CRÓNICAS DEL EXTRARRADIO: El Tren del Ocaso

trenEl Tejón era el que más cizaña metía, le había dao la fiebre. No tenía otra cosa en la cabeza: que había que formar una banda, que teníamos que salir por ahí a buscarnos la vida, que si el cobre de las obras, que si hacernos un carro… Nosotros todavía estábamos mu verdes pero él ya se juntaba con peña que lo llevaban para que les diera el agua o lo que pintara. Como era un crío lo tenían de paje y de recadero, y luego pasaban de él. Se pegaría con alguien o lo que fuera, porque al final siempre volvía con nosotros y nos comía la olla con lo de formar una banda de choros, como muchas otras que empezaban en ese momento: la fiebre del choriceo. Él era así, terco como un mulo y muy echao palante, andaba siempre como cabreao, se la sudaba pegarse con cualquiera. No se achantaba nunca. Tenía un punto en el ojo que acojonaba, un punto rojo que visto de cerca era como una nube de sangre, como si le hubieran tirao con un dardo. El ojo aquél le daba un aire de peligro, un poco como de animal rabioso o yo qué sé… de endemoniao.

Me cambié de colegio en tercero y allí lo conocí. Destacaba porque ser el más pintaba (abusón no ¿eh?), era el típico chaval ingobernable: al que más castigaban, el único que soportaba las guantadas de los profesores sin soltar una lágrima, siempre con esa cara de mala hostia, el primero que te liaba para hacer pellas… Hasta los profesores, que a tó dios nos molían a reglazos, tirones de orejas, capones de anillo gordo y bofetones que te volvían del revés, con él se lo pensaban dos veces ¿Qué le vas a hacer a un tío que ya te viene de casa cuajao de verdugones y con los morros partíos? En el patio no teníamos sitio para jugar, los mayores lo tenían tó copao, si querías jugar con ellos al fútbol no te dejaban y si te dejaban era pá brearte patás y no tocar bola. Pues conseguimos un pequeño espacio triangular en el patio, detrás de las cocinas, donde no te veía nadie y podíamos estar tranquilos, allí nos acabamos metiendo los de tercero y algunos pequeños de segundo. Jugábamos al fútbol con un manojo de llaves, treinta contra treinta, era un devaneo pero por lo menos estábamos a nuestro rollo. Eso hasta que un día los mayores, peña de quinto o sexto, decidieron que ese era el sitio guapo pa fumar y pa sus rollos y vinieron a echarnos. Pues al Tejón se le puso en los cojones que no se iba, se puso chulo y se peleó con uno de los cabecillas, un tío que le sacaba medio metro. No se achantó, aguantaba unas hostias de alucinar, recibiendo por tós laos, y dando también. Pelear con el Tejo era como tratar de meter a un gato en un bote de garbanzos. Al final lo acabaron agarrando entre varios mientras el más grande le atizaba. <<¿Te rindes?>>, <<No>>, pues venga hostia; como en la peli esa del Paul Newman que se come una pila de huevos; cuando se pelea con el bigardo aquel y está bañado en sangre pero sigue peleando hasta que reventao en el suelo todavía trata de lanzar el puño… Pues el Tejo igual, al final el otro chaval se acojonó de que le estuviera haciendo un estropicio demasiado serio y se piró alucinando. Estuvo tres días sin poder menearse pero le sudaba el rabo. De aquella pilló fama de zumbao y desde entonces en el colegio no le tocaba ni dios, ni a él ni a ninguno de sus colegas.

Pero es que el Tejón venía de donde venía. Su casa debía ser el museo de los horrores, nunca nos dejaba subir. Si íbamos a buscarlo le dábamos una voz desde la calle y bajaba. El Copino, que curraba de recadero en el mercao y subió alguna vez, decía que allí dentro siempre estaba oscuro, con las persianas echadas, que olía a zotal y que había un mal rollo de acojonar. Sus padres venían de un pueblo, creo que del norte de Zamora. El viejo trabajaba en la papelera, bebía y en su casa había tortas un día sí y otro también. Eso lo sabía tó dios porque el Tejo iba siempre marcaillo. La madre apenas salía y cuando lo hacía iba siempre encorvada, con unos andares como de paloma. Vestida de negro y tapándose con un pañuelo, siempre susurrando algo, como asustada por tó. Algunos la decían la cucaracha, pero tú díselo al Tejón, ya verás que risa. Eran tres, un hermano había muerto, el Tejón no hablaba nunca de ese, otro se piró a la mili y ya no volvió. Él era el pequeño. Algunos veranos se piraban al pueblo y al volver parecía otro. Más tranquilo, menos irritable, no sé, pero le cambiaba hasta la cara. Le gustaban mucho los bichos, en su pueblo había mucho de eso, hasta lobos. Decía que su abuelo había sido alimañero, que ponía trampas, mataba lobos, lo que pillara y luego iba por pueblos pidiendo el aguinaldo por limpiar los montes. Sus padres eran mayores. Yo creo que nunca se adaptaron a la ciudad, sobre todo el viejo que odiaba el puto trabajo de la fábrica y por eso bebía, andaba tól día de mala hostia y sacaba la mano de paseo. Pues el Tejo venía de ahí, de la negrura y de los palos. Por eso andaba siempre con la rabia dentro y el punto rojo le brillaba cada vez más. Veías que a medida que crecía se iba venando.

