EL PERRO AHORCADO

perrolobo 01

Nacho le puso en el muslo dos pringosas hojas de jara formando una cruz sobre la herida. Lo de Juanjo era apenas un rasguño, una raya de sangre de cinco o seis centímetros que los muchachos aprovechaban para poner en práctica sus teorías de monte. Si las hojas de las jaras rezumaban una sustancia pegajosa que se adhería a la piel, ésta debía servir para curar, como cicatrizante o desinfectante o lo que fuera. Nacho dijo que era algo sabido que la jara curaba, un saber campero y tradicional. Juanjo se dejaba hacer. Paco apoyó la espalda en una gran piedra de formas redondeadas, sintiendo como el musgo pardo y seco crujía bajo su cuerpo. Pensó que Nacho se estaba inventando lo de la jara pero no dijo nada, contribuía a darle cuerpo a la aventura. Lamentó no haberse adelantado porque aquello bien podría habérsele ocurrido a él. Se secó el sudor de la frente con el antebrazo y, después, al bajar la cabeza observó que tenía un par de puntos negros retrepando el blanco del calcetín. Los agarró y los aplastó prensándolos uno a uno entre las uñas de los pulgares tratando de escuchar un chasquido que no se produjo. Volvió a revisarse y descubrió otro camuflado en el azul oscuro de la raya del calcetín.
– Será mejor que  sigamos, esto esta infestado de garrapatas –dijo sin mirarles.
– Hay garrapatas por todo el monte –dijo Nacho.
– Sí pero aquí debe de haber un nido o algo, he cogido tres en un momento.
Juanjo se movió alarmado y comenzó a revisarse.
– ¡Estate quieto coño, que se te va a despegar! –dijo Nacho reteniéndole.
– Espera que tengo ahí una.
– Anda trae…
Nacho le arrancó la garrapata y se sacudió la mano desdeñosamente.
– Pero que así no mueren, que mi padre dice que hay que quemarlas.
– Qué quemarlas ni qué mierda ¿Te crees que ahora nos vamos a poner a purgar el monte?
– Bueno, venga, vámonos de una vez –los apremió Paco.
Ascendieron una serie de lomas y ondulaciones siguiendo en fila una estrecha vereda que atravesaba monte bajo y manchones de jara entre cardos resecos y hierbajos agostados. De cuando en cuando, se detenían para asegurarse de que seguían el camino correcto, oteando sobre las piedras y tratando de recomponer los detalles e indicadores. Si no se ponían de acuerdo, salían del camino buscando la protección de un bosquete de carrascas para demorarse en la discusión bajo la sombra engañosa y el furioso zumbido de las moscas. Nacho se impuso y los otros le siguieron a regañadientes, fastidiándolo con objeciones a cada paso hasta que finalmente atisbaron la copa de la higuera entre la maraña de matorral y subieron a la carrera hacia el promontorio. Colgando de la rama vieron los restos de la cuerda podrida y debajo una mancha reseca, una  plasta de piel y pelo reintegrándose en la tierra más oscura que circundaba al árbol. Ese era el único rastro del animal inquietante que el año anterior colgaba de la higuera pendulando a la seca brisa de poniente.
