LA MUJER DESNUDA

655-desnuda-sobre-arenaLos pies descalzos que se aferraban a la áspera superficie de las moles de arenisca , las manos tanteando asideros mientras evitan las grietas profundas que refugian cangrejos morunos y otras cosas inciertas huidas de la luz. Paco subía y bajaba entre las rocas ardientes imaginándose un renegado con la barba crecida, imaginándose un explorador y a veces un animal. El sol se concentraba en su espalda como si no hubiera nadie más en el mundo. Atravesando formaciones rocosas, desperdigadas por la playa como restos de explosiones añosas; codiciando el momento de lanzarse al mar y la sensación que tendría en el aire, el descontrol, la fuerza de lo inevitable que le subiría desde la barriga ensanchándose en los pulmones cuando estuviese colgado del vacío justo antes de caer. Los saltaderos eran unas rocas altas que se levantaban sobre el mar siguiendo la playa hacia levante. Lo habían encontrado en una de sus expediciones en busca de nuevos lugares para bucear. Los mayores decían que la pesca submarina en la playa de los apartamentos era poca cosa y que si uno quería hacer captura había que ir a levante, a las calas apretadas donde el oleaje desanimaba a los domingueros que descastaban la playa abierta pescando todo el verano y cogiendo los pulpos chicos. Los saltaderos supusieron un gran descubrimiento. La primera vez que fueron se olvidaron de bucear al ver aquellos peñones que se asomaban al mar y desde donde podían zambullirse siempre que la marea estuviese lo suficientemente alta. Se pasaron horas tirándose, chicos y chicas, mayores y pequeños, había alturas para todos. Algunos saltos eran tan temerarios que sólo unos pocos se atrevían, los de siempre, Nacho, Juanjo y Paco sobre todo, y Fernandito que era de los pequeños pero también de los mejores en las pruebas deportivas de carrera, salto, coger olas; y Jandri que miraba a su hermano Paco hacerlo y se veía obligado a igualarse. El reto no consistía sólo en saltar, era el tipo de salto. Había que lanzarse de un modo que produjese admiración, o cuando menos, carcajadas al estallar contra el agua tras tremendo escorzo. Nacho y Paco competían por realizar los saltos más sofisticados, mortales hacia delante y atrás o el salto del ángel, sabiéndose con la vista puesta en ellos, picados ante los comentarios que suscitaban.

