YO PRIMARIO

campo-de-amapolas-70608-La ciudad desierta los recibe con su metálica indiferencia. Todos en silencio, rastreando impensables dosis de calidez en las luces de la autopista y la familiaridad de los paneles publicitarios. Ellas refugiando su fragilidad en posturas recogidas, arrimadas a las esquinas del interior del automóvil. Él descansando sus manos en la tersa seguridad del volante tapizado. Pensando, repasando los hechos una y otra vez. Las causas, motivos, justificaciones y soluciones ocultas; tal vez simplemente inexistentes. Pero eso no detiene su desesperada batida de preguntas sin respuesta, una lluvia de cuchillos que rejonean sus órganos bajo la intermitente caricia de las luces de la autopista.

Fue idea mía ir a parar a aquel secarral rodeado de cerros pelados. Hacía dos años que no íbamos de vacaciones. La situación no pintaba bien en la oficina, llevaban ni se sabe cuanto especulando con lo del cierre y con que tarde o temprano iríamos todos a la calle. Sueldos congelados, supresión de paga extra, ellos venga a quejarse y nosotros apretándonos el cinturón como si fuéramos ochos. En consecuencia, mandábamos a la niña a un campamento y pasábamos el verano en casa cortando el césped, ordenando el garaje, refrescándonos con la manguera y quedándonos despiertos hasta tarde viendo la tele. No estaba mal, gozar de tiempo libre no es poca cosa para alguien que llega a casa a las nueve de la noche y no puede dejar las preocupaciones del trabajo porque el día siguiente está ahí, acechando a la vuelta de la esquina. Pero Silvia quería algo más, quería volver a la playa como hacíamos antes, y por muy bien que lo pasáramos en aquellos días de holganza casera siempre tenía un gesto, un mohín, un breve suspiro inapreciable  para recordarme que nosotros ya no íbamos de vacaciones igual que todo el mundo.

Alquilar un apartamento en la playa, eso era lo que le gustaba. Pasar el mes o veinte días tumbados en la arena con una sombrilla y una nevera de plástico llena de gazpacho y filetes empanados. A mí la playa… como que me aburre, cocerse bajo el sol tanto tiempo y de esa forma, como buscando hacerse daño. Y el mar… Sí, el mar está ahí, es muy grande ¿Y? Lo miras un rato, te bañas pero ya está. El mar no hace nada aparte de tener peces y recordarnos que estamos hechos para la tierra firme. Uno se da cuenta al sumergirse, ese ruido como de vacío líquido y la densidad incomprensible que nos oprime son advertencias de que no estamos donde deberíamos. Además, en la playa terminábamos topando con la misma gente de la ciudad, rostros con narices coloradas hablando de las mismas puñeteras historias, quejas y bobadas que llevabas oyendo todo el invierno ¿Y a eso le llaman descanso?

El caso es que este año, con el nuevo empleo de Silvia, íbamos algo menos achuchados y a ella no había quien le sacara de la cabeza la idea de la playa. Se había operado las tetas, decía que no eran unas tetas para dejarlas en casa, eso implicaba ir a la playa a lucirlas. Se supone que el doctor aquel tan enrollado y tan moderno con sus simpáticas gafitas de colores y su espesa melena ondulada había echo un buen trabajo. Eran sólidas y poderosas, propias de una estatua de bronce, pero cuando se recostaba de lado le salían abolladuras como de coche a las que no acababa de acostumbrarme, aunque desaparecían instantáneamente al incorporarse. Silvia estaba encantada con su nueva delantera y eso es lo que importa, así pues este verano no iba a librarme de la playa, de las conversaciones sobre tetas y de las miradas impertinentes de la muchachada costera.

En verano iríamos a la playa, pero yo quería tener también mis vacaciones, mis propias vacaciones, pasar unos días donde yo quisiera por una vez. Fue por eso por lo que me empeñé en ir a aquél pueblo. Era el último puente antes del verano y yo tenía ganas de pasar unos días en el campo. La primavera estaba en su máximo esplendor y era un momento excelente para compartir unos días en familia en un entorno rural. Lo echaba de menos. Sentía que me había alejado de esa conexión con la naturaleza. Hace ya tiempo que había dejado de acudir a las salidas con el grupo de montaña, aquello cada vez se parecía más a una excursión de jubilados vestidos en el Decathlon. Al principio se andaba algo pero luego sólo parecía importar la comilona en el restaurante de turno y el parloteo de la sobremesa entre orujos y pelotazos.