Lo del perro ahorcado comenzó en el patio como una especie de leyenda  fraguada el verano anterior. Los mayores hablaban de un lugar entre mítico y secreto que habían descubierto en el monte en sus salidas a los pájaros con escopetas de perdigones. Quisieron impresionar a los chiquillos y les calentaban las orejas con la historia de un sitio maldito con una horrible criatura ahorcada que podía ser un perro pero también otra cosa. Cuando los chavales preguntaron dónde estaba les dijeron <<es mejor que no vayáis, aun sois chicos para ver esas cosas>>. A partir de ese momento descubrir el perro ahorcado se convirtió en la principal motivación del verano. Organizaron varias partidas para encontrarlo pero el monte llegaba hasta la sierra y no se terminaba nunca. No hablaban de otra cosa, el perro ahorcado se convirtió en una obsesión. Descubrir aquel lugar misterioso suponía una aventura real, no un juego en el se vieran obligados a usar la imaginación. Allí había un animal aterrador, un monstruo fabuloso que alguien había matado y colgado por algún recóndito motivo. Les parecía estar ante una aventura legendaria. Anduvieron como locos tratando de sonsacar información a los mayores, que parecían disfrutar confundiéndoles con múltiples pistas y conjeturas, contribuyendo así a acrecentar el mito. Se dijo que era un perro asesino que había matado a unos cuantos, se dijo que era un lobo sanguinario, el último de la sierra, que era una criatura traída de otra galaxia, una mezcla de perro y oso, un monstruo que se dedicaba a chupar la sangre… Los chavales escuchaban esas historias llenos de asombro, desconcertados al observar como los mayores se reían con malicia y se daban con los codos unos a otros cuando daban respuestas vagas sobre la situación exacta del lugar y les advertían que no era lugar para críos. Hubo quien se cansó, advirtiendo de la posibilidad de que les estuvieran tomando el pelo y que sólo fuera una historia inventada por los mayores para burlarse de ellos como otras veces, pero Paco no concebía que pudiera tratarse de un engaño, aunque lo fuese. La fascinante imagen de una dudosa criatura perruna colgada de un árbol en  algún lugar del monte, le cautivaba tan profundamente y estaba ya tan arraigada en su mente que no había forma de que pudiese desmoronarse, simplemente necesitaba creerlo, su forma de entender el mundo se cimentaba en este tipo de figuraciones, enigmas y secretas andanzas, de otro modo nada tenía sentido. Encontrar aquel lugar no era sólo el inicio de una aventura si no también una hazaña que demostraría que ellos no eran menos que los mayores, que podían igualarse y ganarse su respeto. Aunque terminaron por asumir que no iban a averiguar nada de éstos, para ellos sólo era un pasatiempo verse rodeados de rostros alertas y jugar al despiste, enrabietarlos y gozar de su frustración. Paco pensaba que los mayores se esmeraban en construir un muro que delimitase lo suyo dejando fuera a los demás, pero no conformes con aislarse sin más, se esforzaban haciendo alarde de su diferencia, mostrándose altivos, arrogantes y distantes, que el resto pudiese ver lo especiales que eran, ser admirados y envidiados por pertenecer a tan exclusivo clan. Esa era su fuerza, y no se le ocurría que hubiese nada más poderoso que eso.
Pero no todos eran iguales. Javotas, el hermano de Cholichow, no tenía aquella actitud encrestada y desdeñosa. Se mostraba accesible y no le importaba pasar el rato con ellos de vez en cuando. Tenían que pillarle solo y sondearle, en los ratos de la siesta cuando salía al pasillo a leer, o al caer la tarde cuando se llegaba con los prismáticos hasta las dunas más allá de la laguna grande haciendo anotaciones su cuaderno de campo. Estuvieron unos días dándole la matraca hasta que les dijo que tenían que encontrar una charca en un hondón donde pacía el ganado y seguir monte arriba por la línea del berrocal hasta un promontorio con una higuera grande. Los chavales no estaban muy seguros de poder localizar el sitio y le pidieron que les acompañase, pero él repuso que debían encontrarlo por si solos y que eso sería precisamente lo que les  otorgaría el derecho a conocer el lugar.
