ADELA

lluviaEran esas horas frías de la madrugada, las horas que no se recuerdan, horas de nadie. Levantó la cabeza observando, situándose. Los tres compadres caminaban delante de él dando bandazos mientras ascendían la cuesta entre el negro destello de bordillos y adoquines fulgurantes. Daban bandazos balanceando los brazos como monos erráticos, regando las calles con sus risas broncas. Se estaba quedando atrás, analizando a esa pandilla de borrosas sombras que eran sus amigos y decidiendo si merecía la pena continuar, si él era también uno de aquellos chimpas. Se miró los pies mientras esperaba que llegase una respuesta, sus zapatos marrones le trasmitieron una tristeza terrible, una tristeza de zapato gastado y feo. Las puntas de los cordones habían perdido el antiguo revestimiento que las comprimía dotándolos al menos de competencia, ahora estaban deshilachados y asemejaban flores pisoteadas o agusanadas. Después reparó en las manchas de humedad que tenían justo encima del reborde de la suela y en como sus pies nudosos deformaban el cuero dotándolos de un halo de segunda piel. Una piel marrón y correosa venida de cualquier horrible fábrica de Levante. Se imaginó a una operaria, una operaria con mascarilla de siniestros antebrazos pilosos recogiendo su zapato de la cinta, lanzándolo tras una mueca industrial al montón de zapatos tristes hechos para uniformar a los tristes.

– ¡Cerelo! ¡Cerelo!

– ¡Qué!

– ¿Vienes o qué?

– ¿Eh?

– Que vengas, coño.

– ¿Pero a dónde vais ahora?

– De bailarinas.

El encargado y un par de habituales, muertos vivientes de ojos sobrecargados departiendo a cámara lenta entre ceniceros repletos de esperanzas aplastadas y los brillos rojos de los vasos mediados. La barra estaba desolada desde que sus compadres habían subido al piso de arriba. No tardaron ni cinco minutos en apurarse los whiskys y elegir compañía, las primeras que se acercaron, ésta, ésta y ésta. Cerelo no estaba por la labor. No era por el dinero <<el que paga follando acaba ahorrando>> había dicho Martínez, era algo que tenía que ver con la carestía, el abatimiento, la desmotivación. No estaba dispuesto a nada que no fuera dejarse arrastrar hasta el fin de la noche y seguir surcando la madrugada perdiéndose en aquellas divagaciones sobre zapatos feos, tristezas y muertos vivientes. No quiso ni mirarla. Le dijo a aquella mujer que él no subía, que se iba a tomar una copa mientras sus compadres echaban un polvo y no había modo de hacerle cambiar de opinión. Un rostro sin sombra de duda. La mujer que se restregaba contra él pareció entenderle y le echó una última mirada antes de afufarse en la oscuridad de los reservados.

Después de eso dejó que sus pensamientos volaran absurdamente mientras se concentraba en la bebida removiendo los hielos, tomando precisos sorbitos que parecían disolver el tiempo. Estaba sólo en el extremo de la barra cuando sintió una presencia junto a él. La mujer había vuelto, y le sonreía.

– Oye ya te he dicho a ti o a las otras que no, que no quiero, joder.

– Era a mí.

– ¿Qué?

– Que me lo has dicho a mí, no a las otras.

– Es igual, iba para todas.

La mujer dejó de mirarle y se puso a darle vueltas a los anillos de sus dedos. Luego volvió a hablar.

– Lo que no me has dicho es por qué.

– ¿Por qué? No tengo que dar explicaciones…

– Vale, vale, pero podías a invitarme a una copa ¿No?

– Aquí las copas son carísimas, mejor me invitas tu a mí.

– No puedo hacer eso.

– Pues entonces mejor me dejas solo.

– Estoy trabajando, no podemos dejar solo a un cliente sin al menos intentar sacarle alguna consumición.

– Joder, que forma de tiranizarlo a uno.

– Así funcionan estos sitios.

– ¿Y si te pago algo me dejas en paz?

– No, charlamos un rato.

– Pide un zumo o algo barato.

– La consumición mínima…

– Pues eso.

La mujer llamó al encargado que le sirvió algo de color naranja. Cerelo observaba las manos de ella, unas manos aherrojadas por anillos y pulseras que asían la copa y removían la bebida con una pajita. Pensó en la ternura prisionera de aquellas manos antes de detectar que el encargado seguía allí mirándole con expresión de hastío nocturno. Se fue cuando le pagó. La mujer se volvió entonces hacía él y le ofreció su copa para brindar. Cuando sus copas chocaron él dijo algo antes de llevarse el whisky a los labios, dijo:

– ¿Te puedo llamar Adela?

