UN DESTINO MEJOR

anciano–       Fue un bastonazo.

–       Ya veo…

–       Lleva siempre ese bastón, tiene una cabeza de pato en la empuñadura, digo yo que será un pato. Un pato o algo así. Podía haberme sacado el ojo con el pico.

–       ¿Le había pegado antes?

–       Bueno, él a veces se pone de un humor de perros, bebe, y siempre anda amenazando con el bastón, golpeando el suelo y los muebles. Se solía poner agresivo y alguna vez se le escapaba un golpe, pero no como esto.

La gorda volvió a señalarse el ojo morado igual que cuando entró al despacho. Rosi inclinó la cabeza afirmativamente y guardó silencio instándola a que continuase.

–       Ya no aguanto más y por eso he  venido a decírselo. Que ese hombre necesita ayuda, que no puede valerse solo. Que yo he estado años cuidándole pero que ya no puedo seguir. Se ha convertido en un hombre incontrolable y no quiero tener más disgustos.

–       ¿Y dice que no es familiar suyo?

–       No, yo le alquilé la casa donde vive y después me dio lástima, un hombre así tan mayor, enfermo y completamente solo…

Rosi le pidió la dirección, terminó de rellenar la ficha. Después le dijo que irían a visitarlo.

Todo eran curvas en aquella carretera que ascendía hasta la aldea. Rosi observaba la naturaleza infecciosa abalanzándose sobre el asfalto mal peraltado y agujereado aquí y allá. La impresión era la misma en  todas las aldeas y pueblos que colgaban sobre el valle. Desde que las minas cerraron la naturaleza iba recuperando terreno, se cernía sobre las estructuras humanas cubriéndolas poco a poco con un lento y siniestro abrazo. Rosi se alegró de estar allí. Mejor yendo a la sierra a visitar a un viejo borracho que en los servicios sociales de la ciudad donde cada día debía enfrentarse a las truculentas aberraciones de la humanidad. Era un viejo borracho con un bastón de cabeza de pato que de cuando en cuando sacaba a pasear, poca cosa en comparación con lo acostumbrado: la chica a la que su novio había arrancado los ojos, la adolescente violada y preñada por padre y hermanos, las sangrientas venganzas entre familias mercheras, todo eso y más.  Desde que le concedieron el traslado se sentía renovada, tenía la impresión de que en las zonas rurales su labor lograba una incidencia más directa en la gente, de que lo que hacía servía realmente para algo. Además, allí las personas tenían un trato diferente, más áspero y ceñudo pero investido de humildad y un antiguo respeto casi reverencial por las instituciones públicas que ella creía ya extinto. Se trataba de gente habituada a solucionar sus propios problemas, cuando acudían en busca de ayuda era porque realmente la necesitaban, allí no se iba a encontrar a un gitano vacilón cargado de collares y sortijas diciendo <<Vengo a que me deis el dinero ese que dan por no hacer nada>>.

Cuando salió del coche unos perros ociosos que estaban tumbados frente a la cuadra se acercaron a olisquearla. Vio a una señora entre las tinieblas de una puerta y no supo si se asomaba o se escondía. Le preguntó por la casa del señor Abilio. La señora le indicó cual era y Rosi llamó con los nudillos, cuatro toques secos.

–       Llame, llame fuerte que si no, no abre.

Lo llamó por su nombre y repitió los cuatro toques. La señora salió de la puerta y llegó hasta ella caminando trabajosamente sobre sus pantorrillas hinchadas ayudándose de una cachava.

–       ¡ABILIOOO, Abilio que han venido a verloOO!

Rosi se sorprendió de que una voz tan amplia y poderosa pudiera surgir del menudo cuerpo de aquella señora que ahora golpeaba la puerta con acostumbrada violencia haciendo uso de la cachava. No hubo respuesta.

–       A lo mejor ha salido…

–       No, no, no ha salido, no. Lo que pasa es que no querrá abrir.