A media mañana ya estaban por encima del manto de bruma que se espumaba en la costa. Eran muchos, ocho o nueve, todos armados con palos, tirachinas, bicheros y cuchillos afanados en la cocina. El bestia de Justo había traído un fusil de bucear oxidado al que había quitado la cuerda del arpón para usarlo a modo de ballesta. Estuvieron deambulando entre las jaras y los bosquetes de carrascas tratando de dar con la charca. Siguieron los senderos del ganado pensado que alguno les llevaría hasta allí pero las más de las veces terminaban metidos en los rastros de los guarros, arrastrando las rodillas, tratando de evitar los enganchones y con el cuerpo cubierto de arañazos al forzar la salida monte a través. El sol ya estaba alto y buscaron la sombra de unos pinos para descansar y revisarse de cardos, espinas y garrapatas. Justo estaba probando el fusil en el tronco de un pino, la varilla del arpón rebotaba y salía despedida flojamente. Le advirtieron que iba a despuntarla y que así no serviría pero Justo no se detuvo hasta que el viento les trajo el eco de unas perdigonadas. Ascendieron por las ásperas moles de granito cubiertas de pardos líquenes, se asomaron entre el lentisco con impostada cautela y vieron el hondón y la charca. El que tiraba era el Paraguas, José Luis, el del puesto de melones, que los chavales llamaban el Paraguas por su pelo negro mate cortado a tazón. Estaba disparando sobre las tortugas de la charca. Había algunas manchas de sangre espesa flotando en la superficie y las vacas se mantenían cabeceando a una distancia prudencial, mirando hacia el agua y haciendo tentativas de acercarse, pero cada vez que sonaba un disparo seguido del chapoteo los animales daban un respingo alejándose. Decidieron dar un rodeo y sorprenderlo llegando por detrás, Nacho dijo que podrían amenazarle y quitarle la escopeta, <<confiscarla para la misión>>. Cuando aparecieron a su espalda le dijeron que se considerase su prisionero pero el Paraguas ni siquiera se volvió. Apuntó a hacia la charca, disparó un perdigonazo que rebotó en el caparazón de una tortuga produciendo un chasquido seco.
– No hay distancia –dijo aun sin volverse –hay que esperar a que estiren los cuellos porque a las grandes no las traspasa.
– ¡Arriba las manos! –ordenó Justo.
– Te hemos cogido a la espalda –dijo Nacho.
El paraguas se giró y les dijo que llevaba toda la mañana oyéndolos en el monte y que los había visto asomar las cabezas en las piedras de arriba. Cuando vio que Justo le apuntaba con el fusil le dijo que aquello no tenía fuerza ni para atravesar un lagarto y le apuntó a su vez con la escopeta. Justo bajó el arma sintiéndose un poco ridículo. A todos les quedó claro que no iban a conseguir la escopeta. El Paraguas les dio la espalda y se preparó para disparar esperando a que la cabeza de alguna tortuga asomara a través del agua fangosa. Mientras lo hacía les dijo que si pretendían recechar a alguien no deberían ir por el monte armando bulla de romería. Los chavales comenzaron a discutir entre ellos culpándose unos a otros y el Paraguas los mando callar justo antes de dirigir el cañón de la escopeta un poco a la izquierda y disparar. La cabeza de la tortuga se abrió como una valva  encarnada transformándose en un manchurrón que buscaba la orilla surcada por los cráteres que las pezuñas dejaban en el barro. El disparo provocó una exclamación y comentarios admirados. El caparazón quedó flotando panza arriba, las tiesas patas estiradas y unos harapos sanguinolentos meciéndose en el agua oscura allí donde antes estaba la cabeza.
– ¿Para qué haces eso? –preguntó Paco.
– ¿Lo qué?
– Matarlas.
– Para hacer puntería, por echar el rato…
Paco observó la charca, había caparazones flotando y tiznes resecos cubriendo las piedras.
– ¿Pero a este paso no vas a dejar ni una? –insistió Paco.
– ¿Y qué? Son bichos.
– ¡Y mola taco! –dijo Justo aproximándose para examinar la escopeta.
– Igual se podían comer –comentó Berti tímidamente.
– Pues venga, cómetelas tú, asqueroso –le cortó Fernandito.