El sol había salido por primera vez en una semana. El sol reflejándose en los charcos del descampado, dignificándolos en un baño de oro. Los tres amigos caminaban sorteando los charcos de oro falso hasta que un balón deshilachado y mugriento vino a morir a sus pies. Más allá, un grupo de niños, un partido entre barro y hierbajos.

¡El balón! ¡Eh, venga, darnos el balón!

Los amigos se demoraban entretenidos en oxidadas filigranas mientras los niños, vestidos de barro, aguardan, brazos en jarra y gesto impaciente hasta que alguno se cansó.

¡Tíralo ya, hijo de puta! ¡La pelota, cabrón!

Tejón recogió el balón con las manos y levantó la cabeza.

¡Venga un penalti, un penalti! —les propuso.

Se dirigió hacía el campo (un decir) y puso la pelota frente a una portería formada por dos abrigos.

Pero uno y nos dejáis seguir el partido ¿Eh? —concedieron.

El niño cancerbero se preparaba. No parecía de esos que se ponen de portero porque tienen el pie de madera o porque simplemente les ha tocado el turno de ponerse. Llevaba un jersey con agujeros en las coderas y el pantalón hecho unos zorros. Éste no era de los que se da la vuelta ante un cañonazo; era gatuno, de los que se tiran, sangran y se vuelven a tirar, herida sobre herida. Un niño que sabe que le puede parar un penalti a cualquiera, y más a ese chulo del ojo pipa que se cree con derecho a joderles el partido. Tejón chutó, fuerte, a un lado. Paradón. Vuelo en paralelo al barro y mano dura. Todos rompieron en vítores y algunos corrieron a abrazar al héroe. Tejón volvió a pedir la pelota. Caída de brazos, miradas barriendo el suelo. Impaciencia y desencanto hermanándose bajo la luz indolente de la tarde suburbana.

Venga otro…

Ni otro ni nada, ya está bien. Dejarnos jugar, abusones.

Otro y ya, por mis güevos que lo marco.

El que le devolvió la pelota se giró hacia el portero.

Este te lo dejas.

El portero dijo que sí con la cabeza pensando <<los cojones>>.

Tejón alisó el suelo con el tacón de la bota y colocó el balón con mimo. Clavó los ojos en el sucedáneo de portería y el renacuajo que la guardaba. Dio un paso atrás con pretendida suficiencia y chutó. Esta vez le dio más fuerte, más alto. El niño portero voló como un gato cazando perdices pero no alcanzó a tocar la pelota. Tejón salió corriendo a celebrarlo dando vueltas alrededor del lugar desde donde había chutado.

¡Golazol! —dijo mirando a los niños a puño cerrado.

¡Alto! ¡Ha sido alto! ¡Ja, ja, ja, qué malo! —dijo alguno.

¡Qué alto ni qué pollas en vinagre! ¡Otro!

Los niños se observaban entre si.

Que no, que no que ha sido gol, venga.

Golazo.

Por tó la escuadra.

Tejón no acabó de convencerse hasta que el portero tuvo que decir:

Imparable.

Vale chaval, porterazo.

Cuando todos estaban dispuestos a reanudar el partido, Tejón volvió sobre sus pasos.

Tú, pasa la bola.

El niño miró a los demás. Algunos dijeron que no con la cabeza. Otros se dieron la vuelta.

¿Qué pasa no entiendes español?

Al pasarle la pelota, hubo una nueva algarada, se quejaban, maldecían haciendo aspavientos, pateaban el suelo con sus zapatillas roídas.

Tejón —le llamó Jandri.

¿Qué pasa?

Déjales seguir el partido ¿No?

Venga cojones, vamos a jugar un rato con los niños. Yo en un equipo y vosotros dos en el otro —dijo mirando alternativamente a sus amigos y a los niños.

¡Qué no! —dijeron éstos –Qué nos jodéis el partido.

¡Abusones! ¡Dejadnos jugar en paz! —se envalentonaron.

Venga primo, las ganas que yo tengo de ponerme perdío ahora, nos abrimos —le dijo Montoya.

Pues que te den ¡Venga Jandri, vamos a jugar un rato!

Que no tronco, vámonos a dar un voltio —respondió Jandri al tiempo que le daba con el hombro a Montoya y se ponían en marcha.

Tejón quedó rodeado por un silencio de ojos expectantes. Extendió los brazos hacia los críos con el balón en las manos y cuando vio asomar las primeras sonrisas, soltó un patadón hacia arriba y se puso en marcha. El balón aun no había caído cuando cogió el cigarrillo que guardaba en la oreja para prenderlo.

