EL TRAMPAS

IMG_6165EL TRAMPAS

<<De continuo sólo nosotros y el Trampas>> le había dicho el vecino respondiendo a la pregunta sobre cuántas personas vivían en la aldea.

La primera impresión había sido de soledad, abandono y agreste melancolía, y eso era precisamente lo que esperaba encontrar cuando se decidió a alquilar aquella casería en lo alto del monte. <<El mundo se viene abajo>> le había dicho a su mujer <<El sistema se está colapsando y no aguantará. Yo no sé lo que va a pasar, pero lo que sí sé es que no quiero que se críe en la ciudad; creo que lo mejor que podemos hacer por nuestra hija es darle la oportunidad de que crezca en contacto con la naturaleza, pegada a la tierra y a la verdadera esencia de la vida. Que aprenda de donde vienen los alimentos y como producirlos, que viva en consonancia con los ciclos estacionales y comprenda sus efectos. Si esto sigue así, la única escapatoria será volver a las raíces, a la tierra… y los conocimientos derivados de eso van a ser fundamentales en su vida>>. Su mujer se había criado en un entorno rural y estuvo de acuerdo en que ese había de ser el camino desde el principio.

La aldea estaba a diez kilómetros del pueblo, en lo alto de un monte que como todos los montes que lo rodeaban, había sido aserrado, esculpido y barrenado; roído hasta las entrañas a base de dinamita, ultraje y ambición. Lo pudo comprobar en su primera semana en la aldea, cuando decidió recorrer aquel paisaje de tajos graníticos y montes mordidos, confinados por la severa vigilancia de las altas montañas que rondaban la lejanía. Pudo distinguir al menos tres minas de cielo abierto abandonadas en los alrededores de la aldea. En dos de ellas, debajo de las cuñas dinamitadas, habían surgido pequeños lagos. Al horadar toparon con manantiales subterráneos que imposibilitaron continuar con la explotación. Las majadas y desmontes abandonados lucirían cicatrices y abolladuras, recordatorios eternos de industriosa voracidad de los hombres.

El vecino era un tipo grande, orondo como un planeta. Las mejillas encarnadas y los ojos azul turquesa le daban el aspecto imposible de los dibujos animados. Vivía con su madre, una anciana de porte repolludo con la cabeza nublada por la edad que se expresaba a base de bufidos y refunfuños que sólo el hijo parecía comprender. Eran aldeanos de los altos, de esos que lo más lejos que se aventuraban en toda a su vida era a bajar al valle y los pueblos que se orillaban al río. En el valle les decían gentona, apelativo que conjuntaba necedad y candidez. Se trataba de gente recia y simple que se pasaban el día trasladando sus vacas de un prado a otro y llevaban una economía de subsistencia.

Ya desde aquella primera semana, su vecino, quiso ponerle al día de las particularidades del lugar. Le habló del sol que calentaba los altos mientras el valle se sumía en el frío remojo de la niebla, le advirtió sobre el raposo y la gineta que saqueaban los gallineros, del viento del este que cuando se presentaba era para barrer el monte tumbando árboles, vallas y chamizos, y también le advirtió sobre El Trampas:

Es abrir la boca y no salir una verdad. Todo lo retuerce y lo lía. Ese no habla más que para buscarle pleitos a uno. Lo mismo que el raposo, que siempre anda rucando el engaño.

Con el otoño llegaron los cazadores, y con ellos los Land Rovers bloqueando los caminos, la insolencia y la escopetería regada de aguardiente. Cazaban al aguardo desde la misma aldea, bien pegaditos al coche por si la nube descargaba. Un día los encontró a poca distancia de su finca, en el camino que conducía al cielo abierto. Andaba buscando un atajo que le llevara al castañal de la ladera donde pretendía abastecerse de leña cuando se topó con la cuadrilla pertrechada con sus ropas de camuflaje, sus chalecos fluorescentes y sus rifles telescópicos. Había uno que cuya figura le era familiar, una figura encorvada y nudosa que le pareció haber divisado alguna vez, a lo lejos penando por los caminos. Supo que era él. Tenía los ojillos negros remetidos al fondo de la cara como si alguien hubiera taladrado allí dos diminutos agujeros. El rostro estaba hinchado y desgastado por la intemperie. La nariz, como un tubérculo de formas irregulares, las enormes orejas y las manos engarfiadas y sarmentosas, le daban un tenebroso aire de criatura mitológica, una suerte de trasgo humanizado por el jersey rijoso y una gorra de la caja de ahorros calada hasta las cejas. Cuando lo vio estaba venteando, asomado a un promontorio desde el que parecía partir un camino tupido por la maleza que llegaba hasta el bosque. Entre perro y hombre, el Trampas les hacía de ojeador, parecía señalarles distintas manchas en lo sucio del monte, sin duda refugios de los bichos. Se aproximó.

Oiga ¿No baja por aquí un camino que lleva hasta el bosque?

¿Tú no eres el que está ahora viviendo en la casa de Manolo?

Sí, supongo, en la casa esa de ahí —respondió señalando a su espalda.

Sí, esa siempre fue la casa Manolo.

Pues allí estamos viviendo.

El Trampas se quitó la gorra y se rascó la cabeza metiendo la uñas entre el pelo ralo y sudoroso mientras echaba miradas furtivas desde los ojillos agazapados.

¿Puede decirme si por aquí sale un atajo para bajar al bosque? No quiero dar toda la vuelta por la pista —le insistió.

No —dijo el Trampas volviendo la cara tras una pausa —por aquí no se va a ninguna parte, no hay más que zarzas y tojales. No, por aquí no hay…

A los pocos días pasó por el mismo sitió y comprobó que vislumbraba una senda tapada por los matorrales desde donde consiguió abrirse paso hasta el bosque. Allí abajo, en los alrededores de una torreta de electricidad había mucha madera ya cortada, tirada por el suelo tras el despeje que se había hecho para levantar la torre.

Pasó el otoño y entró el invierno. Se hizo con unas ovejas y un perro pastor diligente y eficaz al que sólo le faltaba hablar. Llegaron las nieves y hubo de construir un caseto para resguardar a las ovejas. Se pasaba el día en la finca, entre las ovejas y el huerto. Bien pegado a la tierra como pretendía. Viendo pasar los días sin tregua arropado por la soledad de la aldea y el monte mancillado. De cuando en cuando, veía pasar a el Trampas al que el invierno parecía encorvar cada vez más; en tal grado que se diría a punto de echar a andar a cuatro patas, casi abandonándose a su condición animal. Cuando coincidía que estaba trabajando en la finca, el Trampas se paraba un rato junto a la valla a echar unas palabras insustanciales <<Qué, las ovejas…>>, <<Viene nieve…>>. Él lo tenía por una especie de husmeador, un aranoso que buscaba sacar alguna ventaja de lo que veía y escuchaba para después urdir el amaño; al verlo torcía el gesto y no le daba carrete, seguía con lo que estaba haciendo y sólo levantaba la cabeza para responderle con algún monosílabo o contemporizar a través de trivialidades destinadas a zanjar la charla. Dos o tres veces por semana el Trampas pasaba por delante de la finca. Se detenía a observarlo y hacer algún comentario que él trataba de sortear fingiéndose muy ocupado, concentrándose en la tarea o simplemente ignorándole si se encontraba a suficiente distancia . El perro comenzó a percibir esa hostilidad y le ladraba con saña. No ladraba a nadie más. El perro también había calado a el Trampas; o quizá era sólo que desconfiaba de su apariencia animalesca, pero cada vez que topaba con él por aquellos andurriales le recibía con un alboroto de ladridos y daba vueltas a su alrededor hostigándole, a continuación el amo llamaba al perro para sacárselo de encima mientras el Trampas decía cabizbajo <<Es necio el perruco ¿eh?>>. Estos encuentros pasaron a formar parte de la rutina de la aldea, como el viento del Este que tiraba los chamizos, como el sol resplandeciente y jubiloso elevándose sobre la niebla del valle, como el choteo de las urracas en el prado; el perro desaparecía ladrando con especial inquina y ya sabía que por ahí llegaba el Trampas y que antes de saludar le diría: <<Es necio el perruco ¿eh?>>.

Una tibia tarde de finales de Febrero en que volvían a la finca después de realizadas las compras en el pueblo, el perro salió a recibirles timoneando el rabo y levantándose sobre las patas traseras como siempre hacía. Estaban sacando las bolsas del coche cuando notaron que los ladridos del perro tornaban de la alegría a la alarma y de allí a la inquina. El trampas llegaba por el camino alzando las manos a la altura del pecho y cerrando los puños con desconfianza mientras el perro lo acosaba dando vueltas a su alrededor. Tuvo que gritar a todo pulmón y apretar los dientes autoritario para que el perro lo dejara. El Trampas llegó hasta ellos y él ya anticipó la frase que sus labios principiaban: <<Es necio el perru…>> pero entonces vio a la niña, brillaron sus ojillos y su rostro reflejó la transformación sacudía su interior. Se acercó a la madre que la sostenía en sus brazos, preguntó <<¿Puedo?>> y sin esperar respuesta acarició la cara del bebé, la olfateó y la un besó con ternura animal. Ver aquella mano de nudos engarfiados y aquel rostro huraño y abotargado junto a la luminosa blandura de la cara de su hija le hizo sentir un momentáneo aguijonazo de repugnancia que se fue disipando a medida que los ojillos de el Trampas titilaban de emoción y su boca garabateaba una sonrisa tan fea como plena de ternura. La madre se la entregó dejando que la sostuviera, la niña se echó a reír, el perro se tumbó apaciguado a los pies de la escena y a él le pareció que los ojos del Trampas se agrandaban colmados de calidez.

El trampas dijo que tenían que pasar por su casa, que tenía una muñeca antigua que guardaba desde hacía mucho tiempo y quería que fuese para la niña. Le contestaron que no era necesario pero insistió en que fueran por ella. Le dijeron que ya pasarían, pero puso tanto empeño en la muñeca que finalmente la madre se ofreció a acompañarlo mientras él se quedó metiendo la compra en casa.

Era una de esas muñecas antiguas, de una inquietante belleza hierática de ojos dorados; con la cabeza de porcelana y un vestido de volantes satinados. Al verla, le llegó, desde los áticos de la memoria, la imagen de una habitación extraña y partículas de polvo bailando en el haz de luz de una ventana; los muebles antiguos y una vieja cama repleta de siniestras muñecas que parecían encerrar espíritus secuestrados.

Sentaron a la niña frente a la muñeca pero apenas le dedicó una mirada, prefirió volcar su interés en una caja de cartón vacía.

La muñeca viene con una historia —dijo su mujer.

Cuenta…

Cuando íbamos hacía su casa le pregunté si había nacido aquí o vivía aquí desde siempre…

Y qué…

¡Joder, no te lo vas a creer, menuda historia…!

Cuenta, coño…

Pues me dijo que sí.

Que sí, qué…

Que era de aquí, que se había criado en la casa con su abuela. Que a sus padres los habían matado en la posguerra.

¿Quién?

La Guardia Civil y los fascistas, las fuerzas vivas, dijo.

¿Cómo? ¿Por qué?

Cómo que por qué, pues porque eran fugaos del monte. Me dijo que estos montes estaban llenos de fugaos, repletos ¿Sabes ese sitio detrás de la casa, entre los helechos, junto a los casetos, donde vimos unas flores de plástico?

Sí.

Pues allí hay uno. Pero hay muchos más. Me dijo donde habían matado a su madre, un poco más abajo junto a la carretera. Sus padres tenían 20 y 21 años. Estaban esperando a que llegase a Tazones el barco que los llevaría a Francia pero los cogieron antes. A su padre lo mataron primero, le dieron un tiro que le atravesó la boca de lado a lado y huyó, pero siguieron el rastro de sangre y lo remataron como a un perro. La madre duró un día más escondida entre los matorrales de zarza, luego la descubrieron, la violaron entre catorce y la mataron en los matorrales de ahí abajo. Ahí mismo, debajo de su casa… pero no sabe donde se llevaron el cuerpo, se habla de fosas comunes desperdigadas por estos montes…

¡Dios Santo!

Sí. El tenía catorce meses cuando ocurrió. Y tuvo que criarse con la abuela.

Joder…

Decía que aquí murieron muchos, él se conoce lugares donde hay gente enterrada pero dice que hay muchos más que están desaparecidos. Se ha dedicado a colocar unos hitos, dice que piedras amontonadas y a veces una cruz hecha con dos ramas para señalar esos lugares y que no se olviden pero que ya a nadie le importa eso…

A menudo sitio hemos venido a parar…

También dice que esta casa era de Manolo, y que a Manolo también lo mataron.

¿Aquí?

No creo, él no ha dicho eso. Si esta era su casa seguro que se echó al monte.

¿Y la muñeca?

La muñeca era de su madre…

Cenaron después de acostar a la niña y su mujer estuvo desgranado los detalles acerca del Trampas. Que le fue imposible rechazar la muñeca por más que lo intentase, a el Trampas se le humedecían los ojos mientras insistía en que la muñeca había de ser para la niña. Dijo que el Trampas había trabajado toda su vida en la mina y que ahora tenía un par de yeguas con las que sacaba potros todos los años y también criaba faisanes para repoblaciones y para reclamo. La casa era humilde y antigua, había un montón de gatos alrededor. Dentro, parecía haber muchas habitaciones y todas muy pequeñas; que olía a una mezcla de humo y alcanfor. También dijo que en el recibidor había un enorme retrato a carbonilla de Felipe González, un retrato que abarcaba toda la pared. Él sonrió por primera vez en toda la tarde regocijándose en la paradoja, <<el Trampas admiraba a un tramposo>>.

Llegó la primavera con sus lluvias caprichosas y sus largos días estirándose hacia el verano. No acaba de acostumbrarse a la desolación de aquel paisaje de roca y huesos ultrajados, a veces le parecía que los pájaros trinaban circunspectos o que, a la caída del sol, los aullidos lastimeros de los perros formaban parte de alguna especie de oscura liturgia. Aún así vivían en contacto con la tierra y eso le seguía pareciendo más que suficiente. No perdía la oportunidad de mostrarle a su hija los pequeños secretos de la vida, los corderos recién paridos, los nombres de árboles y plantas, las puestas de los sapos en un charco… En uno de estos paseos, estaban contemplando a una yegua con su potrillo cuando apareció el Trampas. El perro pastor continuaba ladrándole, y el Trampas seguía cerrando los puños y recogiendo un poco los brazos, pero ni los ladridos expresaban la hostilidad de antes ni el gesto de el Trampas parecía ir más allá un leve impulso suavizado por la costumbre. Cuando lo chistó, el perro se tumbó a los pies de el Trampas levantando los ojos hacia el amo y emitiendo un suave quejido.

Puede estar tranquilo, el perro no va hacerle nada.

No, ya lo sé pero bueno… Me sigue dando un no sé qué… De crío tuve que quedarme muchas noches guardando el ganao… De aquella había lobos…

¿Había lobos? ¿Aquí?

Muchos, en todavía alguno queda ahí enfrente en Peña Grande —dijo señalando a su espalda la sierra que culminaba en una mole granítica que semejaba un erosionado bastión de formas irregulares —pero de aquella había muchos, muchos muchos… las noches de invierno bajaban a los corrales a ver que podían sacar. Hubo una noche que las pasé muy malas, debían de andar envalentonados por la hambruna y me daban vueltas alrededor como hace éste.

El perro se levantó, emitió un gemido lastimero y se sentó. El Trampas, se fijó en la niña.

¡Madre del amor hermoso, pero cómo crece esta moza!

La niña le miró un momento y volvió a fijarse en la yegua y el potro.

Qué ¿Te gusta la potrina?

La niña volvió a mirarle abriendo mucho sus ojos de plata y sonrió.

¡Claro que sí, vida! —dijo el Trampas al tiempo que le acariciaba la cara con el dedo grueso y áspero como una raíz.

El trampas llamó a la yegua que se acercó hasta ellos seguida por la potrina. Le iba susurrando arrumacos para tranquilizarla mientras le acariciaba el cuello. El padre aupó a su hija hasta situarla cerca de la cabeza de la yegua, que amusgaba las orejas y daba pequeños respingos cuando ella comenzó a palmearle el hocico; pero pronto su atención se fue hacia la potrilla que curioseaba asustadiza protegiéndose en el flanco de su madre, sin decidirse a acercarse a los humanos.

Pues esta potrina ha de ser para la niña ¿Te gusta, bonita? —dijo observando como la niña sonreía asomando dos pequeños dientes níveos sobre el labio inferior —mira como le gusta a ella. Es tuya la potrina, esta es para ti ¿A que sí, bonita…?

No hombre, no ¿Cómo va a ser eso? No podemos…

La potrina es de la niña y no se hable más. Al final del verano, cuando se destete.

La niña miraba a la potrina con la boca congelando una sonrisa y los ojos brillando muy abiertos, conteniendo el parpadeo en la plata de sus pupilas. El animal se aproximaba tímidamente hinchando los hoyares, captando el aire de aquella figura con la que parecía mantener una conexión arcaica, infantil y enigmática.

Transcurría el verano con sus noches de polillas y sus días gruesos y nítidos. Los últimos rayos del sol de la tarde atravesaban la ventana de la sala y arrubiando los cabellos de la muñeca hierática colocada sobre el alfeizar. La habían dejado allí como especie de adorno pues la niña, cuando se la ponían delante, no mostraba ningún interés, prefiriendo siempre los otros muñecos, los peluches animales y otros cachivaches, cuando no cualquier caja o envoltorio de algo. Por el contrario, en él, la muñeca ejercía una suerte de indescifrable influjo. Algunas veces se acercaba a la ventana y observaba la muñeca buscando en sus inertes ojos dorados la explicación para algo indeterminado.