– ¿Aquí o arriba?

Cerelo se quedó en silencio. No entendía de dónde había venido aquella voz, no recordaba que su cerebro hubiese dado esa orden.

– Llámame como quieras, no importa, tampoco uso mi verdadero nombre…

– Da igual, ha sido una tontería, estoy borracho y no sé por qué lo he dicho.

– Bueno hombre, no pasa nada… Me gusta Adela ¿Quién era? ¿Un antiguo amor?

– Oye, déjalo ¿Quieres?

– Vale, pues cuéntame algo de ti… ¿A que te dedicas? ¿Qué te gusta hacer?

– Pasa de ese rollo.

– Bueno, era por hablar de algo, como te cuente yo mi vida… entonces si que nos vamos a deprimir.

Cerelo guardó silencio. La observaba detenidamente, con calma. Había pagado su bebida y ahora sentía que tenía ese derecho. Derecho al descaro. Su boca, sus ojos, sus orejas, las manos nerviosas que jugueteaban con la bisutería, como entrechocaba las rodillas sentada frente a él en el taburete, como desnudaba el pie sacándolo del zapato y volvía a meterlo. El silencio que se alzaba entre ambos se le antojaba realmente confortable. De cuando en cuando la mujer levantaba la vista y le devolvía una sonrisa serena mientras sus manos distraían la tensión.

– ¿De verdad no quieres contarme nada? No importa que no sea verdad, puedes ser quien quieras ser… Yo a veces hago eso…

Cerelo pensó que no estaba mal. Sopesó la idea de inventarse a sí mismo aquella madrugada, pero después la desechó porque no se le ocurrieron muchas cosas y todo lo que se le ocurrió le parecía una mierda. Se topó dentro de sí mismo con una voz conminatoria que le zarandeaba mientras decía <<¡Pero tú ¿Qué es lo que quieres? A ver ¿Qué cojones quieres?!>>.

– ¿Sabes lo que creo? Creo que somos dos extraños intentando mantener una conversación cuando todo esto es absurdo, porque se supone que aquí se viene a lo que se viene y es una estupidez intentar hacer cualquier otra cosa cuando en realidad no tenemos nada que decirnos.

Ella sonreía y le tomaba la mano como si fuese un pájaro caído del nido.

– Vámonos arriba, anda…

Él se puso en pie y se aproximó.

– Si subo contigo te voy a llamar Adela.

– Ven con Adela…

– Y voy a besarte y abrazarte y a tratarte como si te quisiera…

– No podemos hacer eso.

– ¿El qué?

– Besar.

– ¿Cómo?

– No podemos besar a los clientes.

– ¿Y qué se supone que tenemos que hacer con nuestras bocas?

– Eso no.

– ¿Entonces para qué vamos a subir?

– Para follar.

– ¡Pero follar así no es follar, para eso se la meto a una fruta calentada en el microondas!

– No seas tonto, ven conmigo -le decía mientras ya se lo llevaba hacia las escaleras.

Cerelo la detuvo en el primer peldaño y la situó suavemente frente a él.

– Vamos a dejar esto claro. Voy a subir pero no quiero follar ni un baile erótico ni agacharme a mirar como pones un huevo. Lo que quiero es llamarte Adela, que te tumbes frente a mí y acariciarte un poco los hombros y las caderas.

– ¿Vestida o desnuda?

– Mejor desnuda, y que estemos en silencio, que tratemos de hacer crecer ese silencio entre nosotros como si formase parte de una ceremonia o algo así.

Entraron en la pequeña habitación que era más bien un camarote sin barco. Se dio la vuelta para contar el dinero que le quedaba. Cuando se volvió estaba desnuda. Su cuerpo era un resplandor en las ruinas turbias de la noche. Puso el dinero sobre la silla donde estaba la ropa de ella y se quedó mirando el efecto que hacía allí, unas cuantas monedas y billetes arrugados sobre las medias de la mujer, sobre su ropa interior y las otras cosas. Sintió que el resplandor se aproximaba, que lo engullía y su boca era abrasada por los labios, los dientes y la lengua del resplandor. Se echó hacia atrás y dijo <<Adela…>>. Después ardió resucitando fantasmas en la madrugada.