Cruzado el cabo  junto a las ruinas de la torre, brincó desde la roca a la pequeña cala que precedía a los saltaderos. Cayó en la arena apoyándose con pies y manos, y al levantar la cabeza vio a una pareja de mujeres que dieron un respigo. Estaban tendidas boca arriba a poco menos de un metro de donde él había caído, probablemente dormidas, y no llevaban ninguna clase de ropa. Paco se quedó paralizado unos instantes que le parecieron larguísimos. Una de ellas emitió una protesta y se dio la vuelta para seguir durmiendo pero la otra se quedó observando a Paco con gesto soñoliento, tumbada con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, apoyándose en los codos y con las piernas abiertas lo suficientemente. Paco sintió la turbación ensanchándole el pecho, trepando hasta agolparse en la garganta y más arriba. Era incredulidad, vergüenza y miedo, y una especie de oscuro regocijo; todo junto, sin estructura, revuelto como un amasijo de lombrices.  Sabía lo que era el sexo y el aspecto que tenían las mujeres al natural; con los amigos se hablaba de eso muchas veces, con las chicas, que se enfadaban y les insultaban, hablar de guarradas siempre les hacía reír. Había visto revistas, sabía que había películas que no se podían ver… Pero aquello era demasiado real, una fantasía en crudo, y Paco no sabía lo que le estaba pasando, sólo sentía sin saber nada; saber era un misterio como lo era el hecho de encontrarse allí, con las manos ardiéndole sobre la arena y paralizado delante de dos mujeres desnudas. La que estaba despierta se incorporó saludándole con una  suave sonrisa y eso activó un click interno en el chico que hizo que se pusiera en pie como un resorte encaminándose hacia los peñascos. Mejor no correr porque no quería que la mujer pensara que tenía miedo pero se dio cuenta de que caminaba muy rápido. Recompuesto por la distancia, se fue ralentizando . A medida que se alejaba, que el alivio hacia fluir la sangre que se había agolpado en su cabeza, también le iba invadiendo una tristeza liviana y sedosa, por lo efímero del momento, por la turbación que se disipaba a cada paso. Tuvo que volver la cabeza, pero ella  continuaba mirándole y la turbación le envolvió de nuevo. Mientras andaba trató de sumergirse en su imaginario y reanudar la historia del rebelde perseguido que huye por el desierto o el explorador obsesionado con encontrar un paso entre las montañas, pero de repente eso parecía ridículo. Cuando llegó a la zona de rocas y farallones que formaban los saltaderos, eligió el lugar más alto para lanzarse. Allí asomado, la brisa se le apretaba fría secando el sudor de las sienes y endureciéndole la carne. La marea estaba baja y por tanto la altura le pareció mayor. Era como estar a las puertas de otro mundo, la caída sería el tránsito. Se preguntó si la mujer desnuda estaría observando, pero al mirar hacia la calita comprendió que desde su posición no alcanzaba ver más que la arena de la orilla, y que las rocas ocultaban a las mujeres. Se obligó a concentrarse en el salto, calculó el impulso para caer justo donde se formaba un claro entre las rocas sumergidas. Cuando la ola se retiraba casi dejaba al descubierto aquellas piedras oscuras engalanadas con las espinas negras de los erizos. Tomó una bocanada de aire salobre y se sincronizó con la llegada de la enésima ola. Al levantar los talones, sus dedos se clavaron un poco más en superficie cortante de la roca cuajada de ojos de mar. El dolor le ayudó a decidirse. No había vuelta atrás. Sus pies aliviados surcaron el cielo buscando la vertical y traspasaron el agua en último lugar. Tras apuñalar el mar, sus manos encontraron la arena y recogió dos puñados que se le iban escapando a media que ascendía. Emergió, y al mirar hacia arriba, pensó que la altura desde la que había saltado no era gran cosa. La arena que había en sus puños ya era apenas nada, un par de montoncitos que se escurrieron al abrir las palmas. Volvió a subir escalando la áspera superficie cortante y llegó hasta arriba. Ahora iba a realizar un salto más complejo, una prueba de su coraje. En la plataforma rocosa, giró la cabeza en todas direcciones sin ver a nadie. Se situó de espaldas al mar y miró por encima del hombro varias veces para fijar el punto exacto de la caída. Sintió un escalofrío. Los pezones tiesos, escocidos de sal. De nuevo aquella brisa hostigándole, buscando un hueco por el que  introducirse. Cerró los ojos y trató de aislarse. En el último instante antes de  impulsarse sus pies no obedecieron y se aferraron a la roca. Se balanceó equilibrándose con los brazos y, una vez recuperado el control de su cuerpo, suspiró dejando escapar una porción de pánico. Finalmente, decidió darse la vuelta, sus pies giraron y enfrentó el vacío de cara al mar, lanzándose de cabeza otra vez. Para qué arriesgar, los saltos perdían gran parte de su atractivo sin un público ávido de proezas.