Llegaron hasta las vías. Un cruce de vías utilizado por trenes de mercancías. De críos solían ir allí a correr aventuras, a coger rodamientos, a tirarles piedras a los trenes, a cabrear a los guardas hasta que salían de los almacenes disparando perdigonadas de sal. Esa tarde llegaron porque sí, porque hacía sol y secaba los huesos, porque pasado el descampado se llegaba a las vías.

¿Entonces qué? –dijo Tejón rompiendo el silencio.

¿Qué de qué?

Se le había metido el ansia en los adentros, achinaba los ojos protegiéndolos del sol, se hacía sonar los nudillos. La mandíbula tensa formándole bultos bajo las orejas, dos montículos que surgían y volvían a desaparecer violentamente.

¿Vamos a hacer un plan o no, coño? ¿Vamos a hacernos algo?

Bueno tío, pues lo vamos pensando, porque eso hay que hacerlo bien —respondió Jandri.

¿Qué pensar ni que cojones? Se le echa un par y fuera. Lo que pasa es que de eso no hay. Ya estoy hasta la polla.

Jodé primo, a éste la ha dao la vená —dijo Montoya…

Anda y que te den por el culo, gitano…

Lo dice como si fuese malo…

Tú mismo, chaval…

Tejón se apartó de ellos y fue a sentarse en el ribazo de la vía. Los otros dos se miraron y se pusieron a fumar mientras el sol rabiaba en el cielo violáceo camino del ocaso.

¿Qué le pasa ahora a éste?

A saber… Déjale, ya se le pasará…

Oyeron como se aproximaba un tren. Primero un zumbido sordo apenas discernible de la salmodia de las obras, el tráfico y las fábricas; después algo compactándose, haciéndose denso, gordo, urgente, imposible de ignorar. Tejón se colocó sobre la vía encendiendo un pitillo con parsimonia. Cabeceaba hacia los lados corneando el aire esponjado de la tarde. Dejó caer una sonrisa desesperada, regodeándose en esa oscura mueca mientras el zumbido iba creciendo, negro también.

¡Venga coño, ya vale tío, sal de ahí! ¿De qué vas? —se impacientaba Jandri.

No veas, en el pueblo de mi agüelo la diñaron dos payos jugando a ver quien aguantaba más tiempo quieto… —dijo Montoya.

El zumbido ya tenía rostro, un rostro de larva con ígneos ojos frontales y una cabeza inquebrantable de hierro y óxido.

¡Me cago en la puta, Tejón, quítate de ahí! —insistió Jandri.

Se la jugaron con un tío mío… —continuaba Montoya ufano —y claro, el gitano se va a quedar ahí esperando…. ¡Y un cojón! Se quedaron sin peluco, sin brazos, bueno sin tó; pero los pelucos y el colorao pa mi tito que se los había ganao de legal…

El estrépito de la sirena rejoneaba sus oídos. Tejón tuvo que gritar a todo pulmón.

¡Sí es que podemos hacer lo que queramos! El dinero está ahí esperándonos ¿No os dais cuenta? En los chalés, en los coches, las gasolineras, las boutiques ¿A qué tanto tanto pensar y tanta hostia? El mundo está lleno de cagaos y de peritas que no van a arriesgarse pa defender lo suyo ¿Por qué? Porque apenas les ha costao ná conseguirlo ¡Me cago en dios si son unos rajaos de mierda…!

El pitido de la locomotora ahogaba su discurso. El tren era un gusano gigante que se le echaba encima con toda su furia. Tejón sentía la adrenalina colmando el vaso de su cuerpo hasta el ahogo. Observó fugazmente los rostros lívidos de sus amigos y, como un recortador embriagado por la angustia de la congruencia solana, calculó el último momento para sortear el férreo morlaco. El brinco lo mantuvo en el aire lo que pareció una eternidad antes de rodar por el ribazo. Atrás quedaron el rebufo del tren y aquel golpe sordo, apenas discernible entre el estampido metálico de motores y engranajes. Se incorporó a medias, sus amigos observaban enmudecidos. Los ojos estupefactos perseguían respuestas a cuestiones implanteables, el punto rojo soltando destellos coléricos. Tejón buscaba sus piernas entre la parda hierba crecida mientras los charcos iban ya perdiendo su manto dorado.

CRÓNICAS DEL EXTRARRADIO: El Averío

los-tres-chiflados-foto-de-curly-4098-MLA127193706_3452-OUltramarinos Maldonado, el letrero de la tienda resaltaba con pretendida magnificencia entre las casas viejas de una planta y los edificios de ladrillo de la calle. La tipografía severa, castellana, y los escudos heráldicos en los extremos otorgaban al comercio cierto aire de bastión. Lustre y pulimento frente a la apática grisura del barrio.

