sé es que no quiero que se críe en la ciudad; creo que lo mejor que podemos hacer por nuestra hija es darle la oportunidad de que crezca en contacto con la naturaleza, pegada a la tierra y a la verdadera esencia de la vida. Que aprenda de donde vienen los alimentos y como producirlos, que viva en consonancia con los ciclos estacionales y comprenda sus efectos. Si esto sigue así, la única escapatoria será volver a las raíces, a la tierra… y los conocimientos derivados de eso van a ser fundamentales en su vida>>. Su mujer se había criado en un entorno rural y estuvo de acuerdo en que ese había de ser el camino desde el principio.

La aldea estaba a diez kilómetros del pueblo, en lo alto de un monte que como todos los montes que lo rodeaban, había sido aserrado, esculpido y barrenado; roído hasta las entrañas a base de dinamita, ultraje y ambición. Lo pudo comprobar en su primera semana en la aldea, cuando decidió recorrer aquel paisaje de tajos graníticos y montes mordidos, confinados por la severa vigilancia de las altas montañas que rondaban la lejanía. Pudo distinguir al menos tres minas de cielo abierto abandonadas en los alrededores de la aldea. En dos de ellas, debajo de las cuñas dinamitadas, habían surgido pequeños lagos. Al horadar toparon con manantiales subterráneos que imposibilitaron continuar con la explotación. Las majadas y desmontes abandonados lucirían cicatrices y abolladuras, recordatorios eternos de industriosa voracidad de los hombres.

El vecino era un tipo grande, orondo como un planeta. Las mejillas encarnadas y los ojos azul turquesa le daban el aspecto imposible de los dibujos animados. Vivía con su madre, una anciana de porte repolludo con la cabeza nublada por la edad que se expresaba a base de bufidos y refunfuños que sólo el hijo parecía comprender. Eran aldeanos de los altos, de esos que lo más lejos que se aventuraban en toda a su vida era a bajar al valle y los pueblos que se orillaban al río. En el valle les decían gentona, apelativo que conjuntaba necedad y candidez. Se trataba de gente recia y simple que se pasaban el día trasladando sus vacas de un prado a otro y llevaban una economía de subsistencia.

Ya desde aquella primera semana, su vecino, quiso ponerle al día de las particularidades del lugar. Le habló del sol que calentaba los altos mientras el valle se sumía en el frío remojo de la niebla, le advirtió sobre el raposo y la gineta que saqueaban los gallineros, del viento del este que cuando se presentaba era para barrer el monte tumbando árboles, vallas y chamizos, y también le advirtió sobre El Trampas:

Es abrir la boca y no salir una verdad. Todo lo retuerce y lo lía. Ese no habla más que para buscarle pleitos a uno. Lo mismo que el raposo, que siempre anda rucando el engaño.

Con el otoño llegaron los cazadores, y con ellos los Land Rovers bloqueando los caminos, la insolencia y la escopetería regada de aguardiente. Cazaban al aguardo desde la misma aldea, bien pegaditos al coche por si la nube descargaba. Un día los encontró a poca distancia de su finca, en el camino que conducía al cielo abierto. Andaba buscando un atajo que le llevara al castañal de la ladera donde pretendía abastecerse de leña cuando se topó con la cuadrilla pertrechada con sus ropas de camuflaje, sus chalecos fluorescentes y sus rifles telescópicos. Había uno que cuya figura le era familiar, una figura encorvada y nudosa que le pareció haber divisado alguna vez, a lo lejos penando por los caminos. Supo que era él. Tenía los ojillos negros remetidos al fondo de la cara como si alguien hubiera taladrado allí dos diminutos agujeros. El rostro estaba hinchado y desgastado por la intemperie. La nariz, como un tubérculo de formas irregulares, las enormes orejas y las manos engarfiadas y sarmentosas, le daban un tenebroso aire de criatura mitológica, una suerte de trasgo humanizado por el jersey rijoso y una gorra de la caja de ahorros calada hasta las cejas. Cuando lo vio estaba venteando, asomado a un promontorio desde el que parecía partir un camino tupido por la maleza que llegaba hasta el bosque. Entre perro y hombre, el Trampas les hacía de ojeador, parecía señalarles distintas manchas en lo sucio del monte, sin duda refugios de los bichos. Se aproximó.

Oiga ¿No baja por aquí un camino que lleva hasta el bosque?

¿Tú no eres el que está ahora viviendo en la casa de Manolo?

Sí, supongo, en la casa esa de ahí —respondió señalando a su espalda.

Sí, esa siempre fue la casa Manolo.

Pues allí estamos viviendo.