Me había criado en un pueblecito del norte al que ya no íbamos porque Silvia decía que estaba siempre lloviendo y se iba que pasar el día en la casa haciendo pan de maíz y comiendo queso con la abuela junto a la cocina de carbón. Qué si estaba lejos, que si llovía mucho… Bueno pues al norte no, pero esto era aquí mismo, a 140 km. Encontré una casa a última hora que estaba muy bien de precio, con su jardín, su sala de juegos con futbolín y billar, con vistas a la peña que se erguía sobre el pueblo. Una maravilla, eso es lo que me pareció, a mí, por que a ellas… No me costó poco convencerlas, la niña porque no pintaba nada y tenía planes con las amigas, mi mujer por que le parecía que el pueblo era muy cutre y por allí haría muchísimo calor, ahora le molestaba el calor pero en la playa bien que se echaba al cocimiento y no se iba hasta que no estaba refrita como un chorizo. En fin, que tuve que convencerlas empeñándome en que nunca disfrutábamos de la naturaleza, que estábamos idiotizados por la ciudad y desvinculándonos de las esencias del planeta.  Era lamentable que la niña entendiese de marcas de ropa y de extraños conjuntos juveniles con peinados imposibles y no conociese el nombre de los árboles  o la diferencia entre un cerro y una loma. Al final, accedieron a regañadientes.

Cuando vimos las chimeneas, esas enormes vasijas humeantes coronando el horizonte al final de la carretera mis manos se aferraron al volante preparándome para recibir sus protestas.

–       ¡No puedo creer que nos hayas traído a un sitio con una central nuclear! –protestó mi hija rompiendo el sereno fluir de la carretera.

–       Bueno, eso es Trillo, Peñamocha está a 12 Km.…

–       Ah, 12 kilómetros, vale, ahora me quedo más tranquila…

–       ¿Cómo se te ocurre traernos aquí? ¿Creía que iban a ser unos días en la naturaleza? –intervino Silvia.

–       Y lo van a ser, abrid los ojos, no hay más que campo por todas partes…

–       Sí, campo contaminado por los gases de esas chimeneas asquerosas. Tú no estás bien, papá, te lo digo, se te va la cabeza.

–       ¿Pero de qué hablas, Blanca? Lo que sale de las chimeneas es sólo vapor de agua ¿Es que no os enseñan nada en el instituto?

–       No, se saltaron la parte que dice que las centrales nucleares son muy buenas para la salud del planeta y las personas que viven en él. Déjalo ¿Quieres? –dijo antes de cruzar los brazos, retreparse en el asiento y mirar por la ventana con el morro fruncido.

–       ¿De verdad quieres hacernos creer que las centrales son inofensivas? –inquirió mi mujer.

–       No digo eso pero hay mucho mito y mucha desinformación, si se hacen bien las cosas no tiene por qué pasar nada malo.

–       Esto es el colmo, te pasas una semana hablándonos de la importancia de mantener el contacto con la naturaleza, de que no podemos perder el contacto con nuestro ¿Cómo era?  Yo primario…

–       Eso lo leyó en una revista –intervino Blanca.

–       Seguramente ¿Y cómo era eso de la madre tierra?

–       Ya está bien.

–       No ¿Cómo era eso? Contactar con los elementos, tierra, aire, agua, fuego… ¿Cómo puedes soltarnos ese rollo y traernos a una central nuclear?

–       ¡No es una central nuclear, es un pueblo que está a 12 kilómetros! La central nuclear no hace nada malo, oh sí, pero aparte de eso también hace que funcionen vuestros teléfonos, vuestros ordenadores, secadores, aparatos de música y todas esas cosas de las que no podéis prescindir, así que vamos a ser consecuentes e intentar disfrutar, os lo pido por favor.

–       Esto es horrible –dijo la niña entre dientes.

Los campos estaban plagados de cereal y amapolas pero hacía un calor espantoso y todo parecía sumido en una parda sequedad desesperada. Dejé el coche en la plaza desierta y nos quedamos observando en silencio las costrosas fachadas de las casas. Localicé un bar y entré a pedir unos refrescos mientras ellas aguardaban en la terraza. Cuando salí, la niña volvió la mirada hacia mí con alivio y desesperación contenida, había un muchacho de unos dieciséis años sentado con ellas. Tenía el pelo largo y apelmazado en mechones grasientos que le tapaban gran parte de la cara. Las manos sucias, curtidas y llenas de cortes y magulladuras. Llevaba una camiseta rota y un pantalón de chándal lleno de lamparones de sangre seca, parecía haber salido de una película de terror barata. Hablaba acelerado en una especie de jerga rústica extremadamente cerril y se hacía muy difícil entenderle. Finalmente conseguí comprender que era el sobrino del tipo que nos alquilaba la casa. Le pedí que fuera a buscarlo y se quedó un rato mirándome con una inquietante y estúpida sonrisa que congelaba su expresión indefinible. Después se levantó y dijo que le esperásemos. Silvia hizo un comentario sarcástico sobre los lugareños y la niña subió las piernas a la silla y se abrazó las rodillas dejando caer su cabeza en ellas. Le pasé el brazo por los hombros pero ella se lo sacudió de mala gana. El muchacho volvió y se sentó junto a la niña. Estaba mirándonos otra vez con aquella estúpida sonrisa. Me inquieté al observar el contraste entre la delicadeza de la piel limpia y suave de las piernas y brazos de mi hija y la de él, oscura, basta y sucia. Era como poner juntos a una gacela y una hiena hedionda. Nos dio unas llaves y nos indicó donde estaba la casa, dijo que su tío nos vería más tarde.