Eugenio abría y cerraba los ojos obtusos apoyado en el aparador, una suerte de actitud contemplativa mientras don Dimas Maldonado, atendía a la única clienta que en ese momento estaba en la tienda. Los ojos gesticulando en el esfuerzo de concentración, de poner la cabeza donde tiene que ponerla como le han dicho su madre y don Dimas un millón de veces. Eso implicaba estar atento a doña Pura ante la posibilidad de algún mandado. Pero doña Pura llevaba un rato hablando de los problemas del vecindario, de la modernidad y sus indecencias, de sus achaques y padecimientos. Eugenio andaba perdido en la monserga. De cuando en cuando acumulaba saliva en el labio inferior, amorcillado y algo colgante, y sorbía la baba con un ruidito de sumidero. Vio a unos golfillos que se pararon ante el escaparate de la tienda y observaban cautivados el género que se exponía tras el cristal; vio el asombro, el antojo y el deseo en sus miradas revoltosas. Estuvieron un momento señalando los productos, empujándose unos a otros y relamiéndose hasta que algo llamó su atención calle arriba y salieron a la carrera. Mejor, pensó Eugenio, el ultramarino no era sitio para ellos, y si se hubiesen quedado más tiempo tendría que haber salido a repartir unos escobazos; función que le otorgaba cierto aire de autoridad que asumía con agrado y complacencia. Entonces reparó en una voz, una especie de letanía que venía con eco y pretendía colarse por una minúscula rendija de su mente. Tuvo que sacudir la cabeza para espantar la dispersión.

¡Eugeniooo…!

A mandar, don Dimas —respondió saliendo de sus opacas ensoñaciones.

Espabila, hombre de dios. Haz el favor de ordenar las cajas del pedido que llegó esta mañana, mientras yo atiendo a doña Pura… —le ordenó después de girar los ojos hacia la señora y levantar las cejas con un gesto que combinaba hartazgo, resignación y caridad.

Eugenio se asomó a la trastienda pero, no convencido, volvió sobre sus pasos.

Don Dimas ¿El pedido…?

El pedido de hoy sí… esas cajas amontonadas a la entrada.

Eugenio entró en la trastienda y, como para asegurarse, volvió la mirada.

Sí, las conservas, las latas de tomate, los almíbares… —confirmó el patrón suspirando.

¿Esas cajas…?

Sí hombre, esas… ¿Ves por ahí otras cajas que necesiten ser ordenadas?

No, creo que no…

Pues eso.

El Averío era un gil. Un tío así, alelao… Se llamaba Eugenio pero todos le conocían por Averío porque en cuando le cortaban el pelo se le veían las rajas de la cabeza y decían que estaba hecho a trozos. En el barrio siempre se le consideró un menda raro, entre retrasao y tonto. A lo último trabajaba en el ultramarinos Maldonado, la mejor tienda del barrio: tenían jamones, embutidos, bacalao en salazón, anchoas del Cantábrico, tó tipo de vinos, güisqui escocés… lo mejor. Don Dimas lo tenía allí de esclavo pá mover cajas, hacer recaos o lo que terciara. El Dimas se tiraba el rollo de buen samaritano pero solía guardarlo en el almacén porque a muchos clientes les daba grima verlo entre la comida. Vivía con su madre, que era una vieja beata que sólo salía de casa pá ir a la parroquia, siempre con la mantilla negra y el rosario al cuello. Le conocíamos de chinorris, de cuando andábamos metidos en el rollo del fútbol.

Los equipos iban uniformados con camisetas del mismo color, que no iguales. Los unos de blanco perlado a base de mil lavados, los otros de rojo desteñido que en algún caso podía ser rosáceo o anaranjado. Algunos con tiras de plástico mal cosidas a modo de números colgantes. Los pantalones cada cual a su aire. En la banda haciendo de entrenador, un jubilado de gorrilla calada, con chándal antiguo y bigote espeso dirigiendo a los jugadores. A su lado Eugenio enfurruñado. Se había producido una entrada fuerte y uno de los jugadores estaba doliéndose en el suelo de tierra y matojos.

¡Venga arriba que no es ná! ¡Venga Martino, que parece que te han matao!

Pero el jugador continuaba en el suelo removiéndose con escorzos de gran dolor mientras el resto voceaba y discutía sobre la punibilidad de la acción.

Esto de no tener árbitro es un sin dios —decía el entrenador —Eugenio dame el agua y calienta que voy a ver.

Eugenio le acercó la garrafa y se puso a hacer ejercicios de calentamiento con aire lerdo, un trotar cansino y esfuerzos fallidos por flexionar la cintura fofa tratando de alcanzar las puntas de los pies.

Recuperado el jugador, el entrenador volvió a la banda y observó a Eugenio dando cortos saltitos mientras abría y cerraba brazos y piernas.

No te canses muchacho, parece que no ha sido nada, un sainete en todo regla.

Eugenio dejó caer los brazos amurriado.

¡Jobar! ¿Y yo cuándo voy a salir?