El Trampas se quitó la gorra y se rascó la cabeza metiendo la uñas entre el pelo ralo y sudoroso mientras echaba miradas furtivas desde los ojillos agazapados.

¿Puede decirme si por aquí sale un atajo para bajar al bosque? No quiero dar toda la vuelta por la pista —le insistió.

No —dijo el Trampas volviendo la cara tras una pausa —por aquí no se va a ninguna parte, no hay más que zarzas y tojales. No, por aquí no hay…

A los pocos días pasó por el mismo sitió y comprobó que vislumbraba una senda tapada por los matorrales desde donde consiguió abrirse paso hasta el bosque. Allí abajo, en los alrededores de una torreta de electricidad había mucha madera ya cortada, tirada por el suelo tras el despeje que se había hecho para levantar la torre.

Pasó el otoño y entró el invierno. Se hizo con unas ovejas y un perro pastor diligente y eficaz al que sólo le faltaba hablar. Llegaron las nieves y hubo de construir un caseto para resguardar a las ovejas. Se pasaba el día en la finca, entre las ovejas y el huerto. Bien pegado a la tierra como pretendía. Viendo pasar los días sin tregua arropado por la soledad de la aldea y el monte mancillado. De cuando en cuando, veía pasar a el Trampas al que el invierno parecía encorvar cada vez más; en tal grado que se diría a punto de echar a andar a cuatro patas, casi abandonándose a su condición animal. Cuando coincidía que estaba trabajando en la finca, el Trampas se paraba un rato junto a la valla a echar unas palabras insustanciales <<Qué, las ovejas…>>, <<Viene nieve…>>. Él lo tenía por una especie de husmeador, un aranoso que buscaba sacar alguna ventaja de lo que veía y escuchaba para después urdir el amaño; al verlo torcía el gesto y no le daba carrete, seguía con lo que estaba haciendo y sólo levantaba la cabeza para responderle con algún monosílabo o contemporizar a través de trivialidades destinadas a zanjar la charla. Dos o tres veces por semana el Trampas pasaba por delante de la finca. Se detenía a observarlo y hacer algún comentario que él trataba de sortear fingiéndose muy ocupado, concentrándose en la tarea o simplemente ignorándole si se encontraba a suficiente distancia . El perro comenzó a percibir esa hostilidad y le ladraba con saña. No ladraba a nadie más. El perro también había calado a el Trampas; o quizá era sólo que desconfiaba de su apariencia animalesca, pero cada vez que topaba con él por aquellos andurriales le recibía con un alboroto de ladridos y daba vueltas a su alrededor hostigándole, a continuación el amo llamaba al perro para sacárselo de encima mientras el Trampas decía cabizbajo <<Es necio el perruco ¿eh?>>. Estos encuentros pasaron a formar parte de la rutina de la aldea, como el viento del Este que tiraba los chamizos, como el sol resplandeciente y jubiloso elevándose sobre la niebla del valle, como el choteo de las urracas en el prado; el perro desaparecía ladrando con especial inquina y ya sabía que por ahí llegaba el Trampas y que antes de saludar le diría: <<Es necio el perruco ¿eh?>>.

Una tibia tarde de finales de Febrero en que volvían a la finca después de realizadas las compras en el pueblo, el perro salió a recibirles timoneando el rabo y levantándose sobre las patas traseras como siempre hacía. Estaban sacando las bolsas del coche cuando notaron que los ladridos del perro tornaban de la alegría a la alarma y de allí a la inquina. El trampas llegaba por el camino alzando las manos a la altura del pecho y cerrando los puños con desconfianza mientras el perro lo acosaba dando vueltas a su alrededor. Tuvo que gritar a todo pulmón y apretar los dientes autoritario para que el perro lo dejara. El Trampas llegó hasta ellos y él ya anticipó la frase que sus labios principiaban: <<Es necio el perru…>> pero entonces vio a la niña, brillaron sus ojillos y su rostro reflejó la transformación sacudía su interior. Se acercó a la madre que la sostenía en sus brazos, preguntó <<¿Puedo?>> y sin esperar respuesta acarició la cara del bebé, la olfateó y la un besó con ternura animal. Ver aquella mano de nudos engarfiados y aquel rostro huraño y abotargado junto a la luminosa blandura de la cara de su hija le hizo sentir un momentáneo aguijonazo de repugnancia que se fue disipando a medida que los ojillos de el Trampas titilaban de emoción y su boca garabateaba una sonrisa tan fea como plena de ternura. La madre se la entregó dejando que la sostuviera, la niña se echó a reír, el perro se tumbó apaciguado a los pies de la escena y a él le pareció que los ojos del Trampas se agrandaban colmados de calidez.