Efectivamente, la casa tenía una bonita vista a la peña que se elevaba frente al pueblo, pero al entrar nos dimos cuenta de que el lugar producía sensaciones similares a todo lo visto hasta el momento. Se trataba de una burda construcción de hormigón encalado con un patio de baldosas que hacía de mirador. La decoración interior era adusta y vieja, había cornamentas y trofeos de caza por todas partes y los muebles se veían tristes y desparejados, como sobras de antiguas mudanzas. Las chicas estaban de mal humor. Intenté animarlas, traté inútilmente de convencerlas de que podíamos verlo como una rústica aventura y que sería divertido pero no hubo forma. Les propuse ir al garaje a jugar una partida al billar o al futbolín y ni siquiera me contestaron.  Silvia se puso a destrozar telas de araña y a quejarse de la suciedad y la niña, frustrada por la ausencia de cobertura, se tumbó en el sofá frente a la tele. Después de cenar, ninguna no quiso saber nada de bajar al pueblo a dar una vuelta. Me serví una copa y me senté fuera, frente a la peña en una silla cochambrosa. Necesitaba aturdirme, escuchar la noche mientras observaba el espléndido peñasco picudo ahora iluminado por una ristra de cuarzos que lo recortaban dándole cierto aire de reclamo artificial. Cuando comenzaba a relajarme, pude distinguir a mi espalda el caótico ladrido de mucho perro que crecía más y más, sumándose nuevos ejemplares, voces y diversos tonos más apocalípticos que melancólicos. Los aullidos y gañidos se agrupaban en una desquiciada conjunción de plegarias y ya no quedó pizca de magia en todo aquel el paraje, si es que alguna vez la hubo. Cuando me di cuenta de que los perros no iban a callarse nunca me fui a la cama con la esperanza de que el nuevo día nos diese un respiro. Bajo las sábanas, Silvia, sin volverse hacia mí, en la zozobra del desvelo,  dijo:

–       ¿Se puede saber qué coño de ruido es ese?

–       Parece que por ahí atrás hay una perrera enorme.

–       ¿Y se van a callar alguna vez?

–       ¿Quieres que vaya a preguntárselo?

–       Por Dios, Gerardo ¿Dónde nos has traído?

Dicho esto dio por finalizada la charla y se ovilló desesperada tapándose los oídos con la almohada.

El día comenzó con un sol radiante que amarilleaba los campos de avena moteados de flores rojas. Los perros nos dieron un descanso pero pronto comenzaron su concierto demencial. Preparé un desayuno para tomar en el patio. Blanca apareció entre estornudos, con los ojos y el rostro irritados, y un amasijo de cleenex usados abultándole el bolsillo. Su alergia se había agravado. No dijo nada, ni siquiera para emitir una queja, toda ella era una queja en si misma. Llenó un bol de yogurt y cereales y se resguardó en la casa. Le propuse a Silvia hacer una excursión y subir a la peña, le dije que nos vendría bien un poco de ejercicio y que las vistas desde allí serían magnificas, pero se negó tal y como esperaba. Cuando estuve listo, la dejé tomando el sol en una tumbona con sus flamantes tetas despuntando hacia el cielo impertérrito. No me sería difícil localizarla desde arriba. Le dije que estuviese atenta, que cuando llegase a lo alto de la peña la saludaría, respondió con un gesto de la mano espantando cualquier asomo interés.