La señora reanudó la llamada redoblando la intensidad de gritos y golpes. Los perros se pusieron a ladrar. Rosi se sintió incómoda, miraba hacia los lados esperando alguna reacción aparte de ladridos y gimoteos cuando vio a un anciano retorcido sobre su bastón que la escudriñaba fijamente, los ojillos excavados en el rostro arcaico, la nariz colorada y con forma de gancho.

–       Hay ahí un señor que…

–       Na, ese es el Remigio, no le eche cuenta.

El Remigio la observaba a ella, no la situación, a ella; con el descaro de un pájaro.

–       Ya era hora de que vinieran –dijo la señora –lo que está pasando aquí es muy gordo, pero muy gordo.

Oyeron dentro unos pasos arrastrados y la señora se retiró. Rosi estaba mirando como se iba cuando se abrió la puerta. Se volvió y vio el bastón y el viejo encorvado que lo portaba mirando con aire ausente. Le explicó quien era y el motivo de la visita, el viejo parecía entenderla. La hizo pasar a través de la penumbra de un corredor estrecho donde sus pies tropezaban con una aglomeración de bolsas y objetos y partes de objetos. El viejo avanzaba calmoso bajo el aire viciado de la casa arrastrando la bolsa de orines que colgaba de su vientre y barría la suciedad del suelo. Llegaron hasta una pequeña sala calamitosa donde el viejo se dejó caer sobre el sillón  apolillado, tachonado de quemaduras y roedurías. Se quedó allí mirando la nada y carraspeando. Rosi observó las paredes ennegrecidas de la habitación, la acumulación de ropas viejas y materiales de desecho. Junto al sillón había una estufa con la portezuela abierta en cuyo interior se habían formado grumos y pegotes informes. El viejo sacó un poco de relleno del sillón, lo envolvió con un par de hojas de periódico e hizo una bola que prendió y arrojó a la estufa. Rosi fue hasta la ventana y la abrió. Aquello comenzó a arder y un humo negro de plástico inundaba la estancia.

–       ¿No sería mejor ventilar un poco? El ambiente está un poco cargado.

–       Si va a abrir la ventana no sé para qué estoy tizando la estufa.

–       Bueno, es mejor renovar el aire y que se ventile un poco la habitación ¿No cree?

–       Aire limpio el de la majada –dijo el viejo mientras se encendía un trozo de puro que guardaba en el bolsillo de la camisa.

Rosi se situó frente a él y miró alrededor.

–       ¿Por qué acumula todo esto?

–       Todo el qué.

–       Toda esta… basura…

–       No es basura, me sirve de combustible.

–       Si, pero…

–       Antes estaba más ordenado, cuando venía la Vitila.

–       ¿Hace mucho que no viene?

–       No sé. Antes había orden, es trabajo de mujeres.

Buscó algo para sentarse y encontró una caja de botellines.

–       ¿En qué trabajaba usted?

–       En qué va a ser, en la mina…

–       ¿Recibe usted una paga?

–       Ahí, en el cajón –el viejo señaló una vieja cómoda junto a la ventana.

Rosi estuvo un rato rebuscando entre los papeles. Encontró un extracto bancario reciente, el dinero ingresado era una prejubilación de la mina. Era bastante más de lo que ella cobraba. Después encontró otro extracto en el que se indicaba un pago por el alquiler, el resto había sido extraído. Aparecieron más extractos de otros meses, y en todos ellos se repetía el mismo procedimiento.

–       ¿Tiene usted el dinero en casa?

–       Para mis gastos.

–       Pero aquí dice…

–       La Vitila se ocupa de todo, ella me acompaña al banco y yo hago el borrón.

Rosi siguió rebuscando.

–       Aquí dice que es usted diabético…

–       Pues si ahí lo dice…

–       ¿Pero se pone la insulina?

–       A ver si no.

–       ¿Todos los días?

–       Cuando me acuerdo, antes venía la Vitila.

Se acercó hasta él. Tenía la piel de la cara apergaminada y macilenta, amarilleando más bajo de los ojos glaucos, en la garganta y alrededor de la boca. Vio una caja de jeringas  en la mesita baja junto al sillón y debajo, tiradas en el suelo, las ampollas de insulina salidas de su caja, algunas estaban rotas o pisadas. Rosi cargó una jeringuilla nueva.