El antebrazo sobre los ojos le procuraba la falsa intimidad de lo negro. Cuando lo retiraba, el naranja abrasivo inundaba sus párpados cerrados bajo el sol incontenible. Unos instantes tumbado en la arena y su piel se había secado, ahora comenzaba a arder de nuevo. Pensó en lo cerca que estaba de las mujeres, apenas separados por una barrera de rocas que dividía ambas calas descendiendo en altura a medida que se derramaban en la orilla. No podía quitarse de la cabeza la idea de las mujeres desnudas, sus labios esculpieron la frase <<bañadas por el sol>> y se sorprendió de la ocurrencia ¿De dónde habría sacado eso? Se preguntó si sus cuerpos también brillarían por el sudor como su piel ahora. Pensó que eso las haría reales. Cuando se encontró con ellas no tuvo tiempo de fijarse en detalles, los detalles que ahora su mente rastreaba para reconstruir la escena; pero las imágenes no eran nítidas, la memoria no conseguía aislar las partes del todo y una opacidad indefinida velaba aquella escena extraordinaria. Aun así hubo de darse la vuelta y tumbarse boca abajo para secretear la evidencia. El peso de su cuerpo le procuraba una presión deliciosa y envolvente que establecía las conexiones ocultas de su interior, suaves descargas de cálida pirotecnia. Lo que se gestaba en su mente no era una composición construida en base a detalles anatómicos, se trataba más bien de un episodio de estructura dislocada en la que él, un aventurero salta rocas de bañador azul compartía escenario con dos mujeres que tomaban el sol desnudas. Su súbita aparición había profanado la intimidad de éstas, pero al contrario de lo que dictaba lógica del muchacho, ellas no se habían inmutado, más aun, parecían de lo más relajadas ¡Cómo si aquello de estar desnudo fuese normal! Era él con sus aventurillas imaginadas y su bañador azul el que parecía ser el elemento discordante. No tenía sentido. Incluso una de ellas le había sonreído y le había dicho hola como si tal cosa. Tenía que ser algo maligno, deliciosamente maligno. ¿Cuáles eran sus pretensiones? ¿Para qué hacían eso? ¿Por qué no les daba vergüenza? ¿Quiénes eran allí desnudas?  ¡Desnudas! ¡Qué querían!

Los rayos de sol cabrilleando la perpendicular de la orilla entre las intermitencias menudas de las olas. Los pies que se detienen y las rodillas se flexionan, una mano rebuscando entre la arena. La mujer desnuda recolectaba pequeños tesoros y miniaturas fósiles de colores perlados cuando observó la figura de un chiquillo tumbado boca abajo; inmerso en una danza repetitiva, las manos aferrándose a la arena, la pelvis reptante. Supo que era el muchacho que hace un rato casi les había caído encima a ella y a su amiga, y le observaba fascinada por el raro privilegio de estar ante algo de una torpe pureza primitiva, tan dulce y elemental que tuvo que llevarse la mano a la boca para ahogar la risa traviesa. Se dijo que debería marcharse y no perturbar con su presencia tan íntima ceremonia, pero el muchacho se elevó sobre sus brazos arqueando la espalda y comenzó a clavar y restregarse de un modo tan rudo y compulsivo que ella pensó que iba a hacerse daño. En cuclillas sobre la arena oscura de la orilla se debatía entre la sigilosa retirada y la maliciosa curiosidad que le impedía moverse. La ternura viajaba desde su mirada azulada hasta casi acariciar la tensión arqueada en el espinazo del chico. El tiempo se detuvo unos instantes hasta que volvió a ponerse en marcha, sin piedad. Un sobresalto que ella sintió como una cuchilla remontando desde el interior de su pecho hasta sus oídos.

– ¡Carol! ¡Carol, nos vamos o qué, chica! ¡Venga yo ya estoy lista!

Carol se puso en pie de un salto y Paco se giró como un lagarto, los ojos ciegos de luz, acuciados por la necesidad de saber. Carol tuvo tiempo de ver el magro cuerpo del muchacho electrificado por la alarma, la cara cubierta por el brazo haciendo de parasol y que ella imaginaba descompuesta, también la rigidez despuntando el bañador como una amonestación velada.

– ¿Pero qué pasa? ¿Se puede saber qué haces?

Está vez sonó más cerca. Carol, azorada por la voz de su amiga se apresuró a salir a su encuentro llevada por la urgencia de atenuar los efectos de su intromisión. La vista de Paco se aclaró lo suficiente para que sus miradas coincidiesen un instante cómplices, bañadas en la misma vergüenza, justo antes de la carrera de la mujer desnuda  hasta desparecer entre las rocas que dividían ambas calas.