Tras una fuerte pendiente entre altos cardos y matojos, se accedía a un sendero que subía en espiral por el cono de la peña. Me detuve exhausto en una revuelta sombreada pero recobré el ánimo al contemplar unos pajarillos que trinaban revoloteando entre los espinos. A medida que avanzaba la pendiente se iba haciendo más pronunciada y la subida del sol se sincronizó con mi penosa ascensión. El rayo machacón se me concentraba en la coronilla y tuve que protegerme con la camiseta a modo de turbante. Sobre el eco lejano de los perros, no había más sonido que la pisada fatigosa, el escabullirse de los lagartos y mi desesperado jadear. Para llegar hasta arriba eché mano de toda la mierda que me rodeaba, de mis músculos viejos, de los rollos de la oficina, de las letras por pagar, de la desgana de mi familia, del estúpido empeño que había puesto en llevarlos un lugar absurdo, todo eso me daba la energía suficiente para avanzar un paso más. Ya cerca de la cumbre descubrí una repisa entre los peñascos donde había restos de fogatas, colillas, basuras y vidrios rotos, además de burdas pintadas y garabatos ilegibles hechos con palos quemados. Esa debía de ser la sala de fiestas del mocerío local. Llegué hasta el punto más alto valiéndome de pies y manos. Entre ahogos y resoplidos observé el vasto relieve pardo que engullía al pueblo, las dos torres de refrigeración de la central que parecían supurar las nubes imposibles que el cielo ya no fabricaba. El eco de los perros resonó desde el pueblo. Con el sudor escociéndome los ojos, puse las manos haciendo visera para protegerme mientras trataba de localizar la casa. Busqué un rectángulo blanco y unas tetas como torpedos. Era todo tan diminuto que se hacía necesario reformular las formas y dimensiones. Al fin la localicé, Silvia estaba con alguien que no me pareció nuestra hija sentado en la otra tumbona junto a ella. Moví las manos para saludarla pero nada hacía indicar que me hubiera visto. Grité y agité los brazos con si esperase ser rescatado pero el resultado fue el mismo; el mundo era un lugar sordo, estático e inamovible.

Percibí el sobresalto del muchacho nada más llegar. Se puso en pie, su mirada torva trataba de evitarme yendo de los pechos de mi mujer hasta mí y luego otra vez al suelo. A Silvia la escena parecía divertirle. Sonreía relajadamente y me di cuenta de que estaba fumando el porro que él le habría pasado. Le pregunté por la niña y me señaló la puerta de la casa.  El chico comenzó a darme explicaciones, su mirada iba en todas direcciones y no acertaba a hablar sin trabarse. Silvia soltó una risilla. El muchacho tenía el mismo aspecto que el día anterior, más sucio y descuidado si cabe, se diría que había dormido vestido en el mismo cuarto donde destripaban los animales. Por lo que pude entender, había venido a decirnos que su tío no iba a aparecer hasta el domingo y que si no queríamos esperar hasta entonces podríamos darle el dinero del alquiler a su padre en el bar. Le pedí que me indicase donde estaba ese bar y le dije que me daría una ducha y bajaría al pueblo. Finalmente, se escabulló aliviado despidiéndose furtivamente. <<Adiós Lalo>> dijo Silvia aguantándose la risa. Me quedé mirándola un instante pero ella volvió a su revista refrenando la risa traviesa.

–       ¿Qué se supone que estás haciendo?

–       ¿Cómo dices?

–       Que qué se supone que haces tumbada con las tetas fuera y fumando un porro con ese Lalo.

–       Gerardo, eres imbécil.

–       ¿Yo soy imbécil? Esto no es la playa, Silvia, es un maldito pueblo y tu vas y te pones a provocar a ese patán y a fumarte un porro con nuestra hija hay dentro.

–       ¡No le estaba provocando, imbécil, sólo estaba charlando con él!

–       Quieres bajar la voz.

–       ¡No va a oírme nadie con esa puñetera jauría ladrando día y noche!

–       Te va a oír la niña.

–       La niña, la niña, Blanca no es una niña, ni yo tampoco de modo que no me digas como comportarme. Eres tú el que nos has traído a esta mierda de sitio. Dime ¿Qué coño quieres que haga? ¿Subir una estúpida montaña y achicharrarme entre las piedras? ¿Es así como se supone que voy a conectar con la madre tierra? ¿Tragando polvo y arañándome las piernas para contemplar la maravillosa vista de la central nuclear y escuchar el concierto de un millón de ladridos?

Cuando entré a ducharme, Blanca se quedó observándome en silencio con ojos acusadores. La miré un instante antes de pasar al baño pero no encontré nada que pudiera decir.

Atravesar la puerta y hacerse un  repentino silencio entre el paisanaje fue todo uno. Di las buenas tardes recibiendo un hosco murmullo como respuesta. La penumbra del establecimiento volvió a llenarse con las charlas y el estrépito del dominó. Mientras me preguntaba cuál de aquellos lóbregos rostros pertenecería al padre de Lalo, un vozarrón carrasposo vino a mi encuentro.

–       Hombre, usted debe ser el de la casa del Truchones.

–       De Vicente…

–       Sí hombre del Vicente, es que aquí nos conocemos todos por el apodo ¿Sabe usté?