–       ¿Se ha pinchado hoy?

–       Eso la Vitila.

Le subió la camisa y contempló su pálido e hinchado vientre cuajado de picaduras. Mientras pellizcaba la gruesa capa de grasa y se concentraba en mantener el pulso sintió la mano nudosa trepando y pellizcando el vaquero entre sus muslos. Aguantó la sacudida para no herirle el brazo y soportó la mano posándose en su vulva y recorriéndole el culo. Hubo de aguantar la respiración para no tragar el humo tardo y espeso del cigarro a escasos centímetros de su cara. Cuando el émbolo de la jeringa llegó hasta el final se apartó de él y le  señaló gravemente.

–       No quiero que vuelva a hacer eso ¿Lo ha entendido?

El viejo frunció una sonrisa invertida y su mano se asió con fuerza a la cabeza de pato del bastón. Trató de incorporarse pero Rosi, con una leve presión lo empujó de vuelta al sillón.

–       Si se pone la ropa apretada y se me echa encima ¿Qué quiere?… A la Vitila no le importaba, no se reía poco…

–       A mí sí me importa.

–       Pensaba que a las chicas de modernas…

–       Yo no soy tan moderna.

Se alejó de él un par de pasos, giró sobre si misma, le dio la espalda y después se volvió a mirarle.

–       ¿Le importa que le eche un vistazo a la casa?

El viejo levantó la mano y se echó hacia atrás con desgana hundiéndose en el sillón. Ella entró en una habitación cerrada.

–       ¡Que no se escape el gato!

Rosi entornó un poco la puerta y esperó a que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra. Sintió el olor y después una presencia rondándole los tobillos. Al subir la persiana y vio al gato, un gato negro común, tumbado ahora a sus pies, girándose y suplicando caricias en el suelo infestado de huesecillos y otros desperdicios. Tuvo que abrir la ventana y pegar la nariz a la mosquitera buscando el aire entre los restos de polvo y seda de araña. En el  rincón que el gato utilizaba para dejar sus deposiciones la pared estaba teñida de un amarillo pardo y en el suelo se mezclaban los mojones resecos con  otros más recientes. Cogió al gato, lo examinó y volvió a la sala. Lo sostuvo ante él acariciándole la cabeza entre las orejas mordisqueadas y notando la lengua áspera del animal que lamía su mano.

–       No quiero que la Negrita salga de la habitación.

–       Oiga, no puede tener a un animal allí todo el día encerrado.

–       La Negrita está muy bien, no quiero que se escape, vuelva a dejarla allí.

–       Si no se va a escapar…

–       ¡He dicho que deje a la Negrita en la habitación!

Volvió a la habitación con el gato y le observó una vez más antes de depositarlo en el suelo. Era macho.

Estaba de nuevo ante el viejo. Había cerrado la ventana porque él dijo que tenía frío y se lo pidió. Consiguió convencerle de que no encendiera otra vez la estufa, pero desde entonces el viejo se negaba a mirarla y su cabeza colgaba ausente hacia un lado.

–       Le voy a pedir que me escuche muy atentamente ¿Qué tal se encuentra aquí?

–       Es mi casa.

–       Sí, es su casa, pero usted sabe que necesita ayuda.

–       Ya volverá la Vitila.

–       No creo que la Vitila vuelva.

–       Siempre vuelve.

–       Esta vez no. Dijo que usted la golpeó con el bastón.

–       ¡Eso no sé yo si es verdad! Mucho cuento tiene la Vitila.

–       ¿No la golpeó?

–       ¡Y yo qué sé! ¿Cómo quiere que me acuerde de todo?

–       Bueno, tranquilícese ¿No le gustaría ir a una residencia donde recibiría cuidados y tendría compañía?

El viejo la miró un instante, negó un par de veces y su cabeza volvió a caer hacía el mismo lado.

–       ¿No me diga que no se encuentra solo?