El devenir de la realidad quedó envuelto en una nebulosa  que enturbiaba el pensamiento. Voces y chisteos al otro lado, retozando en la demora y que no quedaron definitivamente ahogados hasta que el muchacho clavó cabeza en las rodillas y sus manos cubrieron las orejas, todo él ovillado alrededor de su centro aun palpitante. Ahí dentro, en lo oscuro, fue poco a poco sosegándose, derritiendo su desconcierto bajo la laxitud de la tarde mustia que amarilleaba azuzando los brillos de nácar de la playa.

SANATORIO DE ZORROS

zorro3Sus párpados temblando ligeramente. Una vibración casi imperceptible. Una intuición allí detrás, los ojos nunca duermen.

Lo dejé todo preparado la noche anterior después de que ella se fuera a la cama, tampoco había mucho que preparar. De madrugada, me vestí rápido y fui al baño a lavarme un poco la cara y lo demás. Observé mi imagen en el espejo y sonreí, era un desafío, un guantazo sin venir a cuento. Que se joda la tristeza.

A saber el tiempo que estuve allí contemplándola. Aquella agitación casi imperceptible de los párpados, la respiración inquieta de animalillo, los ruiditos del cuerpo arrebujándose. Su presencia dormida me observaba también a mí. Con cada inspiración una angustia en miniatura, un reproche latente aceptado al exhalar. Dentro y fuera, arriba y abajo, todo suave, reducido, sonidos de cachorro. Una ligera alteración en la boca, semiabierta, las tiernas manos desmayadas. Así parece ser todo, sube un poco y vuelve a caer, burbujillas que explotan.

La vi. pasar a través del ventanal del bar, pulpería El Tremendo, el nombre era lo mejor, a veces eso es suficiente. Uno gira la cabeza llamado por un qué sé yo y ve algo que brilla por encima de todo lo demás. Una mujer, una ráfaga de mujer que pasa por la calle y levanta las hojas muertas. Su cabello rizado atravesó el otoño de la cristalera de lado a lado. Duró un segundo o dos. Un impulso me hizo asomarme a la calle para ver como se alejaba. Las hojas quedaron bailando a su paso, insufladas por una efímera descarga de vida propiciada por la música de sus pasos. Todo volvió a apagarse cuando desapareció, dobló la esquina como un gato que está y ya no está.

Yo trabajaba en el astillero limpiando los cascos de veleros y otras embarcaciones deportivas que traían a pasar revisión. Un trabajo que requería su buena ración de flema y resignación, el caracolillo y la mierda verde no desaparecen así como así; de hecho yo nunca lo vi desaparecer, no con los medios que allí disponían, cuatro estropajos y agua a presión. Después de unas horas, la cuestión era ¿Estoy haciendo algo? ¿Hay menos mierda? ¿Lo hago mal? Era difícil saberlo porque siempre quedaba mierda. Entonces aprendí a buscar consuelo en ese compartimento mental en el que uno puede cerrar los ojos y relajarse, el confortable agujero al que se accede mediante una simple pregunta retórica con la que se siente uno tentado a identificar todos los aspectos de la existencia ¿Qué más da? Pues eso, un trabajo consistente en fregotear y pasar la manguera una y otra vez hasta que alguien dice <<así ya vale>>. Después del trabajo siempre iba al Tremendo, se podía beber un clarete aprovechable y leer la prensa deportiva sumergido en el displicente costumbrismo de los bares de siempre. Ella pasó, y al día siguiente no leí más que los titulares, por miedo a enredarme en la estupidez de los artículos, otras veces tan socorrida. Pasaba las hojas del Marca de atrás adelante y vuelta a empezar mientras la mirada se me iba a la vidriera churretosa una y otra vez. Lena apareció a la misma hora que el día anterior y esta vez se volvió a mirar, estaba claro que lo que quería ver era su reflejo en el cristal ¿Una coquetería? Probablemente, desde la calle el cristal churretoso se habría convertido en un espejo, pero la imagen que el espejo le devolvía llegaba a través de mí, yo era el espejo. El destello de un algo diferente en el reflejo de su imagen la hizo detenerse un instante y sonreír. A partir de entonces me quedaba sentado fuera, siempre a la misma hora, en una banqueta que había en la fachada de El Tremendo. Fumaba un cigarrillo esperándola. El primer día no me miró, el segundo tampoco, el tercero sí pero yo a ella no, fue un desquite. Me convertí en una presencia habitual, un objeto más en su rutina de vuelta a casa, el cartel de se alquila, el limpia cristales de la zapatería, la tienda de golosinas, la acacia deshojada, el cartonero del supermercado y el tío que fuma pitillos en la banqueta del Tremendo. A fuerza de esperarla se creó una intimidad tan puntual como efímera. Cada día un instante de rutinas solapadas. Empezamos a comunicarnos, yo arqueaba las cejas y ella sonreía. La boca esculpiendo un tímido hola. Hasta que me  decidí a hablar.