Una mañana le sobresaltaron los ladridos del perro y se asomó desde el huerto para ver como llegaba el Trampas con sus andares torpes y agarrotados. El perro daba vueltas timoneando el rabo a sus alrededor. El trampas cargaba con esfuerzo dos grandes bolsas de plástico, una en cada mano; las asas estiradas por el peso, un enjambre de moscas bailoteando a su alrededor, un líquido rojizo encharcando la base de las bolsas. Iba canturreando algo que repetía como un mantra y que al principio, con los ladridos del perro, no conseguía entender pero sí cuando estuvo lo suficientemente cerca:

¡Aquí vengooo yo, aquí traigoooo… la potrina para la mi niña….!

Chistó al perro para que se calmara y cuando el Trampas llegó hasta la cancela dejó las bolsas en el suelo y dijo:

Es necio el perruco ¿eh?

EL GUARDAMETA NO ESTA SOLO

Soccer - FA Cup - Semi Final - Chelsea v Liverpool

En el calentamiento ya estaba jodido. Arrastraba los pies. Ejecutaba los ejercicios en una atmósfera de desidia y pesada flojera. En su propio microclima de abandono. El estómago se le caía al suelo y se preguntó si el campo magnético que le circundaba no tendría una fuerza gravitatoria más elevada e insidiosa. Desde luego no se imaginaba a ningún pájaro echando a volar por donde él pisaba. La hierba le olía a podrido y cuando se encaminó a la portería se percató de que el sol le daba directamente en la cara. Mala cosa.

Iniciado el encuentro veía dos balones, todo su afán se concretaba en la solución del enigma: cuál de los dos era de cuero y cuál de aire y alucinación visual. Llegado el momento de actuar, se decidió por uno de ellos. Un balón fácil que venía hacia él trazando una suave parábola, pero le rebotó en las manos y tuvo que hacerse con él en dos tiempos. Cuando su cuerpo llegó al suelo sintió el impacto como una sorda demolición de carne y hueso, de plomo. Le pareció como si se hubiera quedado allí clavado, pegado al césped por acción de la melaza magnética que lo rodeaba. El esfuerzo de levantarse le produjo una sensación de zozobra en lo húmedo, mar gruesa orgánica. En la grada se dibujaron rareos y sutiles muecas de preocupación, salpicaduras de caca en la confianza. Le llevó unos segundos interminables localizar a los jugadores y distinguir unos de otros. Una pérdida de tiempo, lo mejor que podía hacer era pegar un patadón y alejar la pelota de su portería, cuanto más lejos mejor, que se arreglaran ellos. Fue un saque flojo que apenas rebasó el centro del campo, pero al menos se procuró unos instantes de calma mientras los jugadores disputaban en un horizonte turbio del que nada quería saber.

Hay una cosa importante, temblar no es bueno, y él temblaba, no por miedo, que también, si no por falta de estabilidad; esa que permite tener el cuerpo bien plantado y los músculos en tensión, preparado para salir a buscar el balón, para tapar el arco o realizar alguna estirada en el momento justo; ni un segundo antes ni uno después. El guardameta se miraba los guantes culpabilizándolos, buscando en ellos el motivo por el que se le había escapado la pelota. Trató de humedecerlos escupiéndose en las palmas pero sólo consiguió que afluyera un delgado hilillo de su boca estropajosa que quedó suspendido entre los labios y el guante.

Olvídase de eso, muchacho –le dijo la voz.

¿Cómo que me olvide? ¿Quién cojones ha dicho eso? respondió girando la cabeza a ambos lados mientras trataba de desembarazarse del hilo de saliva sacudiéndose la mano.

Soy la voz del aficionado, de uno que reflexiona sin dejarse llevar por la parte volitiva.

¿Eh? Estoy peor de lo que pensaba dijo para si.

Estamos hablando a través de un proceso telepático, estoy en la grada, justo detrás de usted.

El guardameta se dio media vuelta localizando a unos críos que correteaban entre los asientos plastificados del graderío, un poco más arriba había un hombre pequeño y avejentado que fumaba en pipa y levantó la mano para saludarle.

Cuidado, están a punto de bombear un balón –dijo la voz.

Pero qué cojones…

El guardameta volvió al juego justo a tiempo para ver el balón como un guisante blanco recortando entre los limpios del cielo. Se concentró en él haciendo un cálculo para saber cuando y donde caería exactamente. La pelota se estaba convirtiendo en una sombra parda a medida que se acercaba al sol; de pronto pareció que el sol se la hubiera tragado para volver a escupirla un instante después. Cuando decidió ir en su busca notó la respuesta perezosa de las piernas, era como correr a través de una ciénaga. Tiró de ellas en un arrebato desesperado pero chocó bruscamente con un defensa de su equipo que despejaba de cabeza. El golpe le hizo caer como un fardo mientras oía la los reproches <<¡Me cago en Dios! ¡Si vas a salir a por ella avisa! ¿Pero qué coño te pasa?>> El guardameta se puso en pie sintiéndose un estúpido, hubiera querido contestarle, recuperar su autoridad con un buen grito; una airada réplica que pudiera afianzarle en su posición de jefe del área, pero cuando se decidió a hacerlo el defensa ya se había perdido en una nube de camisetas descoloridas y confusos guarismos. Se sentía asediado por el latoso rumor de la grada, un eco cavernoso en el que predominaba la vocal “U” aseteado por el chirrido de los pitos y las protestas fachendosas. Todavía un poco aturdido por el golpe, no podía saber lo que decían, pero podía imaginarlo, dicen : <<Ya estamos como siempre>>, <<Ese tío no vale>>, <<Así no se puede>>, <<Ese portero es una mierda>>… Decían <<¡BORRACHOOO!>>.

La noche anterior se había ido de caipiriñas (lo único que no bebió), se tomó más de trece cubatas. Cuando comenzaba la noche se sentía muy seguro <<un par de tragos y me voy a la cama>>. Tras las primeras copas se iba confiando <<mañana estaré recuperado, estoy en plena forma>>. Después todo daba igual, y al instante suena el despertador y piensa <<ay, mierda>>. La ducha parece que sí, pero no. Los ojos inyectados en sangre y la fofa inconsistencia de su piel haciendo ridículas y poco convincentes las expresiones de seguridad ensayadas frente al espejo. Se dirige al campo pensando <<ojala no haya partido, ojala llueva o nieve o desaparezca la liga o estalle alguna guerra que nos obligue a todos a ir a morir a donde sea>>.

Nada de eso ocurrió. Trató de sonreír recordando la voz que había surgido en el interior de su cabeza pero la sonrisa se derrumbó, apenas esbozada, como un castillo de arena barrido por el oleaje. Podía oler aquella pestilencia dulzona en su transpiración, sentir una gota gorda brotando en el centro de su cabeza como un sapo con vocación de sombrero. Intentó poner sus músculos apunto ejercitando los brazos, flexionando las piernas y realizando repeticiones de saltos, pero no conseguía sacudirse la pegajosa torpeza que le dominaba. Si los jugadores del otro equipo lo supieran tirarían incluso desde el centro del campo. Debía aparentar entereza y dominar la escena. Unos cuantos gritos con gesto encolerizado podrían bastar, no es necesario que lo que grite tenga sentido, no es lo que se dice si no cómo se dice, basta un ¡EEEEH, COJONES!, un ¡ME CAGO EN LA PUTA QUE ME PARIÓ!, para que todos piensen que está muy concentrado en el partido. Una fanfarronada, la ilusión de crear una ilusión.

¿Pero para qué? Pensó cuando ya ahuecaba las manos en torno a la boca para amplificarse. No podía ocultar nada, bajo el larguero hay un cancerbero con pies de barro, una gallina sin plumas en el cuello, un bono-bus gastado, el sin brazos… Tarde o temprano llegaría el gol y llegó temprano. Se produjo en un rápido contraataque, el que llevaba la pelota se escoró hacia la derecha comenzó a avanzar hacía la portería. Al traspasar la línea del área, el guardameta salió a buscarlo, pero no había dado ni dos pasos cuando el jugador cedió a su izquierda donde apareció el extremo entrando a toda velocidad. El guardameta vio pasar el balón ante sus ojos y supo lo que tenía que hacer, tenía que llegar hasta el otro poste y tapar el hueco por donde sin duda el balón iba a entrar. Era una parada difícil pero podía hacerse, no sería la primera vez. Aquello le reconciliaría con el mundo, cerraría las bocas de esos cretinos que no tenían nada mejor que hacer un domingo por la mañana que acudir a un partido de tercera a desgañitarse en un vano intento de sublimar sus exiguas miserias. Sin embargo, las cosas sucedían a una velocidad en su resacosa cabeza y a otra en la vida real; sus músculos reaccionaban con fastidio, las piernas no le daban. Cuando estuvo en el aire con su cuerpo formando una línea paralela con el suelo, justo antes de pensar <<lo voy a parar >>, el balón ya había quedado tras él, allí donde nunca debiera estar. Nadie podía reprocharle nada, lo había intentado, aunque sabía que no tenía posibilidad alguna, así no. En la retina de sus compañeros quedaría como una valiente tentativa que podía disculparlo, pero nada hubiera cambiado si en lugar de estirarse se hubiese quedado junto al poste fumando un cigarrillo. Cuando vio el balón allí dentro le sobrevino una impotencia que se fue resolviendo en una especie de tonta tristeza infantil. Al levantarse a recoger la pelota, el vómito se le agolpó en la garganta y hubo de tragarse aquella cosa ante su propio estupor ¿Había ocurrido realmente? El rasposo amargor en el paladar decía que sí. Tuvo la sensación de que no estaba jugando un partido, era más bien como si estuviese representando un papel en una comedieta, su único objetivo era hacer de guardameta solvente, no ser solvente, tan sólo parecerlo. Si esto coincidía con el objetivo de que su equipo no perdiera, tanto mejor, te llevo porque me pilla de paso, pero poco le importaba el resultado del partido siempre y cuando no quedase ridiculizado en la parte que le correspondía. El portero está solo, se decía, es un marginado dentro del grupo ¿Qué clase de estúpido juega a defender con su cuerpo una portería cuando el resto corre, se las ingenia, lucha, dibuja jugadas y se recrea en la esencia del juego? El portero juega con otros conceptos, lleva otra camiseta, es otro rollo… Juega a no perder y casi siempre pierde, la única cosa por la que pelea es por mantener cierta belleza en la derrota, un evitar tanto como le sea posible la razón principal del juego, el gol y el gol llega casi siempre, si no, no hay fútbol.

¿Para qué hace esto? le preguntó la voz.

¿Para qué hago el qué?

Jugar así… no lo entiendo, exponerse de esa manera…

Soy el portero.

Claro…

¿Pero qué coño es esta puta voz? ¿Qué cojones de droga me tomé yo anoche?

Sólo soy un aficionado, ya se lo he dicho. Estoy contactando con usted telepáticamente…

¿Pero de verdad estás ahí detrás?

Sí, no se vuelva. Sigua el juego ¿Está siguiendo el juego?

Sí.

Vale ¿Podemos hablar?

¿Para qué?

Para que no esté solo ¿Qué edad tiene?

Adivínalo, estás dentro de mi cabeza.

Estoy dentro de su cabeza telepáticamente, y eso sirve para que podamos comunicarnos pero no soy un puñetero adivino.

Treinta.

¿Y tiene aspiraciones de llegar a algún equipo importante? No sé, de primera o segunda división…

¿Estás de broma?

¿Y entonces por qué sigue?

¡Joder, por que no tengo otra cosa! Me pagan un sueldo.

Le pagarán una mierda.

Pues con esa mierda vivo.

¡El balón!

Ya voy.

El guardameta tuvo que ir a recoger la pelota que había salido por la línea de fondo. Después la colocó sobre la línea del área pequeña y sacó de puerta.

¿Qué hizo ayer?

Estuve tomando unas copas con unos amigos.

¿Con los compañeros del equipo?

No, amigos.

¿Y por qué bebió tanto?

¿Cómo que tanto?

¿A qué hora llegó a casa?

Yo qué sé.

Podía haber tomado un par de copas y acostarte a una hora razonable.

Esa era la intención.

¿Y?

Era sábado, lo estaba pasando bien. Te tomas unas copas y luego otras…

¿Y lo que no son copas?

Eso también.

Sigo sin entender qué es eso tan divertido que impide a un deportista que tiene que levantarse temprano para jugar un partido cumplir con su responsabilidad.

También había unas chicas, quería follármelas.

Entiendo, pero no se puede hacerlo todo, es cuestión de prioridades. En la vida hay que elegir.

Elegiría si pudiese vivir varias vidas.

Eso no sé si podrá ser, yo soy agnóstico… prácticamente ateo.

Y yo, por ese motivo quiero hacerlo todo.

Y todo mal.

No bebo mal del todo.

Seguro, pero si tiene que jugar y el día anterior se va por ahí de copas tampoco lo disfrutas plenamente, ya que le acabará preocupando el hecho de no estar bien para el partido.

Si bebo lo suficiente casi consigo olvidarlo.

¿Del todo?

No, del todo no.

Pues eso, y lo mismo ocurre cuando juega en malas condiciones como ahora, no disfrutadel partido ¡Cuidado, hay vienen otra vez!

Ya los veo.

¡Pero salga hombre, no se quede ahí!

¡No me digas como tengo que hacer mi puto trabajo!

El delantero rival había conseguido controlar el balón dentro del área, en las inmediaciones había otros compañeros esperando el centro. El guardameta se adelantó un par de pasos, flexionó las piernas disponiéndose a intervenir, concentrándose en tensar los músculos. El delantero intentaba regatear a un defensa cuando fue derribado. Sonó el silbato, el árbitro indicaba el punto fatídico. Los jugadores le rodearon en una nube de aspavientos y protestas que de nada servirían, el rollo de siempre. El guardameta se volvió a mirar hacia la grada y allí estaba él. Ahora con el juego detenido se fijó un poco más, esta vez le pareció un sujeto de lo más pintoresco, una especie de profesor retirado de barba canosa y ojillos sagaces vestido con una chaqueta de lana apolillada y un sombrero de pana verdoso. Su cara moruna le era muy familiar. El tipo encendió su pipa con la parsimonia del profesorado y después de soltar una bocanada de humo la levantó a modo de saludo. El guardameta se situó bajo el larguero, miró al lanzador, un chico con el pelo de punta como estalactitas apelmazadas que dejaban a la vista el cuero cabelludo, unas patillas ridículamente finas cercaban sus orejas; un modernillo birrioso, otro más, uno de esos que toman carrera y amagan con tirar a romper para frenarse en el último instante y lanzar suavemente al otro lado. Tras estudiar su aspecto, calibró la decisión. Era un idiota delgaducho y frágil, probablemente se creería muy técnico así que chutaría por lado de su pierna natural, si era diestro a la izquierda del portero, si era zurdo a la derecha. Se alejó un par de pasos del balón y se perfiló para lanzar. El guardameta dedujo que era diestro cuando observó como se pasaba la mano por el pelo para fijar las estalactitas engominadas.

Escuche dijo la voz he estado observando a ese chico y creo que…

Ahora no, socio.

El guardameta sabía que no tenía nada que perder, lo normal en un penalti el gol. Sólo tendría que dejarse caer, fuera el balón a donde fuera no sería culpa suya, pero quería pararlo, quería intentarlo, pensó que estaría muy bien hacer algo así. Una oportunidad para la redención. No sería tan difícil si acertaba con el lado. Miró a los ojos del lanzador que le mantuvo la mirada un instante antes de sonreír con falso desdén y mirar al árbitro esperando la orden. El guardameta se mentalizó para estirarse hasta llegar a su poste izquierdo, y eso hizo un segundo antes de que el pie del lanzador entrara en contacto con la pelota. Cuando estaba en el aire lo supo, el balón iba hacia allí, él iba hacia allí, tenían una cita a la que ambos llegaban puntuales. La grada bramó, sus compañeros le felicitaron y el lanzador se llevó las manos a la cara y estuvo un rato negando con la cabeza y mirándose los pies. El guardameta suspiraba desterrando tensiones. Se sintió más ligero, había compensado sus errores, los errores de todo el partido, los de la noche anterior. Vivía rápido, sufría, luchaba, lo había conseguido. Una efímera victoria, más que suficiente.

¿No vas a decir nada, socio?

Tengo que reconocer que eso ha estado bien.

Cuestión de suerte.

Lo hizo usted muy bien.

He cumplido.

Pero su equipo aun va perdiendo.

Yo he hecho mi parte, no puedo meter también los goles.

Está muy crecido, pollo. Usted sabe que no ha cumplido enteramente, no lo hace cuando llega a jugar un partido en estas condiciones.

Poco tiempo después de reanudarse el juego, el árbitro indicó con un estridente pitido que el primer tiempo había concluido. El guardameta en lugar de encaminarse al vestuario con el resto de sus compañeros, se dirigió hacia la grada donde el hombre de la pipa le esperaba atusándose las barbas.

¿Eres Julio Angüita?

¿Qué tiene que ver eso?

Eres Julio Angüita.

Eso no importa, he querido comunicarme contigo para ayudarte, para que no te sintieses solo porque siempre he pensado que los porteros son figuras incomprendidas que han que soportar una responsabilidad compleja. Juegan a ser sólidos, a no perder sabiendo que lo normal es que sean vencidos, al menos en la parte que les corresponde… Su cometido es ciertamente utópico…

Yo le voté.

Ahora estoy retirado.

Somos dos utópicos ¿No le parece? Dos utópicos telepáticos.

La ideología no tiene por qué ser utópica.

Quizá no, pero pensar que la gente pueda entenderle a uno si lo es.

Estoy retirado, ahora lo que me interesa es saber por qué alguien actúa así.

¿Por qué actúo cómo?