Los pies del viejo se movieron inquietos y encontraron la bolsa de orines, la cogió y la sostuvo un instante contemplándola como a un objeto extraño y carente de sentido, después la dejó en su regazo.

–       Estoy solo.

–       ¿Y no le gustaría tener compañía?

–       ¿Otros viejos?

–       Sí, y también cuidadores.

–       ¿Enfermeras?

–       Probablemente.

–       No sé…

Rosi daba pausa a sus silencios. Observó el interminable temblor de aquellas manos que acariciaban la bolsa como una mascota inadmisible.

–       Podría probar unos días y si no le gusta volver. En ese tiempo, si quiere, podríamos traer a alguien a limpiar todo esto.

–       ¡No quiero que tiren nada!

–       He dicho limpiar.

–       Limpiar, bueno…

–       Claro que sí.

–       Que vengan unas mujeres y lo tiren todo, o lo limpien.

–       Ahora necesito que me mire a los ojos y me lo diga ¿Quiere que vengan a recogerle y probar unos días en la residencia?

Volvió a encender el puro con parsimonia y se quedó mirando las formas caprichosas del humo ascendente.

–       Por favor, necesito saber que lo ha entendido, míreme y responda.

–       Sí, quiero ir al sitio ese. Con las enfermeras.

–       De acuerdo ¿Tiene usted familia… hijos… ?

–       Estoy solo.

–       Lo digo porque podemos avisar a alguien si quiere.

El viejo no dijo nada.

–       De acuerdo, voy fuera a hacer unas llamadas y después le ayudaré a recoger unas cuantas cosas.

–       ¡No quiero que la Negrita salga de la habitación! ¡No va a moverse de allí!

Rosi salió con el teléfono en la mano. La señora dejó de barrer las hojas de la entrada y la miraba subiendo y bajando la cabeza maquinalmente. Se giró y vio al otro viejo acechándola. Le sostuvo la mirada hasta que alguien respondió al otro lado de la línea y se alejó unos pasos. Cuando terminó de hablar, la señora estaba esperándola.

–       Qué… ¿Qué se hace?

–       ¿Perdone?

–       Que qué van a hacer con el Abilio…

–       Bueno, pues ha accedido a pasar unos días en la residencia, luego ya veremos…

–       Ah… bien, bien… ¿Y la marrana?

–       ¿Cómo dice?

–       La Vitila.

–       ¿Qué pasa con ella?

–       ¿Cómo que qué pasa con ella? ¿Es que no le ha dicho?

–       Decirme qué…

–       Ay Virgen Santísima, pues cómo se ha pasado todos estos años mangoneándolo y sacándolo los cuartos…

–       No ha dicho nada.

–       No, claro, qué va a decir éste… Pues ya se lo digo yo, que la Vitila lo metió en esa casa que hay que ver como está de puerca y venga a fregotearle las ancas todo el santo día. Y luego, eso sí, los primeros de mes al banco a por las perras de la mina.

Rosi recibió una llamada. Los perros volvieron a alterarse. Dio las señas del lugar mientras se fijaba en el viejo que seguía allí clavándole esa insolente mirada pajaruna. Colgó y se acercó a la señora que trataba de silenciar a los perros con chisteos y cachavazos.

–       Nosotros no podemos hacer nada.

–       ¿Es que no me cree lo que le digo?

–       No es eso, es que él no ha comentado  nada y si él no denuncia…

–       Pero qué va decir ¿No lo ha visto usted como está que se le caen los meados?

–       Yo no puedo decirle nada más.

–       Valiente comediante está usted hecha… -dijo mientras se alejaba.

Rosi se sentó fuera a esperar el vehículo de la residencia. El paso de una nube había dejado al sol desnudo y sus rayos reverdeaban los musgos del bebedero. Tan solo pensaba en ese gato negro común.

GENA ROWLANDS NO VA EN AUTOBUS

Gena-RowlandsCon paso sufrido y la maleta bamboleándose llegué a la puerta de embarque número 15.

–       Buenos días –le dije a la azafata de tierra –voy en el vuelo de las once para Barcelona.