– Antes se comían –aclaró el Paraguas -en Tesorillo y más pa arriba dice el abuelo que se comían pero que es cosa de gente atrasada y de cuando el hambre. Esos bichos no sirven, valen pa na…
Justo le pidió que le dejase pegar un tiro pero el Paraguas contestó que su escopeta no la tocaba nadie. Estuvieron un buen rato viendo como disparaba. A veces el proyectil no daba en el blanco y atravesaba el agua con un ligero chapoteo que hacía que la tortuga se asustara y se sumergiese; pero era patente que el muchacho tenía oficio y puntería, y no hubo que esperar demasiado para ver otro cuello reventando con un ruido sordo como de cachetada.
– El perro ese que buscáis está poco más arriba –dijo el Paraguas señalando el lugar –subiendo el roquedo por donde sus habéis venido llegáis sin pérdida.
– ¿Y da miedo? –preguntó Cholichow con una sonrisa tirante.
El Paraguas se le quedó mirando rascándose la cabeza por debajo de la gorra costrosa.
– Dicen que da miedo –trató de explicarse Cholichow buscando con la mirada la complicidad de los otros.
– A los chiquillos igual –repuso parcamente.
– ¿Es un fantasma? –inquirió Berti con timidez.
Hubo algunas risas y el niño posó la vista en el suelo. El Paraguas los miraba a todos tratando de saber si le tomaban el pelo.
– Vámonos ya de una vez –se impacientó Paco.
– Es un perro ahorcado –decía el Paraguas –un perro, eso es lo que se hace cuando ya son viejos o no sirven…
Una vez más la gris amenaza de una realidad prosaica se cernía sobre el refulgente atractivo insondable del mundo imaginado. Paco no necesitaba oír más y comenzó a moverse entre los otros tocando sus hombros e instándoles a ponerse en marcha.
Ese lo mismo salió silvestre y tiraba bocaos o cualquier cosa… -continuaba el Paraguas alzando la voz a medida que los otros iban tomando hacia el berrocal.
Cuando llegaron hasta el alto vieron la higuera y hubo una sacudida general, contagiada de unos a otros como una corriente ante el balanceo de la sombra informe. Se acercaron con prudencia hasta el animal colgado, que en su pendular les volvía la cara con la blanca sonrisa grotesca en una parálisis de presta dentellada. Alrededor del árbol, el suelo estaba lleno de brevas caídas, la mayor parte plastas reventadas que producían un perezoso aroma dulzón que se mezclaba con el fato a muerto del ahorcado. Se apiñaron frente a aquello, el chico tras el grande, entre contenidas exclamaciones de sigilosa conmoción; aquietados a la penumbra difusa de unos pinos que elevaban sus copas por encima de la higuera, mutando en  tenebro el monte vencido de sol. La piel reseca, entre momia y encurtido, formaba pliegues a lo largo del cuerpo conteniendo un interior que se adivinaba vacío o consumido. El pelo, ya muy escaso, se distribuía en mechones apulgarados por el espinazo y tras las orejas. Los muchachos concentraban la vista en su vívida expresión inerte, los ojos, todo negra pupila fósil, y la boca petrificada en una agónica carcajada de blancos incisivos y caninos entre el oscuro morro arenoso. La misma brisa que balanceaba al animal hocicando se propia fetidez hacía crujir las ramas altas de los pinos, espantando el silencio del monte y accionando los resortes de la congoja. Nacho le arrimó un palo a la barriga y empujó renovando su vaivén. Otros lo imitaron purgando los miedos a golpe de palo, en sañuda procesión hasta que el balanceo caótico del ahorcado le hacía arremeter hierático contra unos y otros provocando sustos, risas y repugnancias. A Paco le pareció como si el gesto de la criatura tomara un cariz ligeramente distinto, aunque siempre grave, con cada giro y según el ángulo desde el que se mirara; y se diría que aquella cosa también le observase, ahora de frente luego de soslayo, sometida al capricho oscilatorio de la cuerda. Casi podía percibir algo vivo y tornadizo en la marejada de su rígido semblante. Cuando los otros se cansaron de castigarlo, Paco compartió sus observaciones y se acuclilló instándoles a que lo examinaran. Todas las miradas acompañaron el movimiento del animal entre el silencio respetuoso de unos y las expresiones jactanciosas de los otros.