Así, podrías llegar a ser bueno. Tienes cualidades y lo hechas todo por tierra. No eres un chiquillo, ya tienes edad para actuar con responsabilidad, coge las riendas de tu vida, hombre de Dios.

¿Pero qué sabe usted de mi vida? ¿Y qué hace en un campo de fútbol de tercera división contactando telepáticamente con el portero? Debería estar escribiendo ensayos o probando sus teorías en la junta de vecinos.

He venido a aprender, a conocer los hechos del mundo porque hay cosas que sigo sin explicarme.

¿Pero de qué habla?

El señor Anguita se sumió en el silencio por unos instantes. Miró al suelo, después al cielo donde el sol le obligó a achinar los ojos. Movía la cabeza hacia ambos lados con virulencia y obstinación mastodóntica. Intentó calmarse dando una chupada a su pipa pero se había apagado, lo que pareció contrariarle más.

¡De todo, de absolutamente todo! ¿Cómo es posible que a estas alturas y partiendo de una democracia consolidada no seamos capaces de asumir nuestras responsabilidades? ¿Qué hay que hacer para que el individuo participe de la política, de la vida social y se interese por construir un sistema justo y sólido?

Pero eso qué tiene que ver con…

Todo, lo macro si explica a través de lo micro.

No hay conciencia social, señor Anguita, hoy todo es clase media y una búsqueda permanente de estímulos individuales. No se lo tome tan a pecho, la vida es una fiesta que se termina…

¡Claro, reguémonos el alma con unos vinos y cuando el vino se acabe nos tiramos los vasos a la cabeza! ¡Olvidémonos de todo y construyamos una nueva Gomorra! Todo es una mierda ¿Verdad, guardameta? Nos decimos, todo es una mierda, apuramos los licores y luego nos reímos con esa risa gruesa que gastan los imbéciles en los ambigús.

No desbarre Anguita, lo único que puedo decirle es que jugar con resaca no es bueno y beber con remordimientos tampoco ¿Pero sabe qué es lo peor?

Qué.

Aguantarme, reprimirme, renunciar a algo esperando que después merezca la pena, la mayoría de las veces no la merece.

Morir joven y dejar un bonito cadáver, como esos ídolos del rock que venera la juventud.

La juventud venera el dinero, como el resto, y no se trata de morir sino de vivir, califa, vivir el momento.

Carpe diem.

Lo que sea… ¿Se va a quedar al segundo tiempo?

No tengo nada mejor que hacer.

Pues como yo.

ENTREVISTA A UN MILLONARIO

mujer annunakis¿Cuánto diría que gana usted?

Ni lo sé…

Se hizo un silencio. El millonario descruzó las piernas y echó la espalda hacia atrás recostándose y haciendo crujir esponjosamente el cuero del sofá. Su actitud señalaba suficiencia combinada con cierto retraimiento, una especie de coqueta timidez destinada a bruñir su magna figura. Casi se podía sentir esa atmósfera de misterio creciendo en torno al entrevistado como una niebla que iría esclareciendo poco a poco, hasta terminar por descubrir el castillo soberbio de su idiosincrasia. La periodista no dijo nada, decidió con su silencio sumarse a ese misterio, permanecer impasible ante la nebulosa y dejar que la muda tensión acabase por disiparla.

Aquella era una más de la serie de entrevistas que bajo el título “Confesiones en la Élite”, su periódico le había encargado para la edición dominical. El objeto era dar voz a magnates, próceres y potentados que se suponían parte de las élites selectas; tradicionalmente discretas, veladas, pero con sospechada influencia directa en el devenir, en los engranajes que generan el antes, el ahora y el después de nuestro viejo amigo el mundo.

Apareció el mayordomo con una bandeja, la depositó en la mesa baja frente a la periodista y miró al millonario. Ante el gesto de complacencia de su señor se retiró tras una sutil reverencia, dejando una estela de plateada dignidad. La periodista se sirvió una cucharada de azúcar y se entretuvo recreándose en la dilución. El fotógrafo que la acompañaba fijó el foco en la esquina opuesta a la ventana y propuso aprovechar la pausa para tomar las fotografías.

Si le digo la verdad —dijo el millonario —no soy muy amigo de los posados, prefiero que vaya tomando fotos a medida que conversamos. Ya procuraré yo no hurgarme la nariz ni recolocarme la huevera.

De acuerdo entonces —dijo el fotógrafo encendiendo el foco tras una discreta carcajada —iré tomando fotos y luego elegimos una.

La mirada del millonario se quedó fija en la periodista, que sorbía su café manteniendo la taza de porcelana sobre el platillo y tratando de parecer desenvuelta.

¿Le parece que continuemos? —la instó suavemente el millonario.

Naturalmente, le preguntaba por sus ingresos…

Esta no es la primera entrevista de la serie ¿Verdad?

No, claro que no. Me parece que usted hace el cuarto.

-—¿Y todos les preguntó sobre el dinero que ganaban?

Sí, suele ser la primera pregunta que hago, es algo que sirve para romper el hielo.

Ah, muy bien, muy bien ¿Y qué le contestaron?

¿No las ha leído usted?

El tema de las élites no me interesa demasiado, si le digo la verdad…

Ya… Pues responden con vaguedades, no quieren precisar, se quitan importancia y dicen cosas como <<menos de lo que usted cree>> ¿Va a responder algo así usted también?

No, yo le he respondido que no tengo ni idea.

A mí me suena a evasiva…

Pero no lo es. Verá, cuando uno está en este nivel el dinero fluctúa constantemente, no es posible saberlo.

Pero es mucho…

Claro, alma cándida. Según usted hago parte de las élites ¿No es así?

¿No le importa reconocerlo?

¿A qué se refiere?

A las élites, normalmente, los que mueven los hilos no quieren ser vistos. Los otros entrevistados aseguran modestamente que ellos no alcanzan tal influencia…

Es que eso de los hilos y las marionetas del poder es una metáfora demasiado manida ¿No cree? La gente de mi posición no maneja los hilos, por supuesto que ejercemos una influencia pero es algo más complejo eso.

Pero no niega la influencia y eso es un poder, que es ejercido.

Claro que no ¿Por qué habría de negarlo? Yo normalmente puedo, por lo tanto tengo poder. Todos podemos en mayor o menor medida…

Todos somos iguales menos algunos que somos más iguales que otros…

¡Bien traído, señorita! —dijo levantándose de golpe y dirigiéndose al escritorio.

El millonario abrió un cajón , cogió una pitillera plateada y se acercó a la mesa.

Intuyo que con esas referencias orwellianas aceptará usted uno de mis cigarrillos —dijo abriendo la pitillera.

¿No será lo que parece?

Cannabis sativa de producción ecológica y la mejor calidad.

No creo que no, se lo agradezco…

Le advierto que los últimos estudios médicos revelan las bondades de este producto como analgésico, depurativo, antidepresivo y un sin fin de cosas más ¿Usted no quiere uno? —dijo dirigiéndose al fotógrafo que dudó —Vamos, vamos, las barbas le delatan, amigo retratista, se ve que es usted un tipo underground…

El fotógrafo miró a la periodista, se encogió de hombros y aceptó el cigarrillo. El millonario fue hasta el escritorio y volvió con un pesado encendedor metálico con forma de elefante. Encendieron los cigarrillos y charlaron ufanamente sobre las bondades del producto. Cuando el millonario volvió a su lugar en el sofá frente a la periodista, el fotógrafo se puso a mirar a través del visor de su cámara y dijo:

Supongo que no querrá que tome fotografías hasta que no haya acabado de fumar…

No se preocupe por eso, amigo, usted haga su trabajo.

¿Seguro que no le importa aparecer así? —intervino la periodista.

Así ¿Cómo?

Pues fumando sustancias ilegales.

En absoluto, aunque no creo que pueda asegurarse que estoy fumando algo ilegal sólo por una fotografía ¿No? —y después de observar el cigarrillo detenidamente añadió —aunque la verdad es que no parece un Marlboro…

Además, podría aparecer en la entrevista.

Ah bueno, pues que aparezca, no tengo inconveniente alguno.

Pero es ilegal.

Oiga, qué insistente ¿No pertenecerá a la liga de mujeres católicas o algo de eso? Es ilegal y no lo es, o cada vez lo es menos y puede que su uso quede globalmente aprobado a no mucho tardar… Y volviendo al tema de la influencia, no nos quedemos sólo en el porrito ¿Recuerda que le dije que esa influencia formaba parte de un entramado más complejo?

Lo recuerdo.

Pues le pongo un ejemplo: a lo mejor el hecho de que yo aparezca fumando y hablando del cannabis puede favorecerme…

Cómo es eso…

Bueno, primero aportando mi granito de arena a la desmitificación: oiga, igual que podría salir en la entrevista tomando una copita de vino, salgo con el joint. Y no pasa nada, y doy la imagen de un triunfador fumando cannabis y hablando de sus valiosas cualidades…

¿Y qué gana usted con eso?

Pues que contribuyo modestamente a la normalización de un producto y a que se abran vías para su futura comercialización…

La periodista desplegó una sonrisa sostenida por la ironía y se pasó la mano por los cabellos atusándolos.

Y usted ha invertido en esa futura comercialización.

Naturalmente, es uno de los negocios con mayores expectativas, una mina de oro…

Seguro que sí ¿Pero de verdad cree que es este un buen ejemplo de influencia de las élites?

Naturalmente, pero debe usted entender. Como le he dicho antes, el que aparezca alguien a quien, de un modo u otro, se le relaciona con el éxito y se fume un porrito contribuye a normalizar la imagen del producto, pero eso sólo es un granito de arena. La influencia que ejercen los interesados en su comercialización abarca muchísimos más aspectos: políticos, presionando para su legalización (primero Holanda, ahora los Estados Unidos); sociales, como el mecenazgo de movimientos contraculturales; medicinales y tecnológicos, apoyando la investigación de sus aplicaciones; etc, etc, etc…

De modo que las élites…

¡Élites, élites! —la interrumpió —No sea ingenua señorita ¿De verdad piensa que las personas que usted entrevista forman parte de las élites? A lo mejor le estoy desbaratando su serie de entrevistas pero de ninguna manera alguien que pertenezca a lo que usted llama “las élites” va a concederle ninguna entrevista.

Pero entonces usted…

¿Yo qué? Yo como los otros, seremos financieros y gente de negocios, de dinero, de mucho, si usted quiere, pero nosotros no somos las élites. Nosotros tenemos contactos, amistades, nos va bien ¿Millonarios? Vale. Tenemos influencia en muchas cosas pero nosotros no creamos el tinglado, no somos el Gobierno Invisible, nosotros no somos el club Bidelberg, ni pertenecemos a las grandes familias: los Rothschild, los Rockefeller, los Morgan, los Dupont… Llame usted a esos a ver se le dan una entrevista.

¿Pero entonces, cómo definiría las élites?

¡Eureka! Pues haber empezado por ahí, hija de Dios… —exclamó levantando los brazos al cielo.

Se hizo un silencio soló roto por el sonido digital del disparador de la cámara. El millonario recuperó el cigarrillo de cannabis del cenicero y lo encendió soltando una espesa y fragante bocanada de humo. Al oír un nuevo clic digitalizado se volvió hacia el fotógrafo.

Luego me las enseñas ¿Eh? A ver si ahora me vais a sacar con un pie de foto que diga “el chamán millonario” o “El rastafari ahumado de las élites”…

No se preocupe.

Bueno, usted quería saber lo que son las élites… —dijo volviendo a la periodista

Ilústrenos, por favor.

Con sumo gusto. A mi modesto entender, las élites son un escaso y selecto grupo de personas —y aquí hizo un puntualización entrecomillando gestualmente lo de personas —que forman lo que podría denominarse el Gobierno Invisible. Estas familias, ya sea por cuenta propia o generalmente agrupados en lobbys, apoyan y derrocan gobiernos, financian la creación de grandes corporaciones, financian guerras para proteger sus préstamos y ganar dinero… Bueno, ganar dinero, es una forma de hablar… Ellos fabrican el dinero, lo ponen en circulación. Esta gente controla los bancos centrales que tienen la facultad de emitir moneda. Usted sabe que la emisión de moneda está en manos privadas, que no son los gobiernos de los países quienes controlan esas entidades… —hizo una pausa y la miró directamente a los ojos —¿Lo sabe o no? Por cierto tiene usted unos ojos preciosos, tienen esa cosa aturquesada de los mares coralinos…

Muchas gracias, —dijo desviando la mirada con cierto gesto de fatiga antes de continuar —estábamos con las entidades que emiten moneda.

Sí —respondió dejándose caer hacia atrás de nuevo.

Bueno, a ver, en teoría…

¡Qué teorías ni que niño muerto! ¿Quien controla la reserva federal americana? ¿Quién controla el FMI? Ahí están sus chicos, señorita, ahí están los Rothschild, los Morgan y los otros… Pero le decía antes que lo de ganar dinero es una forma de hablar ¿Sabe por qué?

Ansío la respuesta ¿Es necesario que sigamos con este juego de las preguntas retóricas?

Me gusta interactuar.

¿Por qué dijo que lo de ganar dinero era una forma de hablar? —preguntó con un ligero ademán teatral.

Porque por cada moneda que ponen en circulación a través de los bancos, añaden un porcentaje de deuda, de manera que nunca hay en circulación el suficiente dinero para cubrir esa deuda ¿Qué hacen entonces?

Emitir más moneda.

¡Guapa, y lista! Emiten más dinero para cubrir la deuda anterior y queda una nueva deuda que volverá a cubrirse con una futura emisión y así indefinidamente ¿Dónde está la bolita? Puro trile, el recopetín…

¿Y usted asegura que mediante este tipo de procesos las élites continúan enriqueciéndose?

Sí, pero no es dinero el objetivo último.

¿No?

No, el verdadero poder viene de esclavizar a las personas. Con este procedimiento lo que se consigue es que cada ciudadano cargue con una deuda que jamás podrá pagar, y por tanto queda esclavizado de por vida.

Esto es muy interesante, pero ahora me gustaría ir por otro lado.

Diga que sí, ponga rumbo a donde se le antoje…

Usted patrocina varias instituciones médicas y científicas ¿Es una especie de deber filantrópico para los poderosos aportar parte de su capital al desarrollo de proyectos destinados a progreso y mejora de las condiciones de la humanidad?

El millonario se incorporó para responder pero la periodista le hizo un gesto con la mano para que aguardara.

¿Es en el fondo una forma de expiar la culpa, la mala conciencia derivada de su situación de privilegio frente a las dificultades y padecimientos del resto?

Lo primero es que yo no tengo ningún tipo de mala conciencia por tener dinero, eso es completamente absurdo ¡Ya está bien de fariseísmos y santurronería! —respondió adoptando una indignación lobuna —Le diré más: si financio la investigación científica es para sacar provecho de ella. Si consiguen una medicación contra el cáncer, los primeros beneficiarios seremos los míos y yo. Esa es la principal motivación, primero lo mío, luego los demás, y quién diga lo contrario miente o es idiota. No se puede ir contra natura. Le pondré otro ejemplo: los científicos están avanzando mucho en el estudio de los genes, cuáles son aquellos genes o complementos genéticos que influyen en la aparición de determinadas características físicas o intelectuales que contribuyen a la mejora del ser humano. Esto generará un gran debate moral, pero es evidente que el día de mañana podremos elegir el tipo de ser humano que queramos y hacerlo a nuestro gusto.

Pero eso es como fabricarlos…

Llámelo como quiera, el caso es que si yo apoyo estos proyectos es para poder un día beneficiarme de ellos, en este caso mejorando mi genética; enriqueciendo mi potencial cromosómico y prevaleciendo por los siglos, que es el fin último de los individuos.

Entonces, según usted, el hombre es…

Un animal, un ser volitivo. Estómago, gónadas; hambre, deseo y miedo. El hombre, señorita, es un animal consciente de si mismo, de su situación espacio-temporal y de su destino; por tanto, esclavo de esa condición. Por lo demás, no nos diferenciamos mucho del resto de los animales. Queremos sobrevivir y perpetuarnos, no perpetuar la especie, no existe una conciencia global de especie, la perpetuación no tiene ningún sentido si nosotros como sujetos individuales, no somos protagonistas directos.

De modo que al final todo queda explicado siguiendo teorías naturalistas y postulados biologicistas…

Simples y denostadas verdades, quizá demasiado cruentas para el común de los hombres. El hombre es insincero, opta por dulcificar y tirar de confeti espiritual. De cualquier modo, estas teorías sólo explican una parte. Pueden interpretar nuestro comportamiento pero no aclaran nada sobre la gran pregunta…

¿La gran pregunta?

¿Por qué estamos aquí? ¿Cual es nuestro papel en el universo ?

¿Y tiene la respuesta?

Ya se lo dije antes, estamos esclavizados.

¿Pero eso qué significa? Esclavizados ¿Por quién? —preguntó visiblemente irritada.

Supongo que por eso que usted llama las élites.

Las élites…

Las élites son los annunakis.

¿Y quiénes son esos annunakis? —preguntó achinando los ojos con fastidio.

Son unos hijos de puta ancestrales.

No he oído hablar de ellos.

Ese es su mayor logro. Se ocultan tras la indolencia y la aceptación de la moderna lógica mundana. Son de origen extraterrestre pero viven en la tierra desde antes de que apareciera el hombre.

Extraterrestres… —dijo la periodista echando la mirada al aire y dejando caer sobre la mesa su bloc de notas.

Sí, guapa, no me miré así. Si hay una certeza es la incertidumbre ¿Usted es capaz de responder las preguntas de quiénes somos, de donde venimos, a dónde vamos?

Bueno, no, pero es que no entiendo…

Claro, no entiende. Pues si usted misma reconoce que no entiende, no ponga caras raras, querida. No ponga caras raras cuando le hablo de extraterrestres, si vive usted en la inopia, al menos no se regodee…

Oiga…

¿Sigo o no sigo?