–       Pues lo siento, se trata de aquel avión que puede ver ahora despegando –responde con aire funcionarial.

–       ¿Cómo dice?

–       Digo que son las 11:05 horas.

–       ¡Pero oiga, no puede ser! Además, si va a darme una noticia así HAGA EL FAVOR DE SER MÁS EXPRESIVA.

–       Lo siento, el embarque comenzó a las 10:30 horas, no comprendo como puede usted llegar a las 11:05 horas y si quiera sugerirme que viene dispuesto a embarcar.

–       El tiempo está sobrevalorado, señorita.

–       ¿Usted cree? Mire, mire –dijo señalando a través de la cristalera aquel avión que marchaba a toda velocidad

Me quedé muy quieto observando como el avión comenzaba a levantar el morro hasta formar un ángulo de 45 grados con el suelo. Después se produjo una lenta elevación y pensé <<se cae, se cae>>, pero no lo hizo y al poco tiempo sólo era un ínfimo puntito en el cielo, menos que yo en este mundo, qué digo, mucho menos.

–       Pero señorita… ¿Qué voy a hacer ahora? –dije poniendo angustioso énfasis –Tengo que llegar a Barcelona como sea…

No es que fuera fea, pero no era Gena Rowlands. En su mirada no había rastro de calidez. Ladeaba la cabeza como regañando. Me tendió la mano para que le diera el billete. Estuvo unos larguísimos segundos estudiándolo y pasaron muchas cosas en el mundo durante esos segundos pero yo no me enteré porque la miraba a ella con un pellizco interior.

–       No puede ser, este billete pertenece a una tarifa económica y no está sujeto a devolución o cambio.

–       ¿Eh?

–       Lo siento –responde sin asomo de sentimiento –vaya si quiere  a la ventanilla de ventas, pero ya le digo –volvió a mirar el billete para no tener que mirarme a mí –no creo que pueda hacerse nada.

Me fui sin decir adiós. En la ventanilla de ventas la hermana gemela de la azafata de tierra me dio la misma respuesta robótica <<la tarifa económica no esta sujeta devolución o cambio>>. Androides clones. Encendí un cigarrillo y me senté a toser. Quería salir hacia Barcelona sin más dilación. La decisión estaba tomada. Había dejado mi trabajo de administrativo en Madrid para ser escritor. Oí que en Barcelona había una sofisticada escena cultural y pensé que podría tener mi oportunidad. Además necesitaba un cambio de aires, salir de mi casa, salir del barrio. En Madrid sólo había podido trabajar como camarero y administrativo, bueno, también como dependiente en una zapatería, pero eso es mejor olvidarlo. Barcelona se me antojaba rodeada por una atmósfera de elegancia, tenían taxis amarillos y negros, ramblas para pasear, terrazas donde seducir, industriosas rotativas; quizás hubiese ocasión para trabajar como cronista, guionista o algo similar mientras perfilaba mi gran obra. Una alfombra roja tendida hacia el talento.