El trampas dijo que tenían que pasar por su casa, que tenía una muñeca antigua que guardaba desde hacía mucho tiempo y quería que fuese para la niña. Le contestaron que no era necesario pero insistió en que fueran por ella. Le dijeron que ya pasarían, pero puso tanto empeño en la muñeca que finalmente la madre se ofreció a acompañarlo mientras él se quedó metiendo la compra en casa.

Era una de esas muñecas antiguas, de una inquietante belleza hierática de ojos dorados; con la cabeza de porcelana y un vestido de volantes satinados. Al verla, le llegó, desde los áticos de la memoria, la imagen de una habitación extraña y partículas de polvo bailando en el haz de luz de una ventana; los muebles antiguos y una vieja cama repleta de siniestras muñecas que parecían encerrar espíritus secuestrados.

Sentaron a la niña frente a la muñeca pero apenas le dedicó una mirada, prefirió volcar su interés en una caja de cartón vacía.

La muñeca viene con una historia —dijo su mujer.

Cuenta…

Cuando íbamos hacía su casa le pregunté si había nacido aquí o vivía aquí desde siempre…

Y qué…

¡Joder, no te lo vas a creer, menuda historia…!

Cuenta, coño…

Pues me dijo que sí.

Que sí, qué…

Que era de aquí, que se había criado en la casa con su abuela. Que a sus padres los habían matado en la posguerra.

¿Quién?

La Guardia Civil y los fascistas, las fuerzas vivas, dijo.

¿Cómo? ¿Por qué?

Cómo que por qué, pues porque eran fugaos del monte. Me dijo que estos montes estaban llenos de fugaos, repletos ¿Sabes ese sitio detrás de la casa, entre los helechos, junto a los casetos, donde vimos unas flores de plástico?

Sí.

Pues allí hay uno. Pero hay muchos más. Me dijo donde habían matado a su madre, un poco más abajo junto a la carretera. Sus padres tenían 20 y 21 años. Estaban esperando a que llegase a Tazones el barco que los llevaría a Francia pero los cogieron antes. A su padre lo mataron primero, le dieron un tiro que le atravesó la boca de lado a lado y huyó, pero siguieron el rastro de sangre y lo remataron como a un perro. La madre duró un día más escondida entre los matorrales de zarza, luego la descubrieron, la violaron entre catorce y la mataron en los matorrales de ahí abajo. Ahí mismo, debajo de su casa… pero no sabe donde se llevaron el cuerpo, se habla de fosas comunes desperdigadas por estos montes…

¡Dios Santo!

Sí. El tenía catorce meses cuando ocurrió. Y tuvo que criarse con la abuela.

Joder…

Decía que aquí murieron muchos, él se conoce lugares donde hay gente enterrada pero dice que hay muchos más que están desaparecidos. Se ha dedicado a colocar unos hitos, dice que piedras amontonadas y a veces una cruz hecha con dos ramas para señalar esos lugares y que no se olviden pero que ya a nadie le importa eso…

A menudo sitio hemos venido a parar…

También dice que esta casa era de Manolo, y que a Manolo también lo mataron.

¿Aquí?

No creo, él no ha dicho eso. Si esta era su casa seguro que se echó al monte.

¿Y la muñeca?

La muñeca era de su madre…

Cenaron después de acostar a la niña y su mujer estuvo desgranado los detalles acerca del Trampas. Que le fue imposible rechazar la muñeca por más que lo intentase, a el Trampas se le humedecían los ojos mientras insistía en que la muñeca había de ser para la niña. Dijo que el Trampas había trabajado toda su vida en la mina y que ahora tenía un par de yeguas con las que sacaba potros todos los años y también criaba faisanes para repoblaciones y para reclamo. La casa era humilde y antigua, había un montón de gatos alrededor. Dentro, parecía haber muchas habitaciones y todas muy pequeñas; que olía a una mezcla de humo y alcanfor. También dijo que en el recibidor había un enorme retrato a carbonilla de Felipe González, un retrato que abarcaba toda la pared. Él sonrió por primera vez en toda la tarde regocijándose en la paradoja, <<el Trampas admiraba a un tramposo>>.