Bueno muchacho, ya saldrás… ahora el partido está muy complicado.

Pero es que el balón es mío y nunca juego…

Hombre no te pongas así… además ahora te necesito más aquí, a mi lado.

Eugenio hizo un mohín cruzándose de brazos.

Siéntate, hombre ¿No crees que deberíamos adelantar más la defensa? —preguntó el entrenador por animarle.

Eugenio pensó en una respuesta pero cuando iba a decir algo, el entrenador se dirigió a los jugadores:

¡Hay que meter el pie, lechuga! ¡Si os están dando tenéis que dar vosotros también!

Jugaba menos que el utillero del Parla. Es que no valía ni pá portero, que cuando le tiraban se daba la vuelta así como las niñas y se quejaba de que el balón le hacía daño <<No tiréis a cañón que pican las manos>> decía ¿Tú te crees? ¿Un tío de dieciséis o dicecisiete berejes jugando con críos de once y doce años? Luego estuvo una temporada de árbitro. Se le puso en los cojones que en las pachangas del barrio tenía que haber árbitro y como muchas veces traía el balón pues le dejaban. Le dio fuerte, no veas, se hizo unas tarjetas de cartulina y todo.

Las mejillas coloradotas se le hinchaban con cada resoplido mientras seguía el juego con bochornosa ineptitud. El chándal azul oscuro perfilando sus blanduras y el silbato de plástico bicolor atado a un cordón y brincándole en el pecho, le conformaban como autoridad. Se produjo un gol y los jugadores saltaban festejando y abrazándose cuando Eugenio hizo sonar su silbato y a continuación levantó los brazos cruzándolos en el aire como había visto hacer en los partidos que daban por la tele. El gol había sido anulado y como muchos no entendieran lo que aquel gesto significaba, tuvo que decirlo en voz alta <<Anulado. El tanto queda anulado por falta previa del equipo atacante>>. Los jugadores corrieron hacia él protestando.

¿Qué cojones…?

¿Qué dices?

¿Qué pitas?

¿Qué haces?

¡Pero qué pitas gilipollas! ¡Si desde ahí no puedes ver nada!

A este último le enseñó Eugenio una cartulina amarilla que se sacó del bolsillo del pantalón de chandal. La amonestación no hizo otra cosa que aumentar las iras y la sensación de disparate. Se formó un corro de desairados que le rodeaba. El jugador amonestado se abría paso a empellones hasta él y le tiró una patada en el culo. Eugenio hubo de mostrarle la roja. En el revuelo apareció el portero que había recibido el gol llevando el balón consigo.

Qué no, Averío. Que ha sido gol… no ha habido falta, no pasa nada, seguimos jugando y ya está. Empate a cuatro —le dijo con sorprendente calma.

Eugenio le quitó la pelota y le mostró la tarjeta amarilla. El portero sintió una oleada calor que iba trepando por su garganta. Le dio un puñetazo al balón que salió botando mientras Eugenio seguía su trayectoria.

Pues el balón es mío y me lo llevo.

Cuando recogió la pelota, le cayó una bofetada en la oreja, y luego otra por detrás. Se abrió la veda para que los jugadores le persiguieran y la emprendieran con él a fuerza de patadas y golpes furtivos. Golpear y apartarse, o golpear, apartarse y reír, mientras Eugenio, confuso y abrumado, trataba de zafarse del acoso infantil sin decidir aún si huir o recuperar su balón en el frenesí de golpes, carcajadas, insultos y puntapiés.

No veas que descojone. Era malísimo y como le gustaba sentirse importante, no paraba de pitar chorradas. Y claro, en los partidos le llovían hostias. Al final lo dejó y los partidos volvieron a jugarse como siempre, sin árbitro y sin gañanes. A mi me daba pena al final el pobre chaval; bueno chaval, que tenía más años que los almanaques… Pero es que siempre estaba liándola, como la peña de su edad no le hacía ni puto caso pues se venía con los niños a imponer sus reglas y sus rollos.

De todas formas, cuando ya me di cuenta de como era de verdad fue con lo de esa vez que llegaron un par notas de otro barrio, unos que iban de sirlaniños… Ahí le vi una cara oculta, no sé, una mala baba seria, cosa chunga…

Un callejón estrecho entre unas fábricas y la estación de mercancías. Suelo terroso con un revestimiento de trozos de azulejo y cristales, baches encharcados donde brillaban amebas de aceite, restos de condones, de chapas, envoltorios, plásticos, una paloma aplastada y seca. El atajo ahorraba dar la vuelta a un par de manzanas. Un trámite inquietante que le obligaba a acelerar el paso. Eugenio estaba casi al final cuando los vio venir, un par de figuras de mal aspecto. Dudó si dar la vuelta pero sabía que era demasiado tarde y tragó saliva. Los chavales llegaron a su altura, le miraron pero siguieron andando. Eugenio suspiraba cuando le chistaron.