Siga siga —aceptó fatigosamente.

Los annunakis llegaron a la tierra para aprovecharse de sus riquezas. Buscaban minerales y otros componentes, y decidieron crear la raza humana como fuerza de trabajo. Su tecnología permitió crear pirámides, ciudades sumergidas y muchos otros ejemplos de su potencial que aún hoy perduran. Los anunakis siguen entre nosotros y conforman una élite mundial, el Gobierno Invisible del que antes le hablé; las formas de esclavitud han cambiado, ahora nos esclaviza la deuda pero seguimos siendo esclavos.

Unos más que otros…

Sí, unos más que otros pero esclavos al fin y al cabo.

¿Y como es que algo así no se denuncia?

Aquellos que lo han hecho (desde los altos estamentos, se entiende) han acabado muertos en extrañas circunstancias: los Kennedy, Luther King, Olof Palme…

Dando por válida esa teoría… Usted es un hombre influyente, es manifiesto que tiene contactos con altas esferas ¿No tiene miedo de perder apoyos pregonando estas tesis?

Teniendo dinero no hay nada que temer, las personas que hacen negocios conmigo saben que tengo con que responder. Rentabilizando las inversiones uno puede tener opiniones todo lo extravagantes que se le antojen.

Pero usted ha dicho que los que denunciaron las injusticias de las élites…

Pero aquellos eran hombres realmente influyentes, personas que eran escuchadas y cuyas opiniones tenían un calado importante en la población. Yo en el fondo ¿Qué soy? Un millonario estrafalario que se ha fumado un porrito y le ha dado por desbarrar, un tipo desgalichado que no ofrece ningún peligro…

De nuevo el cannabis…

Lo que le dije, un sin fin de aplicaciones.

La periodista, cerró su bloc de notas, apagó la grabadora y se levantó ofreciéndole la mano al millonario.

Bueno, creo que hemos terminado, muchas gracias por su tiempo.

No hay de que —y sin soltar la mano de la periodista añadió —¿No tienen hambre?

La periodista negó con la cabeza al tiempo que retiraba su mano. El millonario se acercó al fotógrafo para revisar las instantáneas. Dio su conformidad elogiando su trabajo y comentando algunos por menores a cuenta del enfoque, la profundidad de campo y la captación de la luz.

Es usted un buen profesional ¿Tiene por ahí alguna tarjeta? ¿Seguro que no quieren quedarse a tomar algo? Puedo pedir que nos sirvan un aperitivo en el jardín…

No muchas gracias, tenemos cosas que hacer —rechazó la periodista impacientándose.

¿Qué ocurre? ¿Está usted molesta por algo?

En absoluto.

¿Quizás la entrevista no ha salido como usted esperaba?

Desde luego no ha sido lo que esperaba, tengo la sensación que me ha tomado usted el pelo.

Le prometo que no era mi intención, aunque mírelo de este modo, a fin de cuentas eso es lo que hacen las élites.

La periodista asintió, le hizo un gesto a su compañero que recogía la parafernalia fotográfica para que se apurase y se cruzó de brazos.

¿Por qué no se relaja un momento y viene al jardín a tomar un refrigerio? Le aseguro que podrá recibir la suave caricia de los rayos de sol a través de las ramas del magnolio.

Otra vez gracias, pero tenemos prisa.

Tiene usted unos ojos preciosos ¿Se lo he dicho?

Coralinos.

El millonario guardó silencio y se quedó mirándola sin pestañear, pensó que la periodista era una mujer de un atractivo glacial y malévolo, que tenía un semblante poliédrico . Ella le aguantó la mirada brevemente y después se giró hacia el fotógrafo señalándole el reloj.

Creo que hemos terminado demasiado pronto, —dijo el millonario —no me ha dado usted tiempo a referirle lo del cerebro reptiliano y como nos anularon la glándula pineal, el tercer ojo…

Mire, si le digo la verdad no creo que eso sea lo que interese a nuestros lectores ¿Le parece acaso que yo sea el doctor Jiménez del Oso?

De ninguna manera, —respondió barriéndola con la mirada —pero usted quería hablar de las élites, pues bien…

Lo que los lectores quieren saber es cómo viven las personas influyentes, a qué dedican el día, si sus responsabilidades les permiten disfrutar de su dinero, dónde van de vacaciones, cuáles son sus aficiones… ¡Cosas normales, hombre, y no cuentos chinos ni monsergas psicotrópicas!

El millonario permaneció observándola agazapado tras una sonrisa caústica. La periodista se cansó de esperar, se despidió del millonario con una mirada acerada y le dijo al fotógrafo:

Date prisa, te espero en el coche.

El millonario se acercó al fotógrafo cuando éste cerraba cremalleras ultimando la recogida.

¿Cree usted que podría ser una de ellos?

¿Anunnakis? Por como disfruta tiranizando diría que es probable…

El millonario se acercó hasta el escritorio, cogió la pitillera y se la ofreció al fotógrafo.

Tenga, coja unos cuantos…

Qué bien, muchas gracias.

Se lo digo en serio, he notado algo realmente malévolo en sus ojos. Sabe, esa gente no sólo se han integrado en las élites, están infiltrados a todos los niveles; más aún en los medios de comunicación ¿La conoce bien?

Del periódico. Trabajo por libre y me llaman de vez en cuando, pero no es alguien con quien te vas a tomar una cerveza.

No, seguro que no…

Apoyado en el marco de la ventana, observaba como el fotógrafo terminaba de cargar el material en el coche. La periodista le esperaba sentada en el asiento de copiloto. La vio bajar el parasol y contemplar su rostro en el espejo. El millonario sintió una presencia tras él y se volvió hacia el mayordomo, que le observaba con el rostro impasible galvanizado por sus sienes de plata.

¿El señor desea algo?

Me gustaría saber de dónde sale tantísimo cinismo…

CRÓNICAS DEL EXTRARRADIO: El Tren del Ocaso

trenEl Tejón era el que más cizaña metía, le había dao la fiebre. No tenía otra cosa en la cabeza: que había que formar una banda, que teníamos que salir por ahí a buscarnos la vida, que si el cobre de las obras, que si hacernos un carro… Nosotros todavía estábamos mu verdes pero él ya se juntaba con peña que lo llevaban para que les diera el agua o lo que pintara. Como era un crío lo tenían de paje y de recadero, y luego pasaban de él. Se pegaría con alguien o lo que fuera, porque al final siempre volvía con nosotros y nos comía la olla con lo de formar una banda de choros, como muchas otras que empezaban en ese momento: la fiebre del choriceo. Él era así, terco como un mulo y muy echao palante, andaba siempre como cabreao, se la sudaba pegarse con cualquiera. No se achantaba nunca. Tenía un punto en el ojo que acojonaba, un punto rojo que visto de cerca era como una nube de sangre, como si le hubieran tirao con un dardo. El ojo aquél le daba un aire de peligro, un poco como de animal rabioso o yo qué sé… de endemoniao.

Me cambié de colegio en tercero y allí lo conocí. Destacaba porque ser el más pintaba (abusón no ¿eh?), era el típico chaval ingobernable: al que más castigaban, el único que soportaba las guantadas de los profesores sin soltar una lágrima, siempre con esa cara de mala hostia, el primero que te liaba para hacer pellas… Hasta los profesores, que a tó dios nos molían a reglazos, tirones de orejas, capones de anillo gordo y bofetones que te volvían del revés, con él se lo pensaban dos veces ¿Qué le vas a hacer a un tío que ya te viene de casa cuajao de verdugones y con los morros partíos? En el patio no teníamos sitio para jugar, los mayores lo tenían tó copao, si querías jugar con ellos al fútbol no te dejaban y si te dejaban era pá brearte patás y no tocar bola. Pues conseguimos un pequeño espacio triangular en el patio, detrás de las cocinas, donde no te veía nadie y podíamos estar tranquilos, allí nos acabamos metiendo los de tercero y algunos pequeños de segundo. Jugábamos al fútbol con un manojo de llaves, treinta contra treinta, era un devaneo pero por lo menos estábamos a nuestro rollo. Eso hasta que un día los mayores, peña de quinto o sexto, decidieron que ese era el sitio guapo pa fumar y pa sus rollos y vinieron a echarnos. Pues al Tejón se le puso en los cojones que no se iba, se puso chulo y se peleó con uno de los cabecillas, un tío que le sacaba medio metro. No se achantó, aguantaba unas hostias de alucinar, recibiendo por tós laos, y dando también. Pelear con el Tejo era como tratar de meter a un gato en un bote de garbanzos. Al final lo acabaron agarrando entre varios mientras el más grande le atizaba. <<¿Te rindes?>>, <<No>>, pues venga hostia; como en la peli esa del Paul Newman que se come una pila de huevos; cuando se pelea con el bigardo aquel y está bañado en sangre pero sigue peleando hasta que reventao en el suelo todavía trata de lanzar el puño… Pues el Tejo igual, al final el otro chaval se acojonó de que le estuviera haciendo un estropicio demasiado serio y se piró alucinando. Estuvo tres días sin poder menearse pero le sudaba el rabo. De aquella pilló fama de zumbao y desde entonces en el colegio no le tocaba ni dios, ni a él ni a ninguno de sus colegas.

Pero es que el Tejón venía de donde venía. Su casa debía ser el museo de los horrores, nunca nos dejaba subir. Si íbamos a buscarlo le dábamos una voz desde la calle y bajaba. El Copino, que curraba de recadero en el mercao y subió alguna vez, decía que allí dentro siempre estaba oscuro, con las persianas echadas, que olía a zotal y que había un mal rollo de acojonar. Sus padres venían de un pueblo, creo que del norte de Zamora. El viejo trabajaba en la papelera, bebía y en su casa había tortas un día sí y otro también. Eso lo sabía tó dios porque el Tejo iba siempre marcaillo. La madre apenas salía y cuando lo hacía iba siempre encorvada, con unos andares como de paloma. Vestida de negro y tapándose con un pañuelo, siempre susurrando algo, como asustada por tó. Algunos la decían la cucaracha, pero tú díselo al Tejón, ya verás que risa. Eran tres, un hermano había muerto, el Tejón no hablaba nunca de ese, otro se piró a la mili y ya no volvió. Él era el pequeño. Algunos veranos se piraban al pueblo y al volver parecía otro. Más tranquilo, menos irritable, no sé, pero le cambiaba hasta la cara. Le gustaban mucho los bichos, en su pueblo había mucho de eso, hasta lobos. Decía que su abuelo había sido alimañero, que ponía trampas, mataba lobos, lo que pillara y luego iba por pueblos pidiendo el aguinaldo por limpiar los montes. Sus padres eran mayores. Yo creo que nunca se adaptaron a la ciudad, sobre todo el viejo que odiaba el puto trabajo de la fábrica y por eso bebía, andaba tól día de mala hostia y sacaba la mano de paseo. Pues el Tejo venía de ahí, de la negrura y de los palos. Por eso andaba siempre con la rabia dentro y el punto rojo le brillaba cada vez más. Veías que a medida que crecía se iba venando.

El sol había salido por primera vez en una semana. El sol reflejándose en los charcos del descampado, dignificándolos en un baño de oro. Los tres amigos caminaban sorteando los charcos de oro falso hasta que un balón deshilachado y mugriento vino a morir a sus pies. Más allá, un grupo de niños, un partido entre barro y hierbajos.

¡El balón! ¡Eh, venga, darnos el balón!

Los amigos se demoraban entretenidos en oxidadas filigranas mientras los niños, vestidos de barro, aguardan, brazos en jarra y gesto impaciente hasta que alguno se cansó.

¡Tíralo ya, hijo de puta! ¡La pelota, cabrón!

Tejón recogió el balón con las manos y levantó la cabeza.

¡Venga un penalti, un penalti! —les propuso.

Se dirigió hacía el campo (un decir) y puso la pelota frente a una portería formada por dos abrigos.

Pero uno y nos dejáis seguir el partido ¿Eh? —concedieron.

El niño cancerbero se preparaba. No parecía de esos que se ponen de portero porque tienen el pie de madera o porque simplemente les ha tocado el turno de ponerse. Llevaba un jersey con agujeros en las coderas y el pantalón hecho unos zorros. Éste no era de los que se da la vuelta ante un cañonazo; era gatuno, de los que se tiran, sangran y se vuelven a tirar, herida sobre herida. Un niño que sabe que le puede parar un penalti a cualquiera, y más a ese chulo del ojo pipa que se cree con derecho a joderles el partido. Tejón chutó, fuerte, a un lado. Paradón. Vuelo en paralelo al barro y mano dura. Todos rompieron en vítores y algunos corrieron a abrazar al héroe. Tejón volvió a pedir la pelota. Caída de brazos, miradas barriendo el suelo. Impaciencia y desencanto hermanándose bajo la luz indolente de la tarde suburbana.

Venga otro…

Ni otro ni nada, ya está bien. Dejarnos jugar, abusones.

Otro y ya, por mis güevos que lo marco.

El que le devolvió la pelota se giró hacia el portero.

Este te lo dejas.

El portero dijo que sí con la cabeza pensando <<los cojones>>.

Tejón alisó el suelo con el tacón de la bota y colocó el balón con mimo. Clavó los ojos en el sucedáneo de portería y el renacuajo que la guardaba. Dio un paso atrás con pretendida suficiencia y chutó. Esta vez le dio más fuerte, más alto. El niño portero voló como un gato cazando perdices pero no alcanzó a tocar la pelota. Tejón salió corriendo a celebrarlo dando vueltas alrededor del lugar desde donde había chutado.

¡Golazol! —dijo mirando a los niños a puño cerrado.

¡Alto! ¡Ha sido alto! ¡Ja, ja, ja, qué malo! —dijo alguno.

¡Qué alto ni qué pollas en vinagre! ¡Otro!

Los niños se observaban entre si.

Que no, que no que ha sido gol, venga.

Golazo.

Por tó la escuadra.

Tejón no acabó de convencerse hasta que el portero tuvo que decir:

Imparable.

Vale chaval, porterazo.

Cuando todos estaban dispuestos a reanudar el partido, Tejón volvió sobre sus pasos.

Tú, pasa la bola.

El niño miró a los demás. Algunos dijeron que no con la cabeza. Otros se dieron la vuelta.

¿Qué pasa no entiendes español?

Al pasarle la pelota, hubo una nueva algarada, se quejaban, maldecían haciendo aspavientos, pateaban el suelo con sus zapatillas roídas.

Tejón —le llamó Jandri.

¿Qué pasa?

Déjales seguir el partido ¿No?

Venga cojones, vamos a jugar un rato con los niños. Yo en un equipo y vosotros dos en el otro —dijo mirando alternativamente a sus amigos y a los niños.

¡Qué no! —dijeron éstos –Qué nos jodéis el partido.

¡Abusones! ¡Dejadnos jugar en paz! —se envalentonaron.

Venga primo, las ganas que yo tengo de ponerme perdío ahora, nos abrimos —le dijo Montoya.

Pues que te den ¡Venga Jandri, vamos a jugar un rato!

Que no tronco, vámonos a dar un voltio —respondió Jandri al tiempo que le daba con el hombro a Montoya y se ponían en marcha.

Tejón quedó rodeado por un silencio de ojos expectantes. Extendió los brazos hacia los críos con el balón en las manos y cuando vio asomar las primeras sonrisas, soltó un patadón hacia arriba y se puso en marcha. El balón aun no había caído cuando cogió el cigarrillo que guardaba en la oreja para prenderlo.

Llegaron hasta las vías. Un cruce de vías utilizado por trenes de mercancías. De críos solían ir allí a correr aventuras, a coger rodamientos, a tirarles piedras a los trenes, a cabrear a los guardas hasta que salían de los almacenes disparando perdigonadas de sal. Esa tarde llegaron porque sí, porque hacía sol y secaba los huesos, porque pasado el descampado se llegaba a las vías.

¿Entonces qué? –dijo Tejón rompiendo el silencio.

¿Qué de qué?

Se le había metido el ansia en los adentros, achinaba los ojos protegiéndolos del sol, se hacía sonar los nudillos. La mandíbula tensa formándole bultos bajo las orejas, dos montículos que surgían y volvían a desaparecer violentamente.

¿Vamos a hacer un plan o no, coño? ¿Vamos a hacernos algo?

Bueno tío, pues lo vamos pensando, porque eso hay que hacerlo bien —respondió Jandri.

¿Qué pensar ni que cojones? Se le echa un par y fuera. Lo que pasa es que de eso no hay. Ya estoy hasta la polla.

Jodé primo, a éste la ha dao la vená —dijo Montoya…

Anda y que te den por el culo, gitano…

Lo dice como si fuese malo…

Tú mismo, chaval…

Tejón se apartó de ellos y fue a sentarse en el ribazo de la vía. Los otros dos se miraron y se pusieron a fumar mientras el sol rabiaba en el cielo violáceo camino del ocaso.

¿Qué le pasa ahora a éste?

A saber… Déjale, ya se le pasará…

Oyeron como se aproximaba un tren. Primero un zumbido sordo apenas discernible de la salmodia de las obras, el tráfico y las fábricas; después algo compactándose, haciéndose denso, gordo, urgente, imposible de ignorar. Tejón se colocó sobre la vía encendiendo un pitillo con parsimonia. Cabeceaba hacia los lados corneando el aire esponjado de la tarde. Dejó caer una sonrisa desesperada, regodeándose en esa oscura mueca mientras el zumbido iba creciendo, negro también.

¡Venga coño, ya vale tío, sal de ahí! ¿De qué vas? —se impacientaba Jandri.

No veas, en el pueblo de mi agüelo la diñaron dos payos jugando a ver quien aguantaba más tiempo quieto… —dijo Montoya.