– Lo más seguro es que sea un perro rabioso que mataba gallinas -observó Nacho después de usar su palo para detener el inquietante balanceo.
– O no, vete tú a saber –opuso Justo.
– Ya está éste llevando la contraria como siempre, Justo, Susto y Disgusto… ¿Qué sabrás tú?
Los otros rieron el choteo.
– Nachito, tengamos la fiesta en paz que yo no te he insultado, majarón.
– El justiciero de las cabezas –intervino Fernandito riendo el primero su observación.
Le apuntó con el oxidado fusil y Fernandito corrió a esconderse tras Nacho que miraba a Justo alzando la barbilla desafiante. Justo bajó el arma y habló.
– Lo que yo digo es que puede ser rabia o no, porque si lo dices por la cara que tiene… yo no sé si habrás visto otros perros atropellaos o gatos o lo que sea, picha, porque todos tienen la cara así que parece que van a dar un bocao, que esa es la cara les queda para cuando la diñan.
– Qué listo eres, Justicia.
– Y tú qué tonto, compadre.
– Ya vale hombre –zanjó Paco –Justo tiene razón. Podría ser otra cosa porque esa cara es cara de muerte chunga y eso es lo único que está claro. Algo tuvo que hacer…
Hubo una pausa y todos siguieron inspeccionando al animal, dando vueltas en torno a él como un singular comité de expertos que tratase de emitir un dictamen. Ahora mecido reposadamente por la suave brisa, la insólita fiera parecía observarlos con cierta expectación ante las conclusiones sobre su propia naturaleza.
– También podía ser un lobo –apuntó Berti casi en un susurro.
– Calla pringao, que no tienes ni idea –le hizo notar Jandri antes de buscar la complicidad de su hermano – ¿A que no, Paco?
– No, un lobo no es pero por las orejas y la forma del morro podría ser una hiena…
– Halaaaa, mira éste –dijo Juanjo – ¿Cómo va ser eso, si eso es de la selva?
– De la sabana.
– ¿De?
– De la sabana, no de la selva, coño.
– Las hienas son mucho más grandes –apuntó Nacho.
– No tanto.
– Cómo que no si luchan con los leones –continuaba Justo.
– Pero no de una en una.
– Anda ya… ¿Cómo va a haber una hiena aquí?
– Dejarle hablar, membrillos, mi hermano sabe un güevo de animales.
– El canijo todo lo que diga el hermano –dijo Justo -Tú hermano es el mejor ¿A que sí, picha?
– Mejor que tú.
– Por que tú lo digas, pichita.
– Por lo menos no tiene la cabeza como un Telefunken.
Tras la ristoda Paco se interpuso entre Justo y su hermano y mandó callar a este último. Después añadió:
– ¿Os acordáis del safari que había yendo para La Alcaidesa?
La mayoría dijo que si lo recordaban y muchos que habían ido con sus padres, antes de que cada uno comenzara a contar las anécdotas de sus visitas continuó.
– Pues el safari lo cerraron.
– Es verdad que lo cerraron el invierno pasao –confirmó Fernandito –y dicen que a los monos esos con hocico perruo no los pudieron trincar y viven en un pinar que hay cerca de San Roque.
– Anda ya –dijo alguien.
– Eso no me lo creo.
– ¿Qué no? Pregúntale a mi hermano el Daniel a ver si no los ha visto –se defendió Fernandito.
– Eso es mentira –dijo Justo.
– A ver si tienes los cojones de decirle al Daniel que es mentira…
– ¿Pero vosotros sabéis lo difícil que tiene que ser coger a todos esos bichos? –medió Paco interrumpiendo la discusión siempre latente que de nuevo se principiaba –Lo que yo digo es que a lo mejor –y recalcó –a lo mejor es una hiena a la que no pudieron coger y andaba por aquí escapada.
– Eso hubiera salido en los papeles, picha –señaló Nacho.
– ¿Tú lees el periódico?