¡Eh, tú!

Siguió andando hasta que los chavales volvieron sobre sus pasos y le detuvieron en la desembocadura del callejón, a escasos metros de una calle normal; una calle donde había portales, tiendas y transeuntes. Gente normal, pensó Eugenio, que vivía ajena a su inquietud.

Dame un cigarro.

No tengo…

¿No lo has oído? Qué le des un cigarro, atontao —le dijo el segundo.

Dejarme, que no tengo… No gasto.

Dame lo que tengas.

No tengo nada…

Venga el peluco, coño…

Pero Eugenio no llevaba peluco ni anillos ni nada que pudiera serles de algún valor. Lo que llevaba era el miedo guardado en la barriga, el miedo que hacía temblar su piernas y le aflojaba las tripas. Movía la cabeza hacia los lados para no tener que mirarles, boqueando el aire que le faltaba. El más pequeño, el del rostro atezado por greñas sucias que le cubrían los ojos, le estaba palpando los bolsillos del pantalón. Eugenio se revolvió, el otro chaval le dio un sopapo en la cara y se quedó esperando algún tipo de reacción. La expresión de Eugenio se paralizó al echar hacia atrás la cabeza con los ojos muy abiertos y sin atreverse a parpadear. Al agresor, el alto desgarbado de los ojos chinos, le recordaba la expresión de un conejo; un conejo grande y gordo paralizado por el pánico, quizás pensando que su gesto podía congelar el tiempo, como si eso pudiera darle alguna esperanza. Sus labios se retrajeron en un visaje de desprecio. No le parecía posible que un tipo de esas dimensiones no se atreviera a enfrentarse con un par de micos como ellos. Le sobrevino una risa absurda y a continuación le soltó otra bofetada.

Venga pringao, te voy a estar metiendo hasta que encuentres algo que pueda valernos, así que ya sabes.

Eugenio finalmente no pudo aguantar y comenzó a manotear aliándose con la histeria. Intentó zafarse del pequeño que le sujetaba y se puso a gritar como loco:

¡Qué me dejéis…! ¡Socorro! ¡Ladrones! ¡Me quieren matar! ¡Auxiliooo…!

El alto le agarró del pelo por la parte de la nuca mientras trataba de taparle la boca con la otra mano sin conseguirlo del todo. A quince pasos, en la confluencia con la otra calle, una señora se había detenido a observarles intentando decidir si estaba ante el típico alboroto de chiquillos o se trataba de otra cosa. Pronto comenzaron a llegar otros curiosos.

¿Pero tú eres gilipollas o qué? Me cago en el jacobo éste… cuanto más grande más tonto. Venga vámonos que el gachó nos la lía, total no lleva ni calderilla el muy jularra.

Ya te cogeremos en otra, tonto el culo —le dijo el más pequeño —no te preocupes que he quedao con tu cara. Por éstas —advirtió cruzando los dedos y besándolos.

Ya se alejaban callejón arriba cuando la señora y los otros se acercaron para interesarse. Eugenio cerró los ojos con tanta fuerza que no estuvo seguro de si podría volver a abrirlos.

Llevaban tó la tarde dando vueltas por el barrio, buscando niños a la salida de los coles. Se juntó la peña y los trincaron de gualtrapas en un solar mientras registraban unas carteras, con los libros por allí tiraos y rebuscando en los estuches, ya ves el calibre del negocio que se traían. Bueno, pues lo típico, que en nuestro barrio no queremos peña de fuera y que a chorar a otra parte. Los rodearon entre todos pá darles un escarmiento y les sobaron un poco los morros porque al principio iban de chulitos; a luego, no veas si se quedaron mansos, hasta los críos se acercaban a darles alguna colleja o a escupirles. En éstas pasó por allí el Averío y cuando los vio en el suelo y sin posibilidad de defenderse se venó. Les dio patás en la cabeza y en las tripas con una saña que te cagas, sin parar zas, zas, zas… La peña alucinaba. El Averío ahí con un jeto que no se lo había visto nadie, los ojos raneaos pa fuera y con la quijada que parecía que se le iba a descoyuntar, cogió una barra oxidá que había por ahí tirada empezó la molienda… bueh, se venó pero bien. Los mendas estaban ya echando sangre hasta por las orejas y a uno le había partío el brazo, los mayores tuvieron que pararle porque si no los mata allí mismo. Si lo llegan a ver los de la bata blanca le ponen la camisa de correas de por vida.

Yo creo que se cegó cuando se vio protegido porque antes de eso no hacía ná, se achantaba a la mínima. Se lío una gorda porque esos chavales tenían hermanos mayores y durante dos meses hubo mucha movida en el barrio, de mojás y todo. No se volvió a ver al Averío en mucho tiempo. Yo ahí ya me cosqué de que el nota no era el típico lelo sin maldad, tenía guardao dentro tó las perrerías que que se había comido. A partir de entonces la peña ya no lo veía como el típico tonto del barrio ¿No? Si no que al Averío le cargaron una historia. El Averío era como Frankenstein pero sin el rollo del lago. Se creó una leyenda y cuando lo veían por la calle los niños corrían a tó meter.