El zumbido ya tenía rostro, un rostro de larva con ígneos ojos frontales y una cabeza inquebrantable de hierro y óxido.

¡Me cago en la puta, Tejón, quítate de ahí! —insistió Jandri.

Se la jugaron con un tío mío… —continuaba Montoya ufano —y claro, el gitano se va a quedar ahí esperando…. ¡Y un cojón! Se quedaron sin peluco, sin brazos, bueno sin tó; pero los pelucos y el colorao pa mi tito que se los había ganao de legal…

El estrépito de la sirena rejoneaba sus oídos. Tejón tuvo que gritar a todo pulmón.

¡Sí es que podemos hacer lo que queramos! El dinero está ahí esperándonos ¿No os dais cuenta? En los chalés, en los coches, las gasolineras, las boutiques ¿A qué tanto tanto pensar y tanta hostia? El mundo está lleno de cagaos y de peritas que no van a arriesgarse pa defender lo suyo ¿Por qué? Porque apenas les ha costao ná conseguirlo ¡Me cago en dios si son unos rajaos de mierda…!

El pitido de la locomotora ahogaba su discurso. El tren era un gusano gigante que se le echaba encima con toda su furia. Tejón sentía la adrenalina colmando el vaso de su cuerpo hasta el ahogo. Observó fugazmente los rostros lívidos de sus amigos y, como un recortador embriagado por la angustia de la congruencia solana, calculó el último momento para sortear el férreo morlaco. El brinco lo mantuvo en el aire lo que pareció una eternidad antes de rodar por el ribazo. Atrás quedaron el rebufo del tren y aquel golpe sordo, apenas discernible entre el estampido metálico de motores y engranajes. Se incorporó a medias, sus amigos observaban enmudecidos. Los ojos estupefactos perseguían respuestas a cuestiones implanteables, el punto rojo soltando destellos coléricos. Tejón buscaba sus piernas entre la parda hierba crecida mientras los charcos iban ya perdiendo su manto dorado.

CRÓNICAS DEL EXTRARRADIO: El Averío

los-tres-chiflados-foto-de-curly-4098-MLA127193706_3452-OUltramarinos Maldonado, el letrero de la tienda resaltaba con pretendida magnificencia entre las casas viejas de una planta y los edificios de ladrillo de la calle. La tipografía severa, castellana, y los escudos heráldicos en los extremos otorgaban al comercio cierto aire de bastión. Lustre y pulimento frente a la apática grisura del barrio.

Eugenio abría y cerraba los ojos obtusos apoyado en el aparador, una suerte de actitud contemplativa mientras don Dimas Maldonado, atendía a la única clienta que en ese momento estaba en la tienda. Los ojos gesticulando en el esfuerzo de concentración, de poner la cabeza donde tiene que ponerla como le han dicho su madre y don Dimas un millón de veces. Eso implicaba estar atento a doña Pura ante la posibilidad de algún mandado. Pero doña Pura llevaba un rato hablando de los problemas del vecindario, de la modernidad y sus indecencias, de sus achaques y padecimientos. Eugenio andaba perdido en la monserga. De cuando en cuando acumulaba saliva en el labio inferior, amorcillado y algo colgante, y sorbía la baba con un ruidito de sumidero. Vio a unos golfillos que se pararon ante el escaparate de la tienda y observaban cautivados el género que se exponía tras el cristal; vio el asombro, el antojo y el deseo en sus miradas revoltosas. Estuvieron un momento señalando los productos, empujándose unos a otros y relamiéndose hasta que algo llamó su atención calle arriba y salieron a la carrera. Mejor, pensó Eugenio, el ultramarino no era sitio para ellos, y si se hubiesen quedado más tiempo tendría que haber salido a repartir unos escobazos; función que le otorgaba cierto aire de autoridad que asumía con agrado y complacencia. Entonces reparó en una voz, una especie de letanía que venía con eco y pretendía colarse por una minúscula rendija de su mente. Tuvo que sacudir la cabeza para espantar la dispersión.

¡Eugeniooo…!

A mandar, don Dimas —respondió saliendo de sus opacas ensoñaciones.

Espabila, hombre de dios. Haz el favor de ordenar las cajas del pedido que llegó esta mañana, mientras yo atiendo a doña Pura… —le ordenó después de girar los ojos hacia la señora y levantar las cejas con un gesto que combinaba hartazgo, resignación y caridad.

Eugenio se asomó a la trastienda pero, no convencido, volvió sobre sus pasos.

Don Dimas ¿El pedido…?

El pedido de hoy sí… esas cajas amontonadas a la entrada.

Eugenio entró en la trastienda y, como para asegurarse, volvió la mirada.

Sí, las conservas, las latas de tomate, los almíbares… —confirmó el patrón suspirando.

¿Esas cajas…?

Sí hombre, esas… ¿Ves por ahí otras cajas que necesiten ser ordenadas?

No, creo que no…

Pues eso.

El Averío era un gil. Un tío así, alelao… Se llamaba Eugenio pero todos le conocían por Averío porque en cuando le cortaban el pelo se le veían las rajas de la cabeza y decían que estaba hecho a trozos. En el barrio siempre se le consideró un menda raro, entre retrasao y tonto. A lo último trabajaba en el ultramarinos Maldonado, la mejor tienda del barrio: tenían jamones, embutidos, bacalao en salazón, anchoas del Cantábrico, tó tipo de vinos, güisqui escocés… lo mejor. Don Dimas lo tenía allí de esclavo pá mover cajas, hacer recaos o lo que terciara. El Dimas se tiraba el rollo de buen samaritano pero solía guardarlo en el almacén porque a muchos clientes les daba grima verlo entre la comida. Vivía con su madre, que era una vieja beata que sólo salía de casa pá ir a la parroquia, siempre con la mantilla negra y el rosario al cuello. Le conocíamos de chinorris, de cuando andábamos metidos en el rollo del fútbol.

Los equipos iban uniformados con camisetas del mismo color, que no iguales. Los unos de blanco perlado a base de mil lavados, los otros de rojo desteñido que en algún caso podía ser rosáceo o anaranjado. Algunos con tiras de plástico mal cosidas a modo de números colgantes. Los pantalones cada cual a su aire. En la banda haciendo de entrenador, un jubilado de gorrilla calada, con chándal antiguo y bigote espeso dirigiendo a los jugadores. A su lado Eugenio enfurruñado. Se había producido una entrada fuerte y uno de los jugadores estaba doliéndose en el suelo de tierra y matojos.

¡Venga arriba que no es ná! ¡Venga Martino, que parece que te han matao!

Pero el jugador continuaba en el suelo removiéndose con escorzos de gran dolor mientras el resto voceaba y discutía sobre la punibilidad de la acción.

Esto de no tener árbitro es un sin dios —decía el entrenador —Eugenio dame el agua y calienta que voy a ver.

Eugenio le acercó la garrafa y se puso a hacer ejercicios de calentamiento con aire lerdo, un trotar cansino y esfuerzos fallidos por flexionar la cintura fofa tratando de alcanzar las puntas de los pies.

Recuperado el jugador, el entrenador volvió a la banda y observó a Eugenio dando cortos saltitos mientras abría y cerraba brazos y piernas.

No te canses muchacho, parece que no ha sido nada, un sainete en todo regla.

Eugenio dejó caer los brazos amurriado.

¡Jobar! ¿Y yo cuándo voy a salir?

Bueno muchacho, ya saldrás… ahora el partido está muy complicado.

Pero es que el balón es mío y nunca juego…

Hombre no te pongas así… además ahora te necesito más aquí, a mi lado.

Eugenio hizo un mohín cruzándose de brazos.

Siéntate, hombre ¿No crees que deberíamos adelantar más la defensa? —preguntó el entrenador por animarle.

Eugenio pensó en una respuesta pero cuando iba a decir algo, el entrenador se dirigió a los jugadores:

¡Hay que meter el pie, lechuga! ¡Si os están dando tenéis que dar vosotros también!

Jugaba menos que el utillero del Parla. Es que no valía ni pá portero, que cuando le tiraban se daba la vuelta así como las niñas y se quejaba de que el balón le hacía daño <<No tiréis a cañón que pican las manos>> decía ¿Tú te crees? ¿Un tío de dieciséis o dicecisiete berejes jugando con críos de once y doce años? Luego estuvo una temporada de árbitro. Se le puso en los cojones que en las pachangas del barrio tenía que haber árbitro y como muchas veces traía el balón pues le dejaban. Le dio fuerte, no veas, se hizo unas tarjetas de cartulina y todo.

Las mejillas coloradotas se le hinchaban con cada resoplido mientras seguía el juego con bochornosa ineptitud. El chándal azul oscuro perfilando sus blanduras y el silbato de plástico bicolor atado a un cordón y brincándole en el pecho, le conformaban como autoridad. Se produjo un gol y los jugadores saltaban festejando y abrazándose cuando Eugenio hizo sonar su silbato y a continuación levantó los brazos cruzándolos en el aire como había visto hacer en los partidos que daban por la tele. El gol había sido anulado y como muchos no entendieran lo que aquel gesto significaba, tuvo que decirlo en voz alta <<Anulado. El tanto queda anulado por falta previa del equipo atacante>>. Los jugadores corrieron hacia él protestando.

¿Qué cojones…?

¿Qué dices?

¿Qué pitas?

¿Qué haces?

¡Pero qué pitas gilipollas! ¡Si desde ahí no puedes ver nada!

A este último le enseñó Eugenio una cartulina amarilla que se sacó del bolsillo del pantalón de chandal. La amonestación no hizo otra cosa que aumentar las iras y la sensación de disparate. Se formó un corro de desairados que le rodeaba. El jugador amonestado se abría paso a empellones hasta él y le tiró una patada en el culo. Eugenio hubo de mostrarle la roja. En el revuelo apareció el portero que había recibido el gol llevando el balón consigo.

Qué no, Averío. Que ha sido gol… no ha habido falta, no pasa nada, seguimos jugando y ya está. Empate a cuatro —le dijo con sorprendente calma.

Eugenio le quitó la pelota y le mostró la tarjeta amarilla. El portero sintió una oleada calor que iba trepando por su garganta. Le dio un puñetazo al balón que salió botando mientras Eugenio seguía su trayectoria.

Pues el balón es mío y me lo llevo.

Cuando recogió la pelota, le cayó una bofetada en la oreja, y luego otra por detrás. Se abrió la veda para que los jugadores le persiguieran y la emprendieran con él a fuerza de patadas y golpes furtivos. Golpear y apartarse, o golpear, apartarse y reír, mientras Eugenio, confuso y abrumado, trataba de zafarse del acoso infantil sin decidir aún si huir o recuperar su balón en el frenesí de golpes, carcajadas, insultos y puntapiés.

No veas que descojone. Era malísimo y como le gustaba sentirse importante, no paraba de pitar chorradas. Y claro, en los partidos le llovían hostias. Al final lo dejó y los partidos volvieron a jugarse como siempre, sin árbitro y sin gañanes. A mi me daba pena al final el pobre chaval; bueno chaval, que tenía más años que los almanaques… Pero es que siempre estaba liándola, como la peña de su edad no le hacía ni puto caso pues se venía con los niños a imponer sus reglas y sus rollos.

De todas formas, cuando ya me di cuenta de como era de verdad fue con lo de esa vez que llegaron un par notas de otro barrio, unos que iban de sirlaniños… Ahí le vi una cara oculta, no sé, una mala baba seria, cosa chunga…

Un callejón estrecho entre unas fábricas y la estación de mercancías. Suelo terroso con un revestimiento de trozos de azulejo y cristales, baches encharcados donde brillaban amebas de aceite, restos de condones, de chapas, envoltorios, plásticos, una paloma aplastada y seca. El atajo ahorraba dar la vuelta a un par de manzanas. Un trámite inquietante que le obligaba a acelerar el paso. Eugenio estaba casi al final cuando los vio venir, un par de figuras de mal aspecto. Dudó si dar la vuelta pero sabía que era demasiado tarde y tragó saliva. Los chavales llegaron a su altura, le miraron pero siguieron andando. Eugenio suspiraba cuando le chistaron.

¡Eh, tú!

Siguió andando hasta que los chavales volvieron sobre sus pasos y le detuvieron en la desembocadura del callejón, a escasos metros de una calle normal; una calle donde había portales, tiendas y transeuntes. Gente normal, pensó Eugenio, que vivía ajena a su inquietud.

Dame un cigarro.

No tengo…

¿No lo has oído? Qué le des un cigarro, atontao —le dijo el segundo.

Dejarme, que no tengo… No gasto.

Dame lo que tengas.

No tengo nada…

Venga el peluco, coño…

Pero Eugenio no llevaba peluco ni anillos ni nada que pudiera serles de algún valor. Lo que llevaba era el miedo guardado en la barriga, el miedo que hacía temblar su piernas y le aflojaba las tripas. Movía la cabeza hacia los lados para no tener que mirarles, boqueando el aire que le faltaba. El más pequeño, el del rostro atezado por greñas sucias que le cubrían los ojos, le estaba palpando los bolsillos del pantalón. Eugenio se revolvió, el otro chaval le dio un sopapo en la cara y se quedó esperando algún tipo de reacción. La expresión de Eugenio se paralizó al echar hacia atrás la cabeza con los ojos muy abiertos y sin atreverse a parpadear. Al agresor, el alto desgarbado de los ojos chinos, le recordaba la expresión de un conejo; un conejo grande y gordo paralizado por el pánico, quizás pensando que su gesto podía congelar el tiempo, como si eso pudiera darle alguna esperanza. Sus labios se retrajeron en un visaje de desprecio. No le parecía posible que un tipo de esas dimensiones no se atreviera a enfrentarse con un par de micos como ellos. Le sobrevino una risa absurda y a continuación le soltó otra bofetada.

Venga pringao, te voy a estar metiendo hasta que encuentres algo que pueda valernos, así que ya sabes.

Eugenio finalmente no pudo aguantar y comenzó a manotear aliándose con la histeria. Intentó zafarse del pequeño que le sujetaba y se puso a gritar como loco:

¡Qué me dejéis…! ¡Socorro! ¡Ladrones! ¡Me quieren matar! ¡Auxiliooo…!

El alto le agarró del pelo por la parte de la nuca mientras trataba de taparle la boca con la otra mano sin conseguirlo del todo. A quince pasos, en la confluencia con la otra calle, una señora se había detenido a observarles intentando decidir si estaba ante el típico alboroto de chiquillos o se trataba de otra cosa. Pronto comenzaron a llegar otros curiosos.

¿Pero tú eres gilipollas o qué? Me cago en el jacobo éste… cuanto más grande más tonto. Venga vámonos que el gachó nos la lía, total no lleva ni calderilla el muy jularra.

Ya te cogeremos en otra, tonto el culo —le dijo el más pequeño —no te preocupes que he quedao con tu cara. Por éstas —advirtió cruzando los dedos y besándolos.

Ya se alejaban callejón arriba cuando la señora y los otros se acercaron para interesarse. Eugenio cerró los ojos con tanta fuerza que no estuvo seguro de si podría volver a abrirlos.

Llevaban tó la tarde dando vueltas por el barrio, buscando niños a la salida de los coles. Se juntó la peña y los trincaron de gualtrapas en un solar mientras registraban unas carteras, con los libros por allí tiraos y rebuscando en los estuches, ya ves el calibre del negocio que se traían. Bueno, pues lo típico, que en nuestro barrio no queremos peña de fuera y que a chorar a otra parte. Los rodearon entre todos pá darles un escarmiento y les sobaron un poco los morros porque al principio iban de chulitos; a luego, no veas si se quedaron mansos, hasta los críos se acercaban a darles alguna colleja o a escupirles. En éstas pasó por allí el Averío y cuando los vio en el suelo y sin posibilidad de defenderse se venó. Les dio patás en la cabeza y en las tripas con una saña que te cagas, sin parar zas, zas, zas… La peña alucinaba. El Averío ahí con un jeto que no se lo había visto nadie, los ojos raneaos pa fuera y con la quijada que parecía que se le iba a descoyuntar, cogió una barra oxidá que había por ahí tirada empezó la molienda… bueh, se venó pero bien. Los mendas estaban ya echando sangre hasta por las orejas y a uno le había partío el brazo, los mayores tuvieron que pararle porque si no los mata allí mismo. Si lo llegan a ver los de la bata blanca le ponen la camisa de correas de por vida.

Yo creo que se cegó cuando se vio protegido porque antes de eso no hacía ná, se achantaba a la mínima. Se lío una gorda porque esos chavales tenían hermanos mayores y durante dos meses hubo mucha movida en el barrio, de mojás y todo. No se volvió a ver al Averío en mucho tiempo. Yo ahí ya me cosqué de que el nota no era el típico lelo sin maldad, tenía guardao dentro tó las perrerías que que se había comido. A partir de entonces la peña ya no lo veía como el típico tonto del barrio ¿No? Si no que al Averío le cargaron una historia. El Averío era como Frankenstein pero sin el rollo del lago. Se creó una leyenda y cuando lo veían por la calle los niños corrían a tó meter.