– Pues en el telediario –dijo Justo.
– O no, para no alarmar a la población –concluyó Paco.
De vuelta al patio quien más quien menos lo daba por bueno, mejor una hiena escapada del safari que un perro cualquiera. Lo de la hiena al menos sonaba exótico y misterioso, y era una teoría, una explicación que adornaría aun más la leyenda de esa bestia ahorcada. Los mayores habían descubierto el lugar pero ellos volvían con sus pesquisas y conclusiones y eso hacía que de alguna forma la aventura les perteneciese ahora enteramente. Se la habían arrebatado y serían ellos quienes la contaran a otros, a las niñas, a los de la urba, a las otras pandillas; la criatura ahorcada en el monte, un perro espeluznante muerto en extrañas circunstancias que en realidad era una hiena asesina escapada del viejo safari.
Paco ya sabía entonces que aquello no podía ser una hiena, los detalles no cuadraban. Las patas negras, los costados moteados, las orejas redondeadas y el morro romo, el perro ahorcado no tenía nada de eso. Paco pensó que lo sabía entonces pero se había negado a permitir que las evidencias arruinasen el vivificante atractivo de lo insólito. Ahora podía asumirlo. No había nada que ver, una cuerda deshilachada mecida por la parca brisa, un manchurrón de piel y pelo.
– ¿Y para esta mierda hemos subido hasta aquí? –se quejó Nacho.
Se produjo un silencio que era como el silencio de las cosas que ya no están. Los muchachos contemplaban la higuera infértil y daban pasos cortos alrededor con las manos a la espalda, clavando las zapatillas en la tierra arcillosa al detenerse, los brazos cruzados, el gesto de una mano sosteniendo la barbilla y vuelta a caminar rodeando el perímetro del árbol como extraños jueces peritando el vacío.
– Vámonos de una puta vez, menuda gilipollez haber venido –insistió Nacho.
– Ya, ha sido una tontería –dijo Paco.
– ¿Joder, pues eras tú el que querías venir? ¿Qué pensabas que íbamos a encontrar? –preguntó Juanjo.
– No sé, algo… -trató de justificarse Paco.
– ¿Sí? Pues no hay nada, ya os lo dije que no iba a quedar nada. Vámonos que tengo que preparar las cosas de bucear –dijo Nacho.
– ¿Vas a ir a bucear esta tarde? –quiso saber Juanjo.
– Sí.
– ¿Con los mayores?
– Claro.
– ¿Y podemos ir?
– Ya sabes que no hay sitio en coche.
– A lo mejor fallaba alguien.
– Pues no.
– Ya, y además no quieren que vayamos con ellos –dijo Juanjo mientras se deshacía de las últimas hojas de jara que aun no se habían despegado de su pierna.
– Eso también ¡Oye, no te quites el ungüento!
– Me quito lo que me da la gana, no te jode… y no es un ungüento ni una pócima ni nada, que te lo has inventado, son una porquería de hojas pegajosas.
– Allá tú, si se te infecta.
– Sí, se me va a infectar por cuatro zarzas de mierda. Me van a cortar la pierna, no te digo… anda vete con los mayores a ponerles tus ungüentos.
– A que te parto la cara.