–          Tengo fuego, si algún día quieres.

–          Gracias, yo también tengo.

–          Eso se ve a la legua, chuchería.

Su cara dijo ¿Eh? Pero de sus labios no salio ningún sonido. Sacudió la cabeza brevemente alejando aquella memez antes de ponerse en marcha. Hay ocurrencias que no están hechas para vivir a la intemperie.

Continué con el levantamiento de cejas y algún <<qué hay>> todo lo más, hasta que un día se detuvo frente a mí y dijo <<¿Me das fuego?>>.

Prendió la llama. La cama estaba siempre deshecha, vasos manchados de vino, la ropa por el suelo, velas encendidas en las esquinas de la bañera. Hicimos un viaje por carretera, dijo que teníamos que probar la carretera, juntos. Recorrimos la meseta secando los huesos en la otoñada esteparia de rojos, naranjas y ocres. Éramos fuego abrasando el fuego, devorando pasado y futuro, más rápidos que el tiempo, fundiendo ruedas y cronómetros. Sólo carreteras locales y comarcales, las amarillas y verdes de los mapas, las que son como las venillas de la nariz. Nos detuvimos en un campo de hierba parda y rastrojos a las afueras de Ramiro. Me alejé un poco para  mear en el tronco de un chopo de suaves tonos amarillos, al volver, Lena había sintonizado una canción de Steely Dan y estaba allí mirándome con enormes ojos exultantes. Tendimos una manta de sofá en la llanura rastrojera e hicimos el amor bajo el sol de media tarde e inmóviles nubes rezagadas, pinchándonos el culo con las pajas duras del barbecho que creaban relieves escarpados en los cuadros de la manta.  Después nos quedamos tendidos, arropados por el manto bermejo de los campos y el zureo de las palomas, dejando escapar el día. Me contó la historia de un zorro herido que había recogido siendo niña, un animal moribundo, desesperado y cerril que había quedado atrapado en un lazo para alimañas y tiraba dentelladas erráticas quien sabe si para escapar o devorarse a sí mismo. Estuvo semanas alimentándole y curando sus heridas.

–          Era un zorro joven y pensé que quizás se recuperaría. Lo llevé a la cuadra que ya sólo utilizábamos para guardar la herramienta y los trastos viejos. Estuve semanas curando sus heridas. Al principio tenía que ponerme guantes de trabajo porque no me dejaba acercarme, pero pronto se dio cuenta de que estaba demasiado débil y aquellos arrebatos eran inútiles. Yo creo que su instinto le dijo algo así como <<déjala que te mate si quiere>>, llega un momento que piensas <<¿Qué más da?>> ¿Entiendes lo que quiero decir?

–           Más o menos, sigue.