Era enorme, estaba apoyado con los tremendos antebrazos en la esquina de la barra, una copa de licor se miniaturizaba ante él. Gastaba un grueso bigote en forma de herradura, llevaba una gorrilla a cuadros. Su aspecto era una mezcla entre cortijero y guardaespaldas del rock. Le pagué el dinero del alquiler y me invitó a beber. Quise saber sobre los perros, dijo que eran suyos, que tenía una nave donde guardaba perros de caza para las monterías. Cuando le pregunté si no le molestaba el  ruido que armaban pareció extrañarse.

–       ¿Se sienten mucho a los perros desde la casa?

–       Pero si no paran en todo el día.

–       No sé, mi casa está poco más arriba y yo ni cuenta me doy, será que me he acostumbrado. Pero aquí se está muy tranquilo, no me irá a hablar de ruidos viniendo de la capital…

Su manera de expresarse era seca y sosegada, pero escondía una especie de vehemencia contenida que de cuando en cuando desahogaba subrayando sus sentencias a golpe de  barra con su puño abigarrado. Así sucedió cuando le pregunté por su hijo. Se mordió el labio, se rascó la nuca hirsuta y el castigado cuello y golpeó. Dijo que había mandado al chaval a estudiar pero que se lo habían devuelto. Lalo no quería saber nada de los estudios.

– Se crió sin la madre, que murió al poco de nacer el rapaz, y eso a la fuerza tiene que notarse. Ha salido montuno, no hay forma de meterlo en vereda. No quiere estudiar y lo único que le interesa es andar a la caza y a los perros.

Entre pelotazos y largos silencios me iba contando del pueblo, de la central. Asumía con resignada melancolía que las repoblaciones y cultivos extensivos habían terminado por ahogar el monte, que apenas conservaba cuatro manchas de bravío donde se guardaban los bichos. Pasaba la hora de comer y el ayuno, la caminata y el alcohol iban enturbiándome la cabeza. Tenía la sensación de que cuando hablábamos las conversaciones del bar se silenciaban secretamente. Si me giraba a echar una ojeada, los rostros sombríos me esquivaban, y al volverme hacía el perrero, sentía sus murmullos, sus risas y sus ojos acechándome. El perrero perdió las ganas de charla, se entretenía hurgándose los dientes. Reparé en la uña del pulgar, más crecida que las otras, dura y filera sobre el mango recio del dedo como un cuchillo de monte. La silenciosa impasibilidad del perrero comenzó a angustiarme, parecía haber dicho todo lo que tenía que decir. Salí fuera para airearme y el calor me golpeó en seco con un bofetón  plomizo y mareante. Era media tarde y el sol abrasaba la calle. Los muchos tragos se me estaban amargando. Aguijoneado por la culpa pensé en mi mujer y mi hija, me pregunté que estarían haciendo, las imaginaba enojadas, abanicándose aburridas observando la nube de moscas que revoloteaba frente al televisor. No tenía ánimo para reparar la situación. Sólo quería volver con ellas y reconocer que me había precipitado empeñándome en este viaje, que me había equivocado al traerlas a un sitio como éste.

Al ir a pagar la cuenta el camarero dijo que ya estaba todo pagado. Me dirigí al perrero que en ese momento departía con un viejo tembloroso de ojillos vidriosos.

–       Hombre, no hacía falta que lo pagara usted todo.

–       Nada, nada.

–       ¿Cómo que nada?

Saqué unos billetes de la cartera, los puse en la barra frente a él y le tendí la mano pero cogió los billetes me agarró la mano y los puso allí apretándolos con la uña infame.

–       Ni se le ocurra –dijo clavándola un poco.