Paco, ajeno a la discusión, seguía con la mirada clavada en la cuerda y la plasta seca sobre la se mecía. Le pareció que aun perduraba allí el eco de algo siniestro que no podía comprender. Se preguntaba por qué los hombres colgarían a un perro, independientemente de lo que éste hubiera hecho ¿Por qué colgarlo? ¿No era más fácil pegarle un tiro y dejarlo tirado en cualquier sitio? En las películas de vaqueros colgaban a los hombres, pensó que eso podía tener un sentido. Ver a un tío ahí colgado le quitaría las ganas de robar caballos a más de uno ¿Pero que pretendían colgando a un perro? ¿Qué otros perros rabiosos o asilvestrados comprendieran lo que les sucedería en caso de quebrantar la ley de los hombres? No tenía ningún sentido. Después se imaginó a los hombres llevando  a un perro  hostil que tratara de zafarse de la cuerda sacudiendo la cabeza, con las orejas echadas hacia atrás, la cola entre las piernas y la amenaza de su sonrisa serrada entre los labios replegados. Pasarían la cuerda por encima de la rama y tirarían colgando al animal, que se revolvería gruñendo y desgañitándose hasta que la vida se le escapase. Juzgó que eso podría durar un buen rato. Seguro. Los hombres observando la agonía del perro, su lucha desesperada que sólo contribuía a estrechar aún más el cerco sobre la garganta; las observaciones técnicas entorno a la efectividad del nudo corredizo, el grosor de la cuerda, la altura de la rama; los dedos que prenden cigarrillos señalando, subrayando las apreciaciones sobre el coraje y resistencia del ahorcado; los rostros arcaicos del paisanaje campero, gestos pétreos refrenando la compasión, el horror, el deleite, la tristeza o cualquier otro asomo de sentimiento.
Los demás ya habían echado a andar. Paco supo que cuando volviese a aquel lugar no quedaría nada, menos que nada, ni la cuerda, puede que ni la higuera. Apretó el paso al enfilar la cuesta, cuando llegó al alto trepó hasta una basta mole granítica volviéndose hacía el árbol. Quizá el motivo de colgar a un perro o, lo que fuera, allí arriba no respondiera a un razonamiento lógico ni práctico. Quizá dejarlo colgado sólo formaba parte de un añoso ritual, una advertencia a la naturaleza indócil de que los hombres estaban  allí y no iban a consentir arrostramientos ni fierezas. Recordó unos dibujos de empalados y cabezas ensartadas expuestas en un páramo.
– ¡No era una hiena! –oyó que le gritaba Nacho desde abajo.
– ¿Qué? –preguntó mientras se volvía hacia su amigo.
– ¡Que no era una puta hiena, era sólo un perro que alguien había ahorcado!
– Ya, pero ¿Por qué? Eso es lo hay que saber.
– ¡Por que se les puso en los cojones!
Paco descendió apuradamente para llegar hasta él y comenzó a señalarlo, haciendo vehementes movimientos con la mano antes de hablar.
– Eso no es ninguna razón, macho, nadie hace nada porque sí.
– ¿Cómo que no?
– Le podían haber pegado un tiro en la cabeza y ya está.
– ¿Pero para qué van a malgastar plomo tirándole, majareta, cuando es mucho más fácil llevarlo amarrao de una cuerda? Si seguro que el chucho iba hasta moviendo la cola pensando que lo sacaban de paseo… Te lo llevas hasta el higuerón, pasas la cuerda por lo alto de la rama, tiras y la amarras donde sea. Así de fácil,
Se pusieron en marcha al mismo tiempo y caminaron uno detrás de otro entrando por el estrecho paso entre el jaral.
– ¿Y si estaba rabioso? –dijo Paco casi para sí mismo.
– Que no estaba rabioso – respondió Nacho –que rabioso ni na. Moviendo el rabo a to mover iba el animalito.
– Ya compadre, pero yo me acuerdo de la cara esa que tenía ¿Pero tu viste la cara esa que tenía? –dijo Juanjo ya en el limpio mientras se refrotaba la savia pringosa adherida a sus dedos en los pantalones vaqueros recortados.
– Pues claro que la vi ¿No te jode? Esa es la cara que se le queda a uno cuando la diña traicionao y pillao a sorpresa.
– ¿Y si el perro era suyo? –preguntó Paco.
– ¿De quién?
– Del dueño, del que lo ahorca… -dijo Paco percibiendo un ligero tono de angustia en su propia voz que le hizo sentirse estúpido.
Se produjo un silencio y siguieron monte abajo.
– Da igual si el perro era suyo, el perro ya no servía –dijo Nacho mientras se arrastraba por la escorrentía levantando nubecillas de polvo rojizo.