–          Fue recuperando las fuerzas poco a poco, y a medida que las recuperaba me iba teniendo más confianza. Pasó de esconderse en el hueco del lavadero cuando yo aparecía a ponerse a dar vueltas a mi alrededor y comer de la mano.

–          Como un perrillo.

–          Cuerpo de perro y alma de gato, un animal agreste, hermoso e imprevisible.

–          ¿Y qué paso?

–          Pues que se fue recuperando y después de estar con él en la cuadra me seguía hasta la puerta, y sabía que no podría tenerlo allí mucho más tiempo pero también que no estaba bien del todo y temía que si se iba no tendría muchas posibilidades.

–          El dilema.

–          No duró mucho. Me convencí de que era mejor dejarle seguir sus instintos. Él ya sabía que conmigo tenía el refugio y la comida asegurada, si decidía que podía prescindir de aquello y seguir la llamada del monte es que así debía ser.

–          Un pensamiento muy maduro para una niña.

–          Bueno, cuando te crías en el campo te vas acostumbrando sobrellevar los aspectos más crudos y ásperos de la naturaleza ¿Tú no te has criado en el campo?

–          Soy una rata de ciudad.

–          No digas eso, tonto, eso no hace a nadie mejor ni peor.

–          El zorro.

–          Sí, pues eso, que decidí abrirle al puerta de la cuadra y dejar que él decidiera. Se quedó bastante tiempo ahí asomado sin decidirse a abandonar la cuadra hasta que tras mucho olisquear y mirar a un lado y a otro, de pronto estuvo fuera y se paró mirándome con una expresión extrañada, como si no esperase que la oportunidad de decidir volviera nunca a presentársele.

–          ¿Y qué paso?

–          Pues que se puso a pendonear por todo el prado yendo de un sitio a otro con esos andares apresurados y recelosos, y yo fui dando un paseo para observarle y él me buscaba con la mirada, como si no quisiera perderme de vista. Me tumbé en la hierba y después de un rato se acercó y se tendió a mi lado.

–          ¿No se iba?

–          No, se quedó allí hasta que me levanté y me dirigí a la cuadra con el zorro trotando detrás de mí.

–          Lo habías domesticado.

–          Que va, no se puede domesticar a un zorro. Estuvo en la cuadra unos días más. Unos días maravillosos en los que dábamos largos paseos y el zorro tuvo la oportunidad de ir recordando sus querencias. Yo me veía a mi misma como una niña muy afortunada por tener esa relación con el zorro.

–          Pero se fue.

–          Sí, se fue. Cada vez le costaba más volver y yo veía que una fuerza muy profunda tiraba de él y que en sus ojos había un afilado misterio que lo situaba a una distancia imposible, aunque estuviera a tumbado a mi lado dejándose acariciar el lomo.

–          ¿Y se fue?

–          Claro.

–          ¿Cómo?

–          Así sin más, se internó en la maleza y se fue.

–          Estaba curado.

–          Sí, estaba curado.

No tardé mucho en mudarme a su piso, un sitio cálido desde donde daba gusto acercarse a la ventana a ver llover. Lena era independiente, su vida estaba bien remachada, tenía trabajo, tenía casa y tenía esa sonrisa que era un despacho de sol y vitaminas. Lena sabía entender la vida, encontraba senderos y pasos que le permitían moverse en la espesura de lo emocional con una clarividencia inédita. Su comprensión del laberinto de contradicciones e incoherencias de lo humano la llevaba a habitar en un plano superior. Ella conseguía volar donde los demás se arrastran.

Me llevó a su casa, como digo. Me dio todo su amor que no se terminaba nunca. Me dijo que yo era especial, cuando alguien como ella te dice eso te lo crees. Le mostré mi carpeta de asuntos, mis cuadernos, las cosas que había escrito. Se sintió conmovida y creyó ver en mí una criatura que podía ser rescatada, un  talento soterrado que había de desarrollarse y eclosionar. Y puso todos los medios para ello. Me ofreció un mundo de confort, el escritorio, el carnet de la biblioteca, la ventana desde la que daba gusto ver llover, el silencioso mullir de la pisada alfombrada, una nevera llena, filetes, el lujo de los zumos en el desayuno… Dijo que yo no pintaba nada limpiando barcos, que ya no tenía que hacer ese trabajo ni ninguna otra mierda. Dijo que yo tenía una ocasión para ser lo que yo quisiera ser, sin presiones, que lo intentara.