Su expresión se había ido ensombreciendo y sus ojos ya tenían ese brillo de impredecibilidad de los aplastados a la barra.  Iba a marcharme pero tenía que ir al baño. Mientras trataba de mantener el chorro sobre la taza cochambrosa, me alarmé al reparar en algunas frases confusas que despuntaban entre el rumor de las charlas. Incluían la palabra tetas. Agucé el oído y mal que bien pude distinguir algunas como: “hay que ver como está la gachona”, “un tetamen así que ya lo quisieran las vacas de…”, “Y bien ahí la guarra que las vea todo el mundo”, “Como pa no verlas”. Las palabras se confundían en el oleaje de la risotada. Se me subió la sangre  a la cabeza, quise pensar que podría tratarse de una confusión producto de la bebida y el griterío, que hubiese sido un engaño urdido por mi cerebro abotargado y confuso. No podía ser, oí lo que oí y tal vez inventé algunas palabras para dar sentido a las frases pero estaba seguro de haber escuchado la palabra “tetas” y eso llevaba directamente a mi mujer. Salí del baño súbitamente, tratando de sorprenderlos, pero topé con el anonimato de los rostros y las miradas hieráticas. El sonido de la televisión desgranaba el repentino silencio y tuve la efímera esperanza de que en el telediario estuvieran poniendo esas imágenes del verano adelantado que llenaba las playas de Levante, siempre sacaban mujeres en topless en aquellas imágenes, pero cuando alcé la miranda salían jugadores de fútbol entrenando e extractos de una rueda de prensa. De repente todo estaba normal, se reanudaron las conversaciones y partidas y ya no pude saber si aquél silencio había existido realmente o sólo se produjo en el interior de mi cabeza. Me despedí del perrero entre avergonzado y confuso, sentimientos que fueron aniquilados por la irritación y el sonrojo cuando ya abriendo la puerta para salir el perrero dijo guasón “salude a su mujer de mi parte”. Cerré la puerta apremiado por la necesidad de contener el torbellino de risas que se barruntaba dentro. El sol me inundó la boca y los ojos.

La casa estaba vacía, dentro, un extraño silencio se había apoderado de las sombras. Había carcasas de moscas en el suelo que crujían frágilmente bajo mis pies. Metí medio cuerpo en la ducha y dejé que el agua fluyera a través de mi cabeza ¿Dónde podrían haber ido a esas horas? Nada tenía sentido. Busqué tras la casa y en el cobertizo de juegos. No se habían llevado el coche. Subí al tejado para otear los alrededores, todo desolado bochorno y ausencia. Ni siquiera los perros ladraban. Miraras donde miraras era como si se hubiesen desintegrado aquellos elementos indicativos de algún tipo de actividad o vida normal. Estuve una hora dando vueltas con el coche buscando algún rastro de mi familia. De regreso a casa vi un sendero que se ocultaba entre matorrales crecidos y altos cardos. Parecía continuar hasta una mancha de árboles que se hundía hacia el este entre las ondulaciones del terreno. Lo seguí a pie. A medida que me acercaba a los árboles aumentaba el zumbido de los insectos y crecían mis esperanzas. Allí había un río, un arroyo más bien, cuyas aguas se embalsaban en las revueltas formando rácanas pozas. Continué por el sendero hasta oír sus voces a través de la espesura ribereña de sauces y zarzas. Blanca estaba sentada en una piedra jugueteando con los pies dentro del agua, el sol se filtraba entre las ramas altas de los chopos y cabrilleaba en el agua entre sus pies. Silvia esta sentada, cubierta de agua hasta los hombros en el centro de la poza. La inquietud se disipó hasta tal punto que me demoré en romper aquel momento hermoso que de alguna forma representaba mis anhelos e ilusiones para este viaje. Por primera vez desde que habíamos salido pude sentir la calma belleza de cuanto me rodeaba y quise que esa sensación pudiera postergarse sino en el tiempo en el recuerdo para acudir a aquella imagen del sol lanzando traviesos destellos sobre los hombros de mi mujer y las dulces piernas de mi hija.

Me acerqué a ellas y las saludé. Atrás habían quedado la rabia y la vergüenza por el episodio del bar, así como la preocupación y la angustia. Ni siquiera me molestó cuando Silvia se puso en pie y sus pechos desnudos surgieron del agua. Se decidieron a venir por que se estaban aburriendo en casa y supusieron que tendría que haber algún río. Un cálido orgullo se me apretaba en los pulmones. Claro que lo había, siempre encuentras algo cuando tienes el espíritu apropiado. Me dejé caer en la poza de espaldas y con los brazos abiertos, exhausto y  encantado. Ellas rieron. El frescor del arroyo terminó de enjuagar mis temores. Comenté que aquello no estaba tan mal. Silvia me dio un beso y blanca se encogió de hombros antes de concentrase en los destellos que bailaban en el agua. Los gritos, aquellos gritos de furiosa histeria punzante, nos arrojaron a todos al abismo de la sórdida miseria que dominaba aquél lugar.