El Averío fue desapareciendo poco a poco, como los descampaos, las chabolas y las tiendas de frutos secos. Según parece la vieja la palmó, el Dimas le dio boleto de la tienda y se fue a Móstoles con unos parientes. De vez en cuando, también llegaba alguno del talego contando que lo habían visto en el psiquiátrico penando en el ala de los babosos, que si había abusao de unas niñas, que si había matao a uno con un martillo, que si se había tirao de un edificio… Vete a saber porque en aquella época el que no le daba al jomeini, le pegaba los tripis o era un pastilloso, y lo mismo podían haber visto al Averío en el loquero que a un pastor alemán conduciendo el autobús, con que tú mismo…

CRÓNICAS DEL EXTRARRADIO: Flores Mustias

flores mustiasEstaba viendo la televisión, un viejo cuadrado en blanco y negro forrado de láminas de contrachapado, con más aspecto de mueble que de aparato; daban unos anuncios. Piso tercero F de un edificio de ladrillo con terrazas separadas por mamparas donde se acumulaban viejos enseres mal tapados con plásticos, sillas plegables y otros trastos. El piso era pequeño, humilde, apenas unos pocos muebles desparejados. En la tele aparecía una muchacha de pelo largo montando un brioso corcel. El pelo de la chica ondeaba al viento, también el del caballo y el vestido de la chica, que parecía hecho de niebla. Todo ondeaba calmosamente. Después apareció la mano de un hombre sentado en un sillón de cuero frente al fuego que se alargaba hacía la copa de coñac. Aquel hombre lo tenía todo, la chica, el caballo y el coñac, por eso se repantingaba en el sillón frente al fuego enumerando sus posesiones. Cuando comenzó el programa deportivo que estaba esperando, desde otra habitación, el volumen de la música se agigantó avasallándolo todo, guitarrazos de rock urbano, un zumbido mastodóntico haciendo latir el gotelé de la pared y las porcelanas baratas del aparador; voces desabridas hablando de asfalto, de ratas y cosas parecidas. Jandri se levantó y entró súbitamente en el cuarto donde su hermano mayor estaba le daba la espalda sentado en un pequeño escritorio iluminado por una lámpara de mesa, inclinado sobre el libro abierto y golpeando la mesa con el puño al ritmo apelmazado de la canción.

¡Quieres bajar eso, coño!

¡Fuera o te parto la boca! —respondió sin volverse.

¡Joder que estoy intentando ver la tele… !

¡Que te pires, chaval!

El hermano mayor arrastró la silla para girarse produciendo un chirrido afilado que subrayó la violencia del gesto. Hizo ademán de levantarse y Jandri salió de la habitación dando un portazo. Se sentó en el sofá desvencijado y subió el volumen de la tele a tope. Los altavoces distorsionaban la narración del locutor picando los oídos insidiosamente. La casa quedó sumida en una cacofonía intolerable. <<¡Qué se joda!>>, pensaba dándose fuerza. Hubo un trajín de llaves en la puerta que no oyó, sólo el portazo como un trueno sordo frente al caos. Su madre suspiraba envuelta en un viejo abrigo de paño negro, la cara fatigada y seria, las pantorrillas hinchadas bajo las medias crudas, la carne de los pies rebosando los zapatos de mal cuero, una mueca de hastío antes de coger aire.

¡Baja eso inmediatamente!

Jandri bajó el volumen del televisor permaneciendo el estallido del rock proveniente de la habitación. La madre volvía a llenar los pulmones.

¡JAVIEEEEEEEEEEEEEEEEEER!

El volumen de la música se fue apagando. La madre dejó las bolsas en el suelo que se extendieron levemente como cuerpos inertes mientras Jandri seguía mirando la tele.

Me han venido a buscar del colegio ¿Sabes la vergüenza que me has hecho pasar en el trabajo?

Jandri la observó sin decir nada. Su mente componía la imagen de un jarrón, un anodino jarrón lleno de flores mustias como los que había visto abandonados junto a los nichos del cementerio. Un objeto triste e inútil. Aparto ese pensamiento como quien espanta un moscardón de un manotazo. La señora quejicosa que tenía enfrente era su madre. Quiso evocar un tiempo en el que sólo era una madre, la suya, un mundo toda ella ¿Donde quedó eso? Ahora su madre se le presentaba como una triste señora, un bulto negro al fondo del plano sin asomo de interés. Se preguntó si estaría loco, si a los demás también les pasarían por la cabeza chifladuras grotescas como aquella. Tuvo que refugiarse en la tele, donde el locutor movía la boca sin emitir sonido alguno. Su madre se acercó al aparato apagándolo bruscamente y comenzó a despotricar. Era como el locutor, no podía saberse qué estaba diciendo, la mente del muchacho la hacía enmudecer o cuando menos convertía sus palabras en una letanía monocorde. Se fijó en su pelo, el color rojizo que había ido destiñendo, el blanco de las raíces abriéndose paso como una suerte de moho piloso. La cabeza de su madre le parecía un nido abandonado, saqueado y revuelto. Percibió la amargura de las palabras que no escuchaba, de sus comisuras dobladas hacia abajo. Su lamento tenía el olor rancio de los armarios apolillados. Sintió pena y ganas de no estar allí. La madre dejó de hablar. Jandri la veía suspirar, su rostro derrumbándose; toda ella se vendría abajo si no fuera por el invisible esqueleto de impotencia, desesperación y rabia que la sostenía. Apareció Javier que observaba la escena con una sonrisa satisfecha. Su madre la vio y se la borró de un tortazo.

¡Me vais a matar a disgustos!

¡Qué yo no he hecho nada, joder! Estaba estudiando en el cuarto… —protestó Javier pasando la mano por la cara enrojecida.

Hala vete, Petete… —se burló su hermano.

La madre intentaba serenarse, se frotó las palmas en el abrigo y se alisó la frente antes de coger las bolsas. La mirada que recorre la habitación tratando de encontrar un sitio donde descansar su abatimiento. Finalmente se desplomó en una silla de esparto dejando caer las bolsas entre sus piernas.

Tengo los nervios rotos, estoy molida de trabajar y todos los días me encuentro con alguna barrabasada al llegar… Alejandro, hijo, por Dios bendito ¿Qué ha pasado en el colegio? ¿Qué has hecho esta vez?

Mama, paso del colegio. No sirve para nada y no voy a dejar que los profesores me peguen…

Algo harás tú…

¿Quién?

¿Cómo que quién, Alejandro?

¿Yo? ¡Me cago en sus muertos! Pero si están tól día dando leña y luego no enseñan ná… Que paso, yo ahí no vuelvo porque como vuelva a alguno me lo llevo por delante —hizo una cruz con los dedos índice y anular y la besó mientras sentenciaba —por ésta.

¡Deja de hablar como un quinqui! ¿Pero se puede saber quién te ha ensañado eso?

Los gitanos, mama, no ves que anda todo el día con gitanos y chorizos por los descampaos —intervino Javier.

Jandri se puso en pie.

Pero tú qué dices, gilipollas ¿Qué es lo que estás diciendo? —le recriminó mientras se aproximaba con ademanes chulescos.

¡Qué te pasa a ti, niñato!

Los hermanos comenzaron a gallearse. Se retaban contenidamente tocándose la cara entre agarradas y empujones.

¡Bueno, ya está bien! —terció la madre poniéndose en pie.

Que no se meta donde no le llaman ¿Qué sabrá éste? —dijo Jandri apartándose.

Qué sabrá este, qué sabrá este… ¿Te crees que soy tonta? No hace falta que tu hermano me diga nada para saber que no andas con buenas compañías, ya me lo cuentan por ahí.

¿Quién?

Pues la gente, hijo, la gente.

La gente es gilipollas.

Si claro, aquí todos somos tontos menos tú, el listo. Pues si no quieres estudiar no estudies, no tengo fuerzas ya para andar todo el día detrás de ti. Eso sí, aquí no quiero zánganos, tendrás que buscar un trabajo y poner una mano en casa. Yo sola no puedo con todo. Te pones de chico en una tienda o de aprendiz en lo que sea.

Jandri se encogió de hombros como si con él no fuera la cosa.

Sí, eso… A tí qué te importa… vas a acabar como tos esos de las casas viejas, al fresco de la sombra o tirao en una cuneta como los de la Casiana.

Nadie dijo nada. La madre se movió pesadamente hasta la silla, apoyó la espalda en el respaldo y fue como si se derritiese. Enterró la cara entre las manos y comenzó a sollozar emitiendo un sonido que a Jandri le pareció entre desgarrador y ridículo.

¡No puedo, puñetas, que no puedo! ¿Es que no veis como estoy?

Jandri se acercó y le puso una mano en el hombro.

No llores, mama. Te prometo que mañana temprano saldré a buscar trabajo.

La madre levantó la mirada y trató de sonreír pero le salieron más lagrimas.

Me duele hasta el alma de fregar escaleras y portales y vosotros no agradecéis nada, al contrario, sois como cuervos picoteando en las heridas de una. Me dan ganas de morirme y desaparecer de una vez…

No digas eso, mama…

¿Y que quieres que diga si no?

Jandri apartó la mano de su hombro, que sintió como un objeto mustio y despojado de cualquier clase de familiaridad o calidez. Javier se acercó hasta ella. Fue a darle un beso pero sintió en las narices el tufo de la lejía y en lugar de eso le acarició la nuca fugazmente y se puso a rebuscar en las bolsas de la compra.

¡Joder mama! ¿No hay yogures? Sigue leyendo

ADELA

lluviaEran esas horas frías de la madrugada, las horas que no se recuerdan, horas de nadie. Levantó la cabeza observando, situándose. Los tres compadres caminaban delante de él dando bandazos mientras ascendían la cuesta entre el negro destello de bordillos y adoquines fulgurantes. Daban bandazos balanceando los brazos como monos erráticos, regando las calles con sus risas broncas. Se estaba quedando atrás, analizando a esa pandilla de borrosas sombras que eran sus amigos y decidiendo si merecía la pena continuar, si él era también uno de aquellos chimpas. Se miró los pies mientras esperaba que llegase una respuesta, sus zapatos marrones le trasmitieron una tristeza terrible, una tristeza de zapato gastado y feo. Las puntas de los cordones habían perdido el antiguo revestimiento que las comprimía dotándolos al menos de competencia, ahora estaban deshilachados y asemejaban flores pisoteadas o agusanadas. Después reparó en las manchas de humedad que tenían justo encima del reborde de la suela y en como sus pies nudosos deformaban el cuero dotándolos de un halo de segunda piel. Una piel marrón y correosa venida de cualquier horrible fábrica de Levante. Se imaginó a una operaria, una operaria con mascarilla de siniestros antebrazos pilosos recogiendo su zapato de la cinta, lanzándolo tras una mueca industrial al montón de zapatos tristes hechos para uniformar a los tristes.

– ¡Cerelo! ¡Cerelo!

– ¡Qué!

– ¿Vienes o qué?

– ¿Eh?

– Que vengas, coño.

– ¿Pero a dónde vais ahora?

– De bailarinas.

El encargado y un par de habituales, muertos vivientes de ojos sobrecargados departiendo a cámara lenta entre ceniceros repletos de esperanzas aplastadas y los brillos rojos de los vasos mediados. La barra estaba desolada desde que sus compadres habían subido al piso de arriba. No tardaron ni cinco minutos en apurarse los whiskys y elegir compañía, las primeras que se acercaron, ésta, ésta y ésta. Cerelo no estaba por la labor. No era por el dinero <<el que paga follando acaba ahorrando>> había dicho Martínez, era algo que tenía que ver con la carestía, el abatimiento, la desmotivación. No estaba dispuesto a nada que no fuera dejarse arrastrar hasta el fin de la noche y seguir surcando la madrugada perdiéndose en aquellas divagaciones sobre zapatos feos, tristezas y muertos vivientes. No quiso ni mirarla. Le dijo a aquella mujer que él no subía, que se iba a tomar una copa mientras sus compadres echaban un polvo y no había modo de hacerle cambiar de opinión. Un rostro sin sombra de duda. La mujer que se restregaba contra él pareció entenderle y le echó una última mirada antes de afufarse en la oscuridad de los reservados.

Después de eso dejó que sus pensamientos volaran absurdamente mientras se concentraba en la bebida removiendo los hielos, tomando precisos sorbitos que parecían disolver el tiempo. Estaba sólo en el extremo de la barra cuando sintió una presencia junto a él. La mujer había vuelto, y le sonreía.

– Oye ya te he dicho a ti o a las otras que no, que no quiero, joder.

– Era a mí.

– ¿Qué?

– Que me lo has dicho a mí, no a las otras.

– Es igual, iba para todas.

La mujer dejó de mirarle y se puso a darle vueltas a los anillos de sus dedos. Luego volvió a hablar.

– Lo que no me has dicho es por qué.

– ¿Por qué? No tengo que dar explicaciones…

– Vale, vale, pero podías a invitarme a una copa ¿No?

– Aquí las copas son carísimas, mejor me invitas tu a mí.

– No puedo hacer eso.

– Pues entonces mejor me dejas solo.

– Estoy trabajando, no podemos dejar solo a un cliente sin al menos intentar sacarle alguna consumición.

– Joder, que forma de tiranizarlo a uno.

– Así funcionan estos sitios.

– ¿Y si te pago algo me dejas en paz?

– No, charlamos un rato.

– Pide un zumo o algo barato.

– La consumición mínima…

– Pues eso.

La mujer llamó al encargado que le sirvió algo de color naranja. Cerelo observaba las manos de ella, unas manos aherrojadas por anillos y pulseras que asían la copa y removían la bebida con una pajita. Pensó en la ternura prisionera de aquellas manos antes de detectar que el encargado seguía allí mirándole con expresión de hastío nocturno. Se fue cuando le pagó. La mujer se volvió entonces hacía él y le ofreció su copa para brindar. Cuando sus copas chocaron él dijo algo antes de llevarse el whisky a los labios, dijo:

– ¿Te puedo llamar Adela?

– ¿Aquí o arriba?

Cerelo se quedó en silencio. No entendía de dónde había venido aquella voz, no recordaba que su cerebro hubiese dado esa orden.

– Llámame como quieras, no importa, tampoco uso mi verdadero nombre…

– Da igual, ha sido una tontería, estoy borracho y no sé por qué lo he dicho.

– Bueno hombre, no pasa nada… Me gusta Adela ¿Quién era? ¿Un antiguo amor?

– Oye, déjalo ¿Quieres?

– Vale, pues cuéntame algo de ti… ¿A que te dedicas? ¿Qué te gusta hacer?

– Pasa de ese rollo.

– Bueno, era por hablar de algo, como te cuente yo mi vida… entonces si que nos vamos a deprimir.

Cerelo guardó silencio. La observaba detenidamente, con calma. Había pagado su bebida y ahora sentía que tenía ese derecho. Derecho al descaro. Su boca, sus ojos, sus orejas, las manos nerviosas que jugueteaban con la bisutería, como entrechocaba las rodillas sentada frente a él en el taburete, como desnudaba el pie sacándolo del zapato y volvía a meterlo. El silencio que se alzaba entre ambos se le antojaba realmente confortable. De cuando en cuando la mujer levantaba la vista y le devolvía una sonrisa serena mientras sus manos distraían la tensión.

– ¿De verdad no quieres contarme nada? No importa que no sea verdad, puedes ser quien quieras ser… Yo a veces hago eso…

Cerelo pensó que no estaba mal. Sopesó la idea de inventarse a sí mismo aquella madrugada, pero después la desechó porque no se le ocurrieron muchas cosas y todo lo que se le ocurrió le parecía una mierda. Se topó dentro de sí mismo con una voz conminatoria que le zarandeaba mientras decía <<¡Pero tú ¿Qué es lo que quieres? A ver ¿Qué cojones quieres?!>>.

– ¿Sabes lo que creo? Creo que somos dos extraños intentando mantener una conversación cuando todo esto es absurdo, porque se supone que aquí se viene a lo que se viene y es una estupidez intentar hacer cualquier otra cosa cuando en realidad no tenemos nada que decirnos.

Ella sonreía y le tomaba la mano como si fuese un pájaro caído del nido.

– Vámonos arriba, anda…

Él se puso en pie y se aproximó.

– Si subo contigo te voy a llamar Adela.

– Ven con Adela…

– Y voy a besarte y abrazarte y a tratarte como si te quisiera…

– No podemos hacer eso.

– ¿El qué?

– Besar.

– ¿Cómo?

– No podemos besar a los clientes.

– ¿Y qué se supone que tenemos que hacer con nuestras bocas?

– Eso no.

– ¿Entonces para qué vamos a subir?

– Para follar.

– ¡Pero follar así no es follar, para eso se la meto a una fruta calentada en el microondas!

– No seas tonto, ven conmigo -le decía mientras ya se lo llevaba hacia las escaleras.

Cerelo la detuvo en el primer peldaño y la situó suavemente frente a él.

– Vamos a dejar esto claro. Voy a subir pero no quiero follar ni un baile erótico ni agacharme a mirar como pones un huevo. Lo que quiero es llamarte Adela, que te tumbes frente a mí y acariciarte un poco los hombros y las caderas.

– ¿Vestida o desnuda?

– Mejor desnuda, y que estemos en silencio, que tratemos de hacer crecer ese silencio entre nosotros como si formase parte de una ceremonia o algo así.

Entraron en la pequeña habitación que era más bien un camarote sin barco. Se dio la vuelta para contar el dinero que le quedaba. Cuando se volvió estaba desnuda. Su cuerpo era un resplandor en las ruinas turbias de la noche. Puso el dinero sobre la silla donde estaba la ropa de ella y se quedó mirando el efecto que hacía allí, unas cuantas monedas y billetes arrugados sobre las medias de la mujer, sobre su ropa interior y las otras cosas. Sintió que el resplandor se aproximaba, que lo engullía y su boca era abrasada por los labios, los dientes y la lengua del resplandor. Se echó hacia atrás y dijo <<Adela…>>. Después ardió resucitando fantasmas en la madrugada.