No cuesta mucho habituarse a una situación así cuando uno llega arrastrando los pies, derrengado y exhausto por la soledad, la carencia y la insidiosa amenaza de las sombras que habitan el corazón.  Yo era una de esas hojas resucitadas que se arremolinan bailando a sus pies, pero hasta cuando… maldita mierda si me importaba… Fuimos a una fiesta de personas, personas sonrientes e ingeniosas, con trabajos, con vocaciones e inquietudes, personas sanas que yo no sabía que existían. Alguien me preguntó a que me dedicaba y contesté con una vaguedad recurrente tipo <<esto y aquello>> pero Lena les dijo que yo era escritor, y nadie puso cara rara, se limitaron a mostrar un sincero y cuidadoso interés por el tipo de cosas que escribía y mis expectativas. Yo me iba inventado un rollo que cada vez sonaba más creíble, incluso para mí. Me sentía como un escritor. Lena me compró una chaqueta que parecía de escritor. Me apunté a un par de cursos avanzados de escritura, iba a conferencias y simposios. Escribía por las mañanas, leí un buen montón de libros. Me metí en ello a fondo. Llegue a publicar unos relatos en un par de revistas literarias. Me salió una barriga de escritor amancebado. Lena me daba todo su amor que no se acababa nunca. Me encantaba ver llover desde la ventana, ahora eran otros los que se mojaban.

La claridad aún retraída del día renovado comenzaba a filtrarse en tímidos haces a través de la persiana de la habitación, la cama crujió suavemente bajo su peso liviano. Lena comenzó a removerse, la respiración se agitó como si algo perturbase su sueño adorable. Quedó de costado, encogida sobre sí misma, quizás buscando el calor huido del hueco que yo había dejado. Nunca supe como devolverle todo lo que ella me daba. Puede que sea cierto que algunas personas han nacido para amar mientras otras sólo sirven para ser amadas, y otras ni lo uno ni lo otro. Podría haber estado allí una eternidad, agazapado en la penumbra del marco de la puerta, recordando cada una de sus caricias, cada tarde que sus manos se prendían de mis sienes masajeando mi dolor y serenando las frustraciones, el odio y la apatía que yo había acumulado tras años de errar por los sumideros del resentimiento, la incoherencia y el cinismo. Ella no pudo curarme  de todos aquellos males pero me enseñó a amansarlos, me mostró la forma de llevar la carga, aligeró aquel peso que me sepultaba. Lo único que no había podido aliviar era la culpa infinita por no poder darle más a cambio, con ella no había forma de corresponder a igual medida, ella volaba por donde los demás nos arrastramos <<No esperes que un zorro te coma a besos, eso no puede hacerlo, será suficiente si confía y deja que lo acaricies un rato>>.

Me fui para siempre. La dejé allí dormida, con el misterio insondable agitándose bajo los suaves párpados. La cosa más bonita que jamás he visto.

–          ¿Y no echas de menos al zorro ese?

–          No ¿Por qué?

–          No sé, después de haberlo cuidado y que se fuera así sin más…

–          Ja, ja ¿Y crees que un zorro puede decir adiós o detenerse a explicar las razones por las que tiene que marcharse?

–          ¿Y nunca volvió?

–          No lo sé, no creo. Aunque de cuando en cuando sorprendía  a un zorro cruzando el prado o te enterabas que a un vecino le habían matado las gallinas, me gustaba pensar que podía tratarse de él.

–          ¿Te gustaba pensar que tu zorro mataba las gallinas?

–          Mi zorro hace lo que tiene que hacer.