Eran tres chavales, Lalo, otro de su edad y uno más pequeño. Surgieron entre las cañas chillando y lanzándonos piedras. Lalo tenía el pene en la mano que movía indecente arriba y abajo. Dijo: ¡Quítatelo todo, guarra! ¡Sácate la raja! Los otros gritaban: ¡Putones! ¡Guarros! ¡Fuera de aquí, gentuza!... y cosas así mientras se agachaban a coger más piedras. Silvia y la niña se protegieron tras una roca. Las piedras lanzadas caían  a mi alrededor con un ruido sordo seguido de un chapoteo. Estaba estupefacto, durante unos instantes era como si estuviese delirando, no parecía haber ninguna conexión entre lo que estaba ocurriendo y la realidad. Me giré hacia mi mujer y mi hija y pude ver en sus caras la misma expresión de desconcierto que yo debía tener. Esas caras me provocaron una tristeza instantánea y profunda. Por ahí llegó la rabia. Me volví justo a tiempo para apartar de un manotazo una piedra que buscaba mi cabeza. Fui a por ellos. Oí que Silvia me gritaba algo por detrás pero no pude entender lo que decía. Lalo al verme reaccionar se guardo la polla y echó a correr con los otros. Pero antes, entre lo uno y lo otro, se demoró un momento para desafiarme con aquella estúpida sonrisa inquietante. Recuerdo que mis ojos trataban de evitarla y se quedaron fijos en el manchurrón de su chándal a la altura de la ingle. Después emprendió la huida, algo rezagado respecto a los otros. Supongo la visión de determinadas imágenes, las bocas insultando, la lluvia de piedras, las caras de mi familia, la sonrisa de Lalo, la mancha del chándal, activó los resortes de algo que me hizo correr tras ellos, correr como no sabía que podía hacerlo. Les fui ganando terreno, atravesé el zarzal  y ya estaba encima de ellos cuando salieron a campo abierto. Alcancé al pequeño, quise hundirle la cabeza en los cardos pero estaba llorando y eso me confundió. Lo solté y fui a por Lalo pero cuando ya casi lo tenía hizo una finta repentina y se escabulló como una alimaña en los matorrales. De haberlo cogido no sé que hubiera pasado, es poco probable que se hubiera puesto a llorar y seguramente lo habría machacado sin importarme las consecuencias.

La tarde se resistía a claudicar cuando apareció el perrero. Ya casi había terminado de cargar el equipaje y estábamos a punto de salir. Me chistó para llamar mi atención y se acercó dejando a su hijo detrás. El gesto hostil anunciaba un arrebato contenido. Intenté distraer el miedo y recuperar la furia disipada ante lo que pudiera venir. Se detuvo frente a mí y guardo silencio durante unos segundos intolerables, después suspiró como una bestia de carga.

–       Venía a decirle… que después de lo que ha pasado lo mejor es que se vayan. Por lo que veo es lo que están haciendo. Me alegro de que estemos de acuerdo. Se me parece que esto no es lo que ustedes andaban buscando.

–       Puede estar seguro de eso.

–       Este es sitio tranquilo, no es… bueno, no es para gente como ustedes.

Estaba inclinado sobre el maletero colocando una bolsa de viaje. Al oír esto último me giré hacia el perrero y vi la estúpida sonrisa de Lalo por encima de su hombro. Me estaba mirando fijamente con un confiado gesto de desafío mientras se limpiaba la sangre del labio partido con el dorso de la mano. Cerré el maletero de un golpe.

–       ¿Qué es eso de gente como ustedes?

–       Usté ya me entiende…

–       De verdad que no le entiendo.

–       Bueno, mire, vamos a dejarlo. Les he traído su dinero. Ustedes se vuelven por donde han venido y todos contentos.

–       ¿Usted sabe lo que ha ocurrido esta tarde?

–       El chico me ha contando.

–       ¿Le ha contado como nos insultaron mientras nos atacaban con piedras?

En ese momento, se giró severamente hacia su hijo borrando momentáneamente aquella irritante sonrisa.

–       Éste ha llevado lo suyo –dijo volviéndose hacia mi mientras se retorcía las manos.

–       Ah, pues supongo que eso es todo ¿No?

–       Y qué quiere…

–       ¿Que qué quiero? Pues la verdad es que no lo sé. Me dan ganas de…

–       No se ofusque, hágame caso.

–       Que no me… lo que me dan ganas es de pasar por el cuartelillo de la Guardia Civil y poner una denuncia.

–       De poco va a servir, aquí nos conocemos todos.

Mi mujer y mi hija estaban contemplando la escena en silencio desde la puerta.

–       Vámonos ya, Gerardo –dijo Silvia.

Lalo les dedicaba su toda su atención, se pasó la lengua por los dientes amarillos y el labio tumefacto. Su sonrisa era una mueca animal, como de leones oliendo rastros de hembra.

–       De todas formas voy a pasarme, hombre.

–       ¿Y qué cree que van a decir ellos? ¿Eh?

–       Pues hombre, no sé ¿Agresión? ¿Agresión sexual? ¿Exhibicionismo?

Comenzó a ponerse ser nervioso. Sus manos se restregaban con saña la una a la otra haciendo un ruido seco y rasposo. Se sacó el palillo de la boca y me apuntaba con él al hablar.