El Averío fue desapareciendo poco a poco, como los descampaos, las chabolas y las tiendas de frutos secos. Según parece la vieja la palmó, el Dimas le dio boleto de la tienda y se fue a Móstoles con unos parientes. De vez en cuando, también llegaba alguno del talego contando que lo habían visto en el psiquiátrico penando en el ala de los babosos, que si había abusao de unas niñas, que si había matao a uno con un martillo, que si se había tirao de un edificio… Vete a saber porque en aquella época el que no le daba al jomeini, le pegaba los tripis o era un pastilloso, y lo mismo podían haber visto al Averío en el loquero que a un pastor alemán conduciendo el autobús, con que tú mismo…

CRÓNICAS DEL EXTRARRADIO: Flores Mustias

flores mustiasEstaba viendo la televisión, un viejo cuadrado en blanco y negro forrado de láminas de contrachapado, con más aspecto de mueble que de aparato; daban unos anuncios. Piso tercero F de un edificio de ladrillo con terrazas separadas por mamparas donde se acumulaban viejos enseres mal tapados con plásticos, sillas plegables y otros trastos. El piso era pequeño, humilde, apenas unos pocos muebles desparejados. En la tele aparecía una muchacha de pelo largo montando un brioso corcel. El pelo de la chica ondeaba al viento, también el del caballo y el vestido de la chica, que parecía hecho de niebla. Todo ondeaba calmosamente. Después apareció la mano de un hombre sentado en un sillón de cuero frente al fuego que se alargaba hacía la copa de coñac. Aquel hombre lo tenía todo, la chica, el caballo y el coñac, por eso se repantingaba en el sillón frente al fuego enumerando sus posesiones. Cuando comenzó el programa deportivo que estaba esperando, desde otra habitación, el volumen de la música se agigantó avasallándolo todo, guitarrazos de rock urbano, un zumbido mastodóntico haciendo latir el gotelé de la pared y las porcelanas baratas del aparador; voces desabridas hablando de asfalto, de ratas y cosas parecidas. Jandri se levantó y entró súbitamente en el cuarto donde su hermano mayor estaba le daba la espalda sentado en un pequeño escritorio iluminado por una lámpara de mesa, inclinado sobre el libro abierto y golpeando la mesa con el puño al ritmo apelmazado de la canción.

¡Quieres bajar eso, coño!

¡Fuera o te parto la boca! —respondió sin volverse.

¡Joder que estoy intentando ver la tele… !

¡Que te pires, chaval!

El hermano mayor arrastró la silla para girarse produciendo un chirrido afilado que subrayó la violencia del gesto. Hizo ademán de levantarse y Jandri salió de la habitación dando un portazo. Se sentó en el sofá desvencijado y subió el volumen de la tele a tope. Los altavoces distorsionaban la narración del locutor picando los oídos insidiosamente. La casa quedó sumida en una cacofonía intolerable. <<¡Qué se joda!>>, pensaba dándose fuerza. Hubo un trajín de llaves en la puerta que no oyó, sólo el portazo como un trueno sordo frente al caos. Su madre suspiraba envuelta en un viejo abrigo de paño negro, la cara fatigada y seria, las pantorrillas hinchadas bajo las medias crudas, la carne de los pies rebosando los zapatos de mal cuero, una mueca de hastío antes de coger aire.

¡Baja eso inmediatamente!

Jandri bajó el volumen del televisor permaneciendo el estallido del rock proveniente de la habitación. La madre volvía a llenar los pulmones.

¡JAVIEEEEEEEEEEEEEEEEEER!

El volumen de la música se fue apagando. La madre dejó las bolsas en el suelo que se extendieron levemente como cuerpos inertes mientras Jandri seguía mirando la tele.

Me han venido a buscar del colegio ¿Sabes la vergüenza que me has hecho pasar en el trabajo?

Jandri la observó sin decir nada. Su mente componía la imagen de un jarrón, un anodino jarrón lleno de flores mustias como los que había visto abandonados junto a los nichos del cementerio. Un objeto triste e inútil. Aparto ese pensamiento como quien espanta un moscardón de un manotazo. La señora quejicosa que tenía enfrente era su madre. Quiso evocar un tiempo en el que sólo era una madre, la suya, un mundo toda ella ¿Donde quedó eso? Ahora su madre se le presentaba como una triste señora, un bulto negro al fondo del plano sin asomo de interés. Se preguntó si estaría loco, si a los demás también les pasarían por la cabeza chifladuras grotescas como aquella. Tuvo que refugiarse en la tele, donde el locutor movía la boca sin emitir sonido alguno. Su madre se acercó al aparato apagándolo bruscamente y comenzó a despotricar. Era como el locutor, no podía saberse qué estaba diciendo, la mente del muchacho la hacía enmudecer o cuando menos convertía sus palabras en una letanía monocorde. Se fijó en su pelo, el color rojizo que había ido destiñendo, el blanco de las raíces abriéndose paso como una suerte de moho piloso. La cabeza de su madre le parecía un nido abandonado, saqueado y revuelto. Percibió la amargura de las palabras que no escuchaba, de sus comisuras dobladas hacia abajo. Su lamento tenía el olor rancio de los armarios apolillados. Sintió pena y ganas de no estar allí. La madre dejó de hablar. Jandri la veía suspirar, su rostro derrumbándose; toda ella se vendría abajo si no fuera por el invisible esqueleto de impotencia, desesperación y rabia que la sostenía. Apareció Javier que observaba la escena con una sonrisa satisfecha. Su madre la vio y se la borró de un tortazo.