LA ESCENA

Osa 3Se acercó hasta el set como si hubiera tropezado con él, como si sus pies lo hubieran llevado arrastrados por la perezosa aleatoriedad de los pasos baldíos. Hay un montón de gente por allí. Los extras parloteando sumidos en la desgana, sentados desordenadamente en sillas de tijera, los miembros del equipo dándose instrucciones a través de walkie-talkies, bebiendo coca-colas, revisando hojas de papel surcadas con pliegues que las agarrotan y moviéndose con impostada premura. Hay muchos más, pero aparte del tipo que da las ordenes con el megáfono y aquellos que se dedican a mover las cámaras, las luces y las pantallas, el resto tiene un cometido impreciso, todos atentos a algo, también impreciso. Envueltos en un ambiente de hastiada impaciencia. Tras pasar un rato husmeando sin que nadie le preste atención, consigue que un chico con gafas de montura gruesa y granos costrosos le muestre el plan de rodaje. Quedan seis o siete planos para que comiencen a preparar la escena por la que le han hecho venir hace tres horas. El chico se comporta como si le estuviera haciendo un gran favor al transmitirle esa información, no tendría por qué hacerlo y tuerce la boca en ademán de fastidio, para que quede claro.

La piscina del recinto de exhibición de los delfines está llena de esmerilada agua verdosa pero vacía de todo lo demás. Sentado en la grada observa el agua que le recuerda a la gelatina de lima que comía cuando era pequeño, en algunas fiestas de cumpleaños. Un inmenso bol de gelatina de lima le contempla mansamente.

La chica, la chica que al llegar le preguntó su nombre y se aseguró de tacharlo en su portafolio le había mostrado el lugar donde le vestirían. Le había dejado en unos baños ocupados por el equipo de vestuario y maquillaje y le había dicho que no se alejara de allí. Se quedó fumando un cigarrillo y lo llamaron para que entrara a vestirse, al parecer con mucha prisa. Tuvo que tirar el cigarrillo casi entero. Le probaron varias camisetas y camisas pero finalmente le pidieron que volviera a ponerse lo que había traído. Eso le gustó. Después le sentaron frente a un gran espejo cercado de bombillas y estuvieron un rato echándole polvos en la cara y un gel para peinarlo. Cada vez que levantaba los ojos hacia el espejo se veía ridículo, los bajaba al instante y hacía vanos esfuerzos por disimular el disgusto. Cuando pensaba que ya habían acabado, la chica de vestuario le dio una camisa amarilla y unos pantalones beige de oficinista. Le hicieron una foto así. Ese sería su personaje. Su personaje le parecía un plátano. Se quitó la camisa y volvió a ponerse su camiseta. Dijo que no quería que se manchase y estuvieron de acuerdo. Dijo que quería dar una vuelta, que estaría atento y volvería pronto. La chica de producción quiso cerciorarse y prácticamente le obligo a repetirlo <<Estaré por aquí, sé como funciona esto>>. Se alejó pensando en eso último “sé como funciona esto” le sonó un poco presuntuoso, como de tipo experimentado con muchas horas de rodaje a sus espaldas; y si era así ¿Por qué estaba allí dispuesto a esperar lo que hiciera falta por un papelito de reparto con tres líneas? Apartó esos pensamientos como quien espanta momentáneamente las moscas de un plato al que sabe que indefectiblemente habrán de volver.

Se detuvo en el recinto de los osos pardos contemplando a una vieja osa sentada en el borde del tajo de hormigón que marcaba el límite del recinto. Tres metros más allá, separados del animal por una verja de hierro y un foso en cuyo fondo discurría una lengua de agua sucia y miserable, había gentes familieras lanzando golosinas que la osa recogía con habilidad. Entre cacahuete y cacahuete la osa se ganaba las propinas llamando la atención con sus garras y realizando un extraño contoneo, una suerte de baile compulsivo y malsano en el que bamboleaba la cabeza de un lado a otro hasta que los cacahuetes volvían a ser lanzados y trataba de recogerlos al vuelo. El espectáculo congregaba a más y más gente aumentando el jolgorio de carcajadas y comentarios. Los ojos de la osa tenían una expresión entre la necia y dócil mientras trataba de anticipar por dónde vendría la próxima golosina. Otro oso se aproximó hasta el borde atraído por las chucherías y la osa reaccionó con un gruñido de amenaza y un zarpazo que extinguieron las risas y provocaron un murmullo de estremecimiento hasta que el otro oso se retiró, retornando la risotada.

Continuó paseando por las instalaciones mientras la megafonía anunciaba una exposición de criaturas de la noche. En la zona de felinos, la mayoría de los animales estaban ocultos sesteando en sus cubiles. Después de recorrer las jaulas desocupadas regresó a los baños con una sensación de vacío. Allí le hicieron ponerse la camisa de plátano. Le preguntó a la chica de producción si faltaba mucho para su escena, ella miró el reloj, revisó sus papeles y dijo <<queda, queda>>.

Su compañera de escena, una chica alta de ojos otoñales y sonrisa entusiasta también estaba lista. Cuando la vio al llegar tenía el aspecto de una chica desenfada, ahora, después de pasar por vestuario y maquillaje, parecía una mujer, casi señora, algo así como una azafata de congresos inveterada. Se supone que era su mujer, la mujer del plátano. Ella propuso que repasaran juntos la escena. No le hizo mucha gracia, tenía tres frases y ella dos. Una pareja convencional que pasea por el zoo con su hijo en el momento en que una bala perdida del tiroteo alcanza al hombre abatiéndolo. El entusiasmo que ella ponía le llevaba a alargar sus frases y desbordarse en la entonación y los gestos. Él se limitó a soltar su parte con cierta indolencia, lo único que le interesaba era morir bien cuando llegase la bala pero eso no iba a ensayarlo.

– No sé, me parece que algo no funciona, se supone que somos un matrimonio. Tendría que haber una química ¿No? ¿A lo mejor estoy un poco exagerada?

Él no hizo otra cosa que encogerse de hombros.

– Chico, pues o yo estoy un poco exagerada o tú un poco pasota porque parecemos la noche y el día.

Volvieron a repasar la escena un par de veces con similares resultados. Cuando llegaban al final él decía <<Pum>> y dejaba caer la cabeza hacia un lado. Ella quiso que llegase hasta el final de verdad, que le mostrase como iba a morir por el disparo y reaccionar en consecuencia. Lo hicieron una vez más y al llegar al disparo dijo <<Pum>>, la miró con los párpados entornados, sacó la lengua y tiró una pedorreta.

– ¿Es así como vas a morirte?

– No, pero no voy a hacerlo hasta que el director diga acción.

– ¿No quieres ensayarlo?

– Ya lo ensayo todas las noches cuando me acuesto, me meto así en la cama, de un balazo.

Ya estaba aburrido, quería largarse de allí y hacer cualquier otra cosa hasta que llegara su escena, aunque sin saber muy bien qué: otro cigarrillo, ir a oler la peste de los leones, sentarse en un banco e idear alguna forma de abrir las jaulas… ya lo pensaría luego.

– Bueno lo iremos repitiendo hasta que fluya, tenemos que encontrar un punto de equilibrio entre los dos.

– Yo creo que así está bien.

-¿Qué quieres decir?

– Qué está muy bien, que la mujer es así animada y dicharachera y el marido está hasta los huevos…

– Porque su mujer es una pesada…

– O porque él es un rancio y ni siquiera le gusta el zoo o está pensando que se está perdiendo el partido.

Ella le dio la espalda y se puso a repasar su hoja de guión. Él observaba las evoluciones del gentío aguardando con las manos a la espalda.

– Bueno, podría ser… pero cuando pasé el texto con mi repre lo enfocamos como un matrimonio joven que está disfrutando de un día con el peque en el zoo.

– ¿Qué peque?

– El niño, hombre, nuestro hijo.

– Ah.

– ¿Por qué no vamos a buscarlo y hacemos la escena con él? Lo he visto antes por ahí, creo que está en vestuario con su madre.

– No, estará a su rollo.

– Que va hombre, si seguro que está aburridísimo.

– Oye, mejor pasa del crío. El crío ni siquiera habla y seguro que si ensayamos con él se acaba cansando y luego igual no quiere hacerlo cuando estén las cámaras.

Ella cedió en lo de llamar al niño pero, insistió en sustituirlo por un jersey que agarraban cada uno por una manga mientras paseaban repasando la escena. La gente les observaba tratando de averiguar que era lo que estaban viendo. Los niños tiraban de los brazos de los adultos señalando entusiasmados. Mientras caminaban entre el gentío hablándole a un jersey pensó que su vida era una estupidez indescifrable y se dejó llevar por la solidez de ese razonamiento. Abordó sus frases con ánimo renovado y cuando llegó el momento del disparo se llevó la mano al estómago y miró a la mujer, sus ojos se abrieron mucho, la boca arrojó una tos oprimida o un estertor y se aflojó hasta arrodillarse en el suelo apoyándose en las manos, hizo que la saliva se acumulara en los labios y dejó escapar un hilillo ligando su boca al suelo de colillas y cáscaras de pipa antes de derrotarse. Cuando se levantó tenía la camisa llena de polvo. Los críos aplaudían riendo como locos. Uno de ellos se soltó de la mano de su abuela y comenzó a rodearle sin dejar de disparar formando una pistola con la mano.

– ¡Eh, eso ha estado muy bien!

– Bueno…

– ¿Y lo de la baba?

– Pura improvisación.

– ¿Crees que te dejaran hacerlo? Bueno lo de la baba no sé ¿Cuando mueres se te cae la baba?

– Ni idea.

– ¿Pero con sangre? En las pelis los que mueren echan sangre por la boca ¿No? ¿Crees que te darán una bolsita de sangre o algo para que escupas?

– No creo.

– ¿Por qué no?

En el suelo, el jersey lo miraba como si se hubiese muerto.

La chica de producción aparece en el recinto de los delfines hablando por el walkie-talkie y girando la cabeza en todas direcciones hasta que le localiza en la grada.

– ¡Joder! ¿Pero dónde te habías metido?

– ¿Aquí? -responde encogiéndose de hombros.

La chica se pone el walkie-talkie en la boca, pulsa el botón y dice <<Ya lo tengo, vamos para allá>>.

– Vamos a rodar tu escena ya, joder.

– El de las gafas me dijo que faltaban seis o siete planos…

– Pues ya están, venga, baja de una vez, date prisa.

– Que rápido rodáis ¿No? -dice mientras baja despreocupadamente los escalones hormigonados de la grada.

La chica aguarda con impaciencia llevando el walkie en una mano y el portafolio con los papeles asomando a punto de caerse en la otra. Mueve los pies en el sitio como si se estuviese haciendo pis. Cuando él llega a su altura ella niega con la cabeza, se da la vuelta y murmura <<gilipollas…>>.

Le dijeron que el tiro lo recibiría en el pecho y no en la barriga como ponía en el guión. Agarraron al niño y lo colocaron entre los dos. Mientras ajustan las cámaras, la actriz le hace carantoñas y le presenta a quien será su breve padre. Ensayan la escena una vez y el ayudante de dirección dice que todo está bien, pero que él tiene que exagerar su caída. La actriz requiere la atención del ayudante, trata de cotejar el tono de sus frases y cerciorarse de que lo hace correctamente pero el ayudante la ignora y acude a una mesa donde hay un montón de gente inquieta metiendo la cabeza en un monitor. Cuando vuelve, ella está en el mismo sitio esperando algún tipo de respuesta, el ayudante mira a su alrededor y dice <<Todos a primera>>. Desde la mesa, alguien dice <<Acción>> y el ayudante repite <<Acción>>. Mientras caminan por el zoo llevando al niño entre ellos y soltando sus frases hay dos operarios detrás que portan una colchoneta para amortiguar la caída. En el momento del disparo, él se lleva la mano al pecho, baja la mirada desconcertado y vuelve la cara hacia su familia antes de dejarse caer sobre la colchoneta. Se oye <<Corta>>. La actriz se ha acuclillado junto a él y le coge la mano consternada, como si realmente estuviese herido. El niño se tira en la colchoneta riendo y rebotando. El ayudante vuelve con paso nervioso y la expresión irritada, mesándose el pelo ralo y consultando el reloj repetidamente como si eso fuese a servir de algo.

– Nada de mirarte el pecho ni mirarlos a ellos, olvídate de todo ese drama. Lo que queremos es que te caigas hacia atrás y punto.

– Oye ¿Y no vais a ponerle una bolsita de sangre o algo así? -pregunta la actriz.

– ¿Vas a dirigir tú la película o qué?

– Bueno es que yo creía…

– ¡Todos a primera!

Vuelven a hacer la escena y él se deja caer hacia atrás, calculando el salto y confiando en que la colchoneta esté en su sitio. Se produce un alboroto en la mesa de los monitores pero él está mirando la cámara, un ojo insolente que absorbe todo lo que tiene delante sin importarle nada ni nadie. Piensa que quizás esté encendida todavía, vampirizéndole incluso en ese instante entre toma y toma cuando se supone que puede dejar de ser el plátano. Alguien podría continuar observándole a través de algún monitor así que mira fijamente al objetivo, escupe y se da la vuelta.

El equipo técnico está cansado y se advierten gestos y posturas indiferentes, se encienden cigarrillos y comienzan charlas sobre lo que harán más tarde o sobre cualquier otra cosa que no tenga que ver con la película. Mientras, la actriz y la verdadera madre intentan entretener al niño que está cansado también y comienza a protestar y a ponerse ñoño. El ayudante se aproxima suspirando junto al tipo que maneja la cámara que protesta entre aspavientos.

– Joder, llevo media hora corrigiendo pero te digo que no puedo hacer más ¡Hay que rodarlo ya!

– ¿Y por qué me lo dices a mí?

– Se lo he dicho a él, tiene ojos igual que yo y está viendo como baja la luz como un puto telón negro pero es lo de siempre, va a su rollo y luego ¿A quién van a tocarle los cojones?

El ayudante se dirige a los dos actores que lo esperan.

– Sólo dos cosas ¿Vale? Muy importante: tú -le dice a ella – no puedes quedarte quieta y luego acudir en su ayuda. Se supone que es un puto disparo inesperado. Tienes que apartarte y levantar los brazos o apartar al niño y abrazarlo para protegerlo. Y tú -le dice a él – necesitamos que la caída sea más exagerada, que saltes hacia atrás como si hubieras pisado una puta mina.

– ¿Con qué se supone que me disparan?

– ¿Qué?

– Con que arma me están disparando.

– ¿Y yo qué cojones sé?

– Con un 38, -dice el director de foto – con un revolver del calibre 38.

– Eso no te tira volando hacia atrás.

– ¡Me cago en mi puta madre!

– Tiene toda la jodida razón -dice el director de foto.

– ¿Es que vais a dirigir vosotros la película ahora? Tomad -dice entregando el megáfono que los otros reusan -¿No? ¿Vamos a rodar la puta escena?

– Vale pero entonces yo qué hago -dice la actriz -¿Me aparto levantando los brazos o protejo a mi hijo?

– Me la suda ¡Todos a primera!

Esta vez vuela hacia atrás como si le hubiesen disparado con un bazooka y cae en el suelo rebasando la colchoneta. Una silenciosa conmoción lo inunda todo hasta que se incorpora y se sacude la ropa. La camisa de plátano está destrozada. Los operarios le preguntan si está bien y se disculpan por no haber acertado con la colchoneta. El ayudante y el director de foto están con los demás viendo la toma en el monitor. El ayudante vuelve corriendo, le pide que lo acompañe hasta la mesa y se lo muestra al director como si fuera un jamelgo de feria.

– Tiene la camisa hecha trizas -dice.

El director se toma su tiempo observándole, cuando sus ojos se encuentran le sonríe levemente como lo haría con el perro de un desconocido, en un por si acaso. Ahora que lo tiene cerca, el director le parece un tipo demasiado flojo y moderno con su chaquetilla ajustada, su corbatín y su lacado peinado de portaaviones, piensa ”este tío no tiene ni idea de nada”, ese pensamiento de alguna manera le consuela.

– ¿Y no tenemos más camisas como esa? – dice el director mirando hacia los lados buscando a quien corresponda la pregunta.

– ¿Marta? -dice el ayudante.

El director de foto se da la vuelta mirando al cielo y balanceando la cabeza. La de vestuario se acerca dando recelosos pasitos apremiados.

– Dime.

– ¿Tenemos más camisas como ésta?

– Hombre, igual igual…

– Pues parecida.

– No sé… creo que tampoco pero voy a ver.

– No, espera. No hay más camisas -le dice al director que repasa la toma nuevamente.

El director levanta la vista, alza los brazos y dice <<Toma buena>> mientras echa la cabeza hacia un lado esbozando una sonrisa de autocomplaciencia y se deja arrullar por su séquito de asistentes.

En menos de dos minutos, ya está en el cuarto de baño vestido con su ropa y echándose agua en el pelo y la cara para quitarse la porquería que le han puesto. Deja la ropa del plátano en un rincón y sale mirando alrededor, pensando en si debería despedirse de alguien. Nadie se fija en él. La gente de dirección está charlando en corro con aire despreocupado, los demás parecen muy atareados desmantelando el tinglado. Camina hacia la salida. Las jaulas y recintos están oscuros. No siente ningún interés por ver a sus ocupantes. Ni ellos por verlo a él, todos invisibles para todos.

YO PRIMARIO

campo-de-amapolas-70608-La ciudad desierta los recibe con su metálica indiferencia. Todos en silencio, rastreando impensables dosis de calidez en las luces de la autopista y la familiaridad de los paneles publicitarios. Ellas refugiando su fragilidad en posturas recogidas, arrimadas a las esquinas del interior del automóvil. Él descansando sus manos en la tersa seguridad del volante tapizado. Pensando, repasando los hechos una y otra vez. Las causas, motivos, justificaciones y soluciones ocultas; tal vez simplemente inexistentes. Pero eso no detiene su desesperada batida de preguntas sin respuesta, una lluvia de cuchillos que rejonean sus órganos bajo la intermitente caricia de las luces de la autopista.