Llegó la primavera con sus lluvias caprichosas y sus largos días estirándose hacia el verano. No acaba de acostumbrarse a la desolación de aquel paisaje de roca y huesos ultrajados, a veces le parecía que los pájaros trinaban circunspectos o que, a la caída del sol, los aullidos lastimeros de los perros formaban parte de alguna especie de oscura liturgia. Aún así vivían en contacto con la tierra y eso le seguía pareciendo más que suficiente. No perdía la oportunidad de mostrarle a su hija los pequeños secretos de la vida, los corderos recién paridos, los nombres de árboles y plantas, las puestas de los sapos en un charco… En uno de estos paseos, estaban contemplando a una yegua con su potrillo cuando apareció el Trampas. El perro pastor continuaba ladrándole, y el Trampas seguía cerrando los puños y recogiendo un poco los brazos, pero ni los ladridos expresaban la hostilidad de antes ni el gesto de el Trampas parecía ir más allá un leve impulso suavizado por la costumbre. Cuando lo chistó, el perro se tumbó a los pies de el Trampas levantando los ojos hacia el amo y emitiendo un suave quejido.

Puede estar tranquilo, el perro no va hacerle nada.

No, ya lo sé pero bueno… Me sigue dando un no sé qué… De crío tuve que quedarme muchas noches guardando el ganao… De aquella había lobos…

¿Había lobos? ¿Aquí?

Muchos, en todavía alguno queda ahí enfrente en Peña Grande —dijo señalando a su espalda la sierra que culminaba en una mole granítica que semejaba un erosionado bastión de formas irregulares —pero de aquella había muchos, muchos muchos… las noches de invierno bajaban a los corrales a ver que podían sacar. Hubo una noche que las pasé muy malas, debían de andar envalentonados por la hambruna y me daban vueltas alrededor como hace éste.

El perro se levantó, emitió un gemido lastimero y se sentó. El Trampas, se fijó en la niña.

¡Madre del amor hermoso, pero cómo crece esta moza!

La niña le miró un momento y volvió a fijarse en la yegua y el potro.

Qué ¿Te gusta la potrina?

La niña volvió a mirarle abriendo mucho sus ojos de plata y sonrió.

¡Claro que sí, vida! —dijo el Trampas al tiempo que le acariciaba la cara con el dedo grueso y áspero como una raíz.

El trampas llamó a la yegua que se acercó hasta ellos seguida por la potrina. Le iba susurrando arrumacos para tranquilizarla mientras le acariciaba el cuello. El padre aupó a su hija hasta situarla cerca de la cabeza de la yegua, que amusgaba las orejas y daba pequeños respingos cuando ella comenzó a palmearle el hocico; pero pronto su atención se fue hacia la potrilla que curioseaba asustadiza protegiéndose en el flanco de su madre, sin decidirse a acercarse a los humanos.

Pues esta potrina ha de ser para la niña ¿Te gusta, bonita? —dijo observando como la niña sonreía asomando dos pequeños dientes níveos sobre el labio inferior —mira como le gusta a ella. Es tuya la potrina, esta es para ti ¿A que sí, bonita…?

No hombre, no ¿Cómo va a ser eso? No podemos…

La potrina es de la niña y no se hable más. Al final del verano, cuando se destete.

La niña miraba a la potrina con la boca congelando una sonrisa y los ojos brillando muy abiertos, conteniendo el parpadeo en la plata de sus pupilas. El animal se aproximaba tímidamente hinchando los hoyares, captando el aire de aquella figura con la que parecía mantener una conexión arcaica, infantil y enigmática.

Transcurría el verano con sus noches de polillas y sus días gruesos y nítidos. Los últimos rayos del sol de la tarde atravesaban la ventana de la sala y arrubiando los cabellos de la muñeca hierática colocada sobre el alfeizar. La habían dejado allí como especie de adorno pues la niña, cuando se la ponían delante, no mostraba ningún interés, prefiriendo siempre los otros muñecos, los peluches animales y otros cachivaches, cuando no cualquier caja o envoltorio de algo. Por el contrario, en él, la muñeca ejercía una suerte de indescifrable influjo. Algunas veces se acercaba a la ventana y observaba la muñeca buscando en sus inertes ojos dorados la explicación para algo indeterminado.

Una mañana le sobresaltaron los ladridos del perro y se asomó desde el huerto para ver como llegaba el Trampas con sus andares torpes y agarrotados. El perro daba vueltas timoneando el rabo a sus alrededor. El trampas cargaba con esfuerzo dos grandes bolsas de plástico, una en cada mano; las asas estiradas por el peso, un enjambre de moscas bailoteando a su alrededor, un líquido rojizo encharcando la base de las bolsas. Iba canturreando algo que repetía como un mantra y que al principio, con los ladridos del perro, no conseguía entender pero sí cuando estuvo lo suficientemente cerca:

¡Aquí vengooo yo, aquí traigoooo… la potrina para la mi niña….!

Chistó al perro para que se calmara y cuando el Trampas llegó hasta la cancela dejó las bolsas en el suelo y dijo:

Es necio el perruco ¿eh?

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