Mi penitencia, el autobús. Nueve horas de aire acondicionado mal distribuido, una horrible película, gente poco respetuosa y unas cuantas paradas innecesarias en lugares tristes y absurdos. Hubo suerte al principio. La cabeza cayó torcida y agotada sobre la palma de mi mano  y estuve un rato flotando en un duermevela vaporoso y cordial. No lo esperaba y disfruté mucho hasta que el autobús se detuvo en un pueblo de Zaragoza. Eso me despertó súbitamente. El lugar no era completamente feo, había un extraño jardín junto a la cafetería, un jardín cercado por oscuros olmos con un estanque en el centro y una vieja fuente sin agua cubierta con manchas rojas y pardas de musgo seco. Pese a lo inoportuno de la parada me alegré tontamente de estar en camino ¿Un cambio de ciudad supondría mi consagración como escritor? Podría ser, aunque no me importaba tanto el hecho de publicar como el de producir; los últimos meses habían sido frustrantes en ese sentido ¿Y en qué sentido no? Es como si la literatura me hubiese abandonado, como si el impulso creativo se me hubiera escapado del cuerpo mezclado con la transpiración y otras excrecencias ¿Y si nunca lo tuviste? ¿Y si fue sólo una ilusión de las llamadas… baratas? Relatos que no conseguía terminar y terminaban por aburrirme, novelas sin palabras, pavor a los folios en blanco… No, no mostrar inseguridad. Escribir es escribir, y si no puedo seré ayudante de cocina, cartero, empleado de zoo, estibador en el puerto, atracador de bancos, señorito de compañía o explorador.  Me entró hambre y compré el peor bocata del mundo. Dejé más de la mitad en una papelera y me fume un pitillo. El buen humor se había disipado. Al subir de nuevo al autobús, estuve tratando de volver a mi anterior estado de somnolencia. Pensé en Gena Rowlands, en sus ojos llameantes suavemente distanciados. La tórrida mirada escrutadora, los gestos felinos de sus manos de seda, los altos pómulos decididos, su serena boca incitadora. No me importaría encenderle los cigarrillos, todos los que quisiera. Ya le estaba abriendo la puerta del taxi, su rubia melena ondeaba ligeramente cuando ladeó la cabeza sonriendo y sus labios esculpieron un “oh” de aterciopelada sorpresa ante la galantería. Entraba en el taxi con elegante suavidad y precisión de movimientos, y al sentarse la falda descubría la sosegada invitación de sus relucientes rodillas satinadas.

La ensoñación no podía durar mucho, había gente horripilante sentada detrás de mí, ya reparé en ellos al comenzar el viaje. El tío vestía con una holgada camiseta de la Expo 92 y unos pantalones cortos que mostraban unas piernas blancas y peludas (blancas y negras, de cebra), iba sin afeitar y podías ver como los pelos surgían violentamente a través de cráteres y protuberancias, no podía saberse si era acné o salivazos de ácido. Parecía una tortilla. Llevaba unas gafas de pasta de gruesos cristales, tenía pinta de llamarse José Luís y trabajar con poca luz en un taller de costura abandonado. Ella, de carnes flojas y sobrantes, vestía harapos de lycra; sucios mechones de pelo enmarañado le surcaban la frente y constantemente hacía el gesto de apartarlos. Me fijé en su boca,  era negra. Hablaban todo el tiempo, siempre muy alto (sobre todo ella), como si el resto de la gente no existiese, como si se encontrasen a cien metros de distancia el uno del otro. Eran groseros en sus conversaciones <<Quieres callarte un poco>>, él. <<Cuando me follas no te importa que grite>>, ella. <<Chsssst… calla mujer que se me va a despertar la bicha>>, gruesas risotadas . La mujer voceaba acompañando las canciones que surgían de sus auriculares, no le importaba nada que los otros tuvieran que aguantar sus berridos; mientras, Jóse trataba de silenciarla sin demasiada fe, blanda y tímidamente (se trataba de un individuo flojo y birrioso). Intenté de controlar mi mente y llevarla hacía otro lugar, pero sus voces se alzaban por encima de todo lo demás. Imaginé sin querer sus vidas, vi a sus hijos y estuve paseando mentalmente por su vivienda, conocí a sus amigos y familiares, sentí que la vida era una cosa fea y antinatural, una bola de pelos e inmundicias atascando el fregadero. Me eché hacia delante para alejarlos, para ver como avanzaba la carretera hasta llevarme a otra parte. Todo el pasaje sentía algo parecido, el viaje se convirtió en algo muy triste para todos.

Los últimos 100 Km. fui restándolos según las indicaciones de la autopista, 79, 50, 42, 31… Interminable, desesperante y poco apto para aquellos que sufran de ansiedad. En cada recodo del camino, cada curva o pendiente, me esperanzaba en ver, a lo lejos, las luces de la gran ciudad. Por fin aparecieron, locas e inesperadas como un platillo volante posado en el horizonte. <<Ahora ya pasó, cariño>> decía Gena Rowlands con el cigarrillo apagado prendido de los labios.