¡Me vais a matar a disgustos!

¡Qué yo no he hecho nada, joder! Estaba estudiando en el cuarto… —protestó Javier pasando la mano por la cara enrojecida.

Hala vete, Petete… —se burló su hermano.

La madre intentaba serenarse, se frotó las palmas en el abrigo y se alisó la frente antes de coger las bolsas. La mirada que recorre la habitación tratando de encontrar un sitio donde descansar su abatimiento. Finalmente se desplomó en una silla de esparto dejando caer las bolsas entre sus piernas.

Tengo los nervios rotos, estoy molida de trabajar y todos los días me encuentro con alguna barrabasada al llegar… Alejandro, hijo, por Dios bendito ¿Qué ha pasado en el colegio? ¿Qué has hecho esta vez?

Mama, paso del colegio. No sirve para nada y no voy a dejar que los profesores me peguen…

Algo harás tú…

¿Quién?

¿Cómo que quién, Alejandro?

¿Yo? ¡Me cago en sus muertos! Pero si están tól día dando leña y luego no enseñan ná… Que paso, yo ahí no vuelvo porque como vuelva a alguno me lo llevo por delante —hizo una cruz con los dedos índice y anular y la besó mientras sentenciaba —por ésta.

¡Deja de hablar como un quinqui! ¿Pero se puede saber quién te ha ensañado eso?

Los gitanos, mama, no ves que anda todo el día con gitanos y chorizos por los descampaos —intervino Javier.

Jandri se puso en pie.

Pero tú qué dices, gilipollas ¿Qué es lo que estás diciendo? —le recriminó mientras se aproximaba con ademanes chulescos.

¡Qué te pasa a ti, niñato!

Los hermanos comenzaron a gallearse. Se retaban contenidamente tocándose la cara entre agarradas y empujones.

¡Bueno, ya está bien! —terció la madre poniéndose en pie.

Que no se meta donde no le llaman ¿Qué sabrá éste? —dijo Jandri apartándose.

Qué sabrá este, qué sabrá este… ¿Te crees que soy tonta? No hace falta que tu hermano me diga nada para saber que no andas con buenas compañías, ya me lo cuentan por ahí.

¿Quién?

Pues la gente, hijo, la gente.

La gente es gilipollas.

Si claro, aquí todos somos tontos menos tú, el listo. Pues si no quieres estudiar no estudies, no tengo fuerzas ya para andar todo el día detrás de ti. Eso sí, aquí no quiero zánganos, tendrás que buscar un trabajo y poner una mano en casa. Yo sola no puedo con todo. Te pones de chico en una tienda o de aprendiz en lo que sea.

Jandri se encogió de hombros como si con él no fuera la cosa.

Sí, eso… A tí qué te importa… vas a acabar como tos esos de las casas viejas, al fresco de la sombra o tirao en una cuneta como los de la Casiana.

Nadie dijo nada. La madre se movió pesadamente hasta la silla, apoyó la espalda en el respaldo y fue como si se derritiese. Enterró la cara entre las manos y comenzó a sollozar emitiendo un sonido que a Jandri le pareció entre desgarrador y ridículo.

¡No puedo, puñetas, que no puedo! ¿Es que no veis como estoy?

Jandri se acercó y le puso una mano en el hombro.

No llores, mama. Te prometo que mañana temprano saldré a buscar trabajo.

La madre levantó la mirada y trató de sonreír pero le salieron más lagrimas.

Me duele hasta el alma de fregar escaleras y portales y vosotros no agradecéis nada, al contrario, sois como cuervos picoteando en las heridas de una. Me dan ganas de morirme y desaparecer de una vez…

No digas eso, mama…

¿Y que quieres que diga si no?

Jandri apartó la mano de su hombro, que sintió como un objeto mustio y despojado de cualquier clase de familiaridad o calidez. Javier se acercó hasta ella. Fue a darle un beso pero sintió en las narices el tufo de la lejía y en lugar de eso le acarició la nuca fugazmente y se puso a rebuscar en las bolsas de la compra.

¡Joder mama! ¿No hay yogures? Sigue leyendo