– ¿Pero ustedes en qué mundo viven? ¿Se cree que puede venir aquí de esa forma? –miró a Silvia – Provocando, poniéndose en pelota picada a alborotar a la chiquillería ¿Y qué quiere que hagan? Me pilla a mí a su edad y pongo la gachona a berrear. Ya está bien de tontunas.

Me obligué a mirarlo a los ojos.

– Oiga ¿Qué esta diciendo, palurdo de mierda?

– Gerardo, vámonos por favor –repitió Silvia angustiada.

– Meteros en la casa.

– Gerardo basta ya.

– ¡He dicho que os metáis en casa!

El palillo grujió en su mano y calló al suelo convertido en un amasijo rechupeteado. Empezaron a llegar curiosos. Mujeres mayores vestidas de negro y otras en chándal, hombres con bastones y bocas recelosas. Se iban congregando a una distancia prudencial, como si no quisieran perturbar el desarrollo de la escena. Cuando aparecía alguien enseguida era informado sobre el desarrollo de los acontecimientos. Ni siquiera bajaban la voz, era como cuando las viejas hablan en el cine. El perrero se acercó aún más.

–       Se está usted poniendo necio –elevó el tono y proyectó la voz como un actor aficionado volviéndose hacia su público -la mujer sacando la pechuga, él tan pancho y ahora se pone flamenco. Será posible, el meapilas… Venga, carretera y manta que todavía se va caliente pa la capital.

Estaba atónito. Silvia cogió las últimas bolsas, cerró la puerta y bajó hasta el coche con Blanca, que arrastraba la mirada y se mordía el labio inferior. Se hizo un silencio. Metió a la niña en el asiento de atrás y cerró la puerta. Me puso la mano en el hombro.

–       Gerardo, nos vamos ya, te lo suplico.

–       Escuche a la madame y no sé gallee. Y hágale más caso hombre de dios, a una hembra así hay que darle jarabe de palo si no se huronan.

El comentario tuvo éxito entre la chusma de ganapanes y provocó carcajadas aviesas. Desde ese momento supe que la imagen de aquel perrero rocoso y atroz me perseguiría durante mucho tiempo. Me gustaría saber cómo podría haber actuado correctamente, lo más inteligente hubiera sido meterme en el coche con mi mujer y salir de allí como alma que lleva el diablo, restándole importancia a todo ¿Qué importa lo que dijera ese animal? ¿Qué importaban las risas melladas de aquella morralla grotesca? Estábamos los tres bien, íbamos a dejar atrás ese lugar infame. En lugar de eso me solté del brazo de mi mujer y fui hacia él sin saber muy bien que hacer. Darle un puñetazo sería como intentar golpear una montaña, era inexpugnable. Lo que hice fue agarrarle de la camisa mientras acercaba mi cara a la suya y usar toda mi furia para decir:

–       ¡Cómo vuelva a hablar así de familia…!

No sabía como terminar la frase pero de todas formas no habría tenido tiempo. Me enganchó del cuello con su enorme mano y apretó lo suficiente como para desintegrar cualquier asomo de palabra. Inmediatamente sentí la uña terrible clavándose bajo la mandíbula, en la parte delicada de los ganglios. Esa debía de ser una de sus utilidades. Tensé los músculos del cuello hasta sus límites y entonces se aflojaron rendidos ante la evidencia. Extrañamente me acordé de que tenia que poner presión a las ruedas del coche. Ya no sé que más pasó. Supongo que la falta de oxígeno hizo que me desmayara. Tengo que suponer que el perrero algo asustado por el desfallecimiento  relajó la presión hasta soltarme. Y también supongo que de algún modo Silvia, mi último recuerdo, ya en la nebulosa de la inconsciencia, la sitúa gritando desesperada y arañando y mordiendo el brazo del perrero, consiguió sacarnos de allí.

Paramos en una gasolinera que estaba junto a la central nuclear. Metí la cabeza bajo el grifo y al levantar la mirada hasta el espejo observé la señal de la uña y el rastro del estrangulamiento, unas nubecillas coloradas salpicando el cuello y la garganta. Tenía los ojos irritados y vidriosos, sostenidos débilmente por bolsas de piel apergaminada. La carne de los pómulos parecía a punto de desplomarse. Mi cabello estaba tachonado de canas en las que antes no me había fijado, o no mucho. La expresión de la cara tenía la debilidad miserable de una colilla pisoteada. Puse aire en las ruedas.

Nadie habló durante el viaje de vuelta. Hubiera querido animarlas, quizás bromear un poco sobre el asunto y quitarle importancia, pero miré el desaliento de sus cabezas apoyadas en las ventanillas y decidí prolongar el silencio. No había nada que decir ni lo habría nunca.