Fue idea mía ir a parar a aquel secarral rodeado de cerros pelados. Hacía dos años que no íbamos de vacaciones. La situación no pintaba bien en la oficina, llevaban ni se sabe cuanto especulando con lo del cierre y con que tarde o temprano iríamos todos a la calle. Sueldos congelados, supresión de paga extra, ellos venga a quejarse y nosotros apretándonos el cinturón como si fuéramos ochos. En consecuencia, mandábamos a la niña a un campamento y pasábamos el verano en casa cortando el césped, ordenando el garaje, refrescándonos con la manguera y quedándonos despiertos hasta tarde viendo la tele. No estaba mal, gozar de tiempo libre no es poca cosa para alguien que llega a casa a las nueve de la noche y no puede dejar las preocupaciones del trabajo porque el día siguiente está ahí, acechando a la vuelta de la esquina. Pero Silvia quería algo más, quería volver a la playa como hacíamos antes, y por muy bien que lo pasáramos en aquellos días de holganza casera siempre tenía un gesto, un mohín, un breve suspiro inapreciable  para recordarme que nosotros ya no íbamos de vacaciones igual que todo el mundo.

Alquilar un apartamento en la playa, eso era lo que le gustaba. Pasar el mes o veinte días tumbados en la arena con una sombrilla y una nevera de plástico llena de gazpacho y filetes empanados. A mí la playa… como que me aburre, cocerse bajo el sol tanto tiempo y de esa forma, como buscando hacerse daño. Y el mar… Sí, el mar está ahí, es muy grande ¿Y? Lo miras un rato, te bañas pero ya está. El mar no hace nada aparte de tener peces y recordarnos que estamos hechos para la tierra firme. Uno se da cuenta al sumergirse, ese ruido como de vacío líquido y la densidad incomprensible que nos oprime son advertencias de que no estamos donde deberíamos. Además, en la playa terminábamos topando con la misma gente de la ciudad, rostros con narices coloradas hablando de las mismas puñeteras historias, quejas y bobadas que llevabas oyendo todo el invierno ¿Y a eso le llaman descanso?

El caso es que este año, con el nuevo empleo de Silvia, íbamos algo menos achuchados y a ella no había quien le sacara de la cabeza la idea de la playa. Se había operado las tetas, decía que no eran unas tetas para dejarlas en casa, eso implicaba ir a la playa a lucirlas. Se supone que el doctor aquel tan enrollado y tan moderno con sus simpáticas gafitas de colores y su espesa melena ondulada había echo un buen trabajo. Eran sólidas y poderosas, propias de una estatua de bronce, pero cuando se recostaba de lado le salían abolladuras como de coche a las que no acababa de acostumbrarme, aunque desaparecían instantáneamente al incorporarse. Silvia estaba encantada con su nueva delantera y eso es lo que importa, así pues este verano no iba a librarme de la playa, de las conversaciones sobre tetas y de las miradas impertinentes de la muchachada costera.

En verano iríamos a la playa, pero yo quería tener también mis vacaciones, mis propias vacaciones, pasar unos días donde yo quisiera por una vez. Fue por eso por lo que me empeñé en ir a aquél pueblo. Era el último puente antes del verano y yo tenía ganas de pasar unos días en el campo. La primavera estaba en su máximo esplendor y era un momento excelente para compartir unos días en familia en un entorno rural. Lo echaba de menos. Sentía que me había alejado de esa conexión con la naturaleza. Hace ya tiempo que había dejado de acudir a las salidas con el grupo de montaña, aquello cada vez se parecía más a una excursión de jubilados vestidos en el Decathlon. Al principio se andaba algo pero luego sólo parecía importar la comilona en el restaurante de turno y el parloteo de la sobremesa entre orujos y pelotazos.

Me había criado en un pueblecito del norte al que ya no íbamos porque Silvia decía que estaba siempre lloviendo y se iba que pasar el día en la casa haciendo pan de maíz y comiendo queso con la abuela junto a la cocina de carbón. Qué si estaba lejos, que si llovía mucho… Bueno pues al norte no, pero esto era aquí mismo, a 140 km. Encontré una casa a última hora que estaba muy bien de precio, con su jardín, su sala de juegos con futbolín y billar, con vistas a la peña que se erguía sobre el pueblo. Una maravilla, eso es lo que me pareció, a mí, por que a ellas… No me costó poco convencerlas, la niña porque no pintaba nada y tenía planes con las amigas, mi mujer por que le parecía que el pueblo era muy cutre y por allí haría muchísimo calor, ahora le molestaba el calor pero en la playa bien que se echaba al cocimiento y no se iba hasta que no estaba refrita como un chorizo. En fin, que tuve que convencerlas empeñándome en que nunca disfrutábamos de la naturaleza, que estábamos idiotizados por la ciudad y desvinculándonos de las esencias del planeta.  Era lamentable que la niña entendiese de marcas de ropa y de extraños conjuntos juveniles con peinados imposibles y no conociese el nombre de los árboles  o la diferencia entre un cerro y una loma. Al final, accedieron a regañadientes.

Cuando vimos las chimeneas, esas enormes vasijas humeantes coronando el horizonte al final de la carretera mis manos se aferraron al volante preparándome para recibir sus protestas.

–       ¡No puedo creer que nos hayas traído a un sitio con una central nuclear! –protestó mi hija rompiendo el sereno fluir de la carretera.

–       Bueno, eso es Trillo, Peñamocha está a 12 Km.…

–       Ah, 12 kilómetros, vale, ahora me quedo más tranquila…

–       ¿Cómo se te ocurre traernos aquí? ¿Creía que iban a ser unos días en la naturaleza? –intervino Silvia.

–       Y lo van a ser, abrid los ojos, no hay más que campo por todas partes…

–       Sí, campo contaminado por los gases de esas chimeneas asquerosas. Tú no estás bien, papá, te lo digo, se te va la cabeza.

–       ¿Pero de qué hablas, Blanca? Lo que sale de las chimeneas es sólo vapor de agua ¿Es que no os enseñan nada en el instituto?

–       No, se saltaron la parte que dice que las centrales nucleares son muy buenas para la salud del planeta y las personas que viven en él. Déjalo ¿Quieres? –dijo antes de cruzar los brazos, retreparse en el asiento y mirar por la ventana con el morro fruncido.

–       ¿De verdad quieres hacernos creer que las centrales son inofensivas? –inquirió mi mujer.

–       No digo eso pero hay mucho mito y mucha desinformación, si se hacen bien las cosas no tiene por qué pasar nada malo.

–       Esto es el colmo, te pasas una semana hablándonos de la importancia de mantener el contacto con la naturaleza, de que no podemos perder el contacto con nuestro ¿Cómo era?  Yo primario…

–       Eso lo leyó en una revista –intervino Blanca.

–       Seguramente ¿Y cómo era eso de la madre tierra?

–       Ya está bien.

–       No ¿Cómo era eso? Contactar con los elementos, tierra, aire, agua, fuego… ¿Cómo puedes soltarnos ese rollo y traernos a una central nuclear?

–       ¡No es una central nuclear, es un pueblo que está a 12 kilómetros! La central nuclear no hace nada malo, oh sí, pero aparte de eso también hace que funcionen vuestros teléfonos, vuestros ordenadores, secadores, aparatos de música y todas esas cosas de las que no podéis prescindir, así que vamos a ser consecuentes e intentar disfrutar, os lo pido por favor.

–       Esto es horrible –dijo la niña entre dientes.

Los campos estaban plagados de cereal y amapolas pero hacía un calor espantoso y todo parecía sumido en una parda sequedad desesperada. Dejé el coche en la plaza desierta y nos quedamos observando en silencio las costrosas fachadas de las casas. Localicé un bar y entré a pedir unos refrescos mientras ellas aguardaban en la terraza. Cuando salí, la niña volvió la mirada hacia mí con alivio y desesperación contenida, había un muchacho de unos dieciséis años sentado con ellas. Tenía el pelo largo y apelmazado en mechones grasientos que le tapaban gran parte de la cara. Las manos sucias, curtidas y llenas de cortes y magulladuras. Llevaba una camiseta rota y un pantalón de chándal lleno de lamparones de sangre seca, parecía haber salido de una película de terror barata. Hablaba acelerado en una especie de jerga rústica extremadamente cerril y se hacía muy difícil entenderle. Finalmente conseguí comprender que era el sobrino del tipo que nos alquilaba la casa. Le pedí que fuera a buscarlo y se quedó un rato mirándome con una inquietante y estúpida sonrisa que congelaba su expresión indefinible. Después se levantó y dijo que le esperásemos. Silvia hizo un comentario sarcástico sobre los lugareños y la niña subió las piernas a la silla y se abrazó las rodillas dejando caer su cabeza en ellas. Le pasé el brazo por los hombros pero ella se lo sacudió de mala gana. El muchacho volvió y se sentó junto a la niña. Estaba mirándonos otra vez con aquella estúpida sonrisa. Me inquieté al observar el contraste entre la delicadeza de la piel limpia y suave de las piernas y brazos de mi hija y la de él, oscura, basta y sucia. Era como poner juntos a una gacela y una hiena hedionda. Nos dio unas llaves y nos indicó donde estaba la casa, dijo que su tío nos vería más tarde.

Efectivamente, la casa tenía una bonita vista a la peña que se elevaba frente al pueblo, pero al entrar nos dimos cuenta de que el lugar producía sensaciones similares a todo lo visto hasta el momento. Se trataba de una burda construcción de hormigón encalado con un patio de baldosas que hacía de mirador. La decoración interior era adusta y vieja, había cornamentas y trofeos de caza por todas partes y los muebles se veían tristes y desparejados, como sobras de antiguas mudanzas. Las chicas estaban de mal humor. Intenté animarlas, traté inútilmente de convencerlas de que podíamos verlo como una rústica aventura y que sería divertido pero no hubo forma. Les propuse ir al garaje a jugar una partida al billar o al futbolín y ni siquiera me contestaron.  Silvia se puso a destrozar telas de araña y a quejarse de la suciedad y la niña, frustrada por la ausencia de cobertura, se tumbó en el sofá frente a la tele. Después de cenar, ninguna no quiso saber nada de bajar al pueblo a dar una vuelta. Me serví una copa y me senté fuera, frente a la peña en una silla cochambrosa. Necesitaba aturdirme, escuchar la noche mientras observaba el espléndido peñasco picudo ahora iluminado por una ristra de cuarzos que lo recortaban dándole cierto aire de reclamo artificial. Cuando comenzaba a relajarme, pude distinguir a mi espalda el caótico ladrido de mucho perro que crecía más y más, sumándose nuevos ejemplares, voces y diversos tonos más apocalípticos que melancólicos. Los aullidos y gañidos se agrupaban en una desquiciada conjunción de plegarias y ya no quedó pizca de magia en todo aquel el paraje, si es que alguna vez la hubo. Cuando me di cuenta de que los perros no iban a callarse nunca me fui a la cama con la esperanza de que el nuevo día nos diese un respiro. Bajo las sábanas, Silvia, sin volverse hacia mí, en la zozobra del desvelo,  dijo:

–       ¿Se puede saber qué coño de ruido es ese?

–       Parece que por ahí atrás hay una perrera enorme.

–       ¿Y se van a callar alguna vez?

–       ¿Quieres que vaya a preguntárselo?

–       Por Dios, Gerardo ¿Dónde nos has traído?

Dicho esto dio por finalizada la charla y se ovilló desesperada tapándose los oídos con la almohada.

El día comenzó con un sol radiante que amarilleaba los campos de avena moteados de flores rojas. Los perros nos dieron un descanso pero pronto comenzaron su concierto demencial. Preparé un desayuno para tomar en el patio. Blanca apareció entre estornudos, con los ojos y el rostro irritados, y un amasijo de cleenex usados abultándole el bolsillo. Su alergia se había agravado. No dijo nada, ni siquiera para emitir una queja, toda ella era una queja en si misma. Llenó un bol de yogurt y cereales y se resguardó en la casa. Le propuse a Silvia hacer una excursión y subir a la peña, le dije que nos vendría bien un poco de ejercicio y que las vistas desde allí serían magnificas, pero se negó tal y como esperaba. Cuando estuve listo, la dejé tomando el sol en una tumbona con sus flamantes tetas despuntando hacia el cielo impertérrito. No me sería difícil localizarla desde arriba. Le dije que estuviese atenta, que cuando llegase a lo alto de la peña la saludaría, respondió con un gesto de la mano espantando cualquier asomo interés.

Tras una fuerte pendiente entre altos cardos y matojos, se accedía a un sendero que subía en espiral por el cono de la peña. Me detuve exhausto en una revuelta sombreada pero recobré el ánimo al contemplar unos pajarillos que trinaban revoloteando entre los espinos. A medida que avanzaba la pendiente se iba haciendo más pronunciada y la subida del sol se sincronizó con mi penosa ascensión. El rayo machacón se me concentraba en la coronilla y tuve que protegerme con la camiseta a modo de turbante. Sobre el eco lejano de los perros, no había más sonido que la pisada fatigosa, el escabullirse de los lagartos y mi desesperado jadear. Para llegar hasta arriba eché mano de toda la mierda que me rodeaba, de mis músculos viejos, de los rollos de la oficina, de las letras por pagar, de la desgana de mi familia, del estúpido empeño que había puesto en llevarlos un lugar absurdo, todo eso me daba la energía suficiente para avanzar un paso más. Ya cerca de la cumbre descubrí una repisa entre los peñascos donde había restos de fogatas, colillas, basuras y vidrios rotos, además de burdas pintadas y garabatos ilegibles hechos con palos quemados. Esa debía de ser la sala de fiestas del mocerío local. Llegué hasta el punto más alto valiéndome de pies y manos. Entre ahogos y resoplidos observé el vasto relieve pardo que engullía al pueblo, las dos torres de refrigeración de la central que parecían supurar las nubes imposibles que el cielo ya no fabricaba. El eco de los perros resonó desde el pueblo. Con el sudor escociéndome los ojos, puse las manos haciendo visera para protegerme mientras trataba de localizar la casa. Busqué un rectángulo blanco y unas tetas como torpedos. Era todo tan diminuto que se hacía necesario reformular las formas y dimensiones. Al fin la localicé, Silvia estaba con alguien que no me pareció nuestra hija sentado en la otra tumbona junto a ella. Moví las manos para saludarla pero nada hacía indicar que me hubiera visto. Grité y agité los brazos con si esperase ser rescatado pero el resultado fue el mismo; el mundo era un lugar sordo, estático e inamovible.

Percibí el sobresalto del muchacho nada más llegar. Se puso en pie, su mirada torva trataba de evitarme yendo de los pechos de mi mujer hasta mí y luego otra vez al suelo. A Silvia la escena parecía divertirle. Sonreía relajadamente y me di cuenta de que estaba fumando el porro que él le habría pasado. Le pregunté por la niña y me señaló la puerta de la casa.  El chico comenzó a darme explicaciones, su mirada iba en todas direcciones y no acertaba a hablar sin trabarse. Silvia soltó una risilla. El muchacho tenía el mismo aspecto que el día anterior, más sucio y descuidado si cabe, se diría que había dormido vestido en el mismo cuarto donde destripaban los animales. Por lo que pude entender, había venido a decirnos que su tío no iba a aparecer hasta el domingo y que si no queríamos esperar hasta entonces podríamos darle el dinero del alquiler a su padre en el bar. Le pedí que me indicase donde estaba ese bar y le dije que me daría una ducha y bajaría al pueblo. Finalmente, se escabulló aliviado despidiéndose furtivamente. <<Adiós Lalo>> dijo Silvia aguantándose la risa. Me quedé mirándola un instante pero ella volvió a su revista refrenando la risa traviesa.

–       ¿Qué se supone que estás haciendo?

–       ¿Cómo dices?

–       Que qué se supone que haces tumbada con las tetas fuera y fumando un porro con ese Lalo.

–       Gerardo, eres imbécil.

–       ¿Yo soy imbécil? Esto no es la playa, Silvia, es un maldito pueblo y tu vas y te pones a provocar a ese patán y a fumarte un porro con nuestra hija hay dentro.

–       ¡No le estaba provocando, imbécil, sólo estaba charlando con él!

–       Quieres bajar la voz.

–       ¡No va a oírme nadie con esa puñetera jauría ladrando día y noche!

–       Te va a oír la niña.

–       La niña, la niña, Blanca no es una niña, ni yo tampoco de modo que no me digas como comportarme. Eres tú el que nos has traído a esta mierda de sitio. Dime ¿Qué coño quieres que haga? ¿Subir una estúpida montaña y achicharrarme entre las piedras? ¿Es así como se supone que voy a conectar con la madre tierra? ¿Tragando polvo y arañándome las piernas para contemplar la maravillosa vista de la central nuclear y escuchar el concierto de un millón de ladridos?

Cuando entré a ducharme, Blanca se quedó observándome en silencio con ojos acusadores. La miré un instante antes de pasar al baño pero no encontré nada que pudiera decir.

Atravesar la puerta y hacerse un  repentino silencio entre el paisanaje fue todo uno. Di las buenas tardes recibiendo un hosco murmullo como respuesta. La penumbra del establecimiento volvió a llenarse con las charlas y el estrépito del dominó. Mientras me preguntaba cuál de aquellos lóbregos rostros pertenecería al padre de Lalo, un vozarrón carrasposo vino a mi encuentro.

–       Hombre, usted debe ser el de la casa del Truchones.

–       De Vicente…

–       Sí hombre del Vicente, es que aquí nos conocemos todos por el apodo ¿Sabe usté?

Era enorme, estaba apoyado con los tremendos antebrazos en la esquina de la barra, una copa de licor se miniaturizaba ante él. Gastaba un grueso bigote en forma de herradura, llevaba una gorrilla a cuadros. Su aspecto era una mezcla entre cortijero y guardaespaldas del rock. Le pagué el dinero del alquiler y me invitó a beber. Quise saber sobre los perros, dijo que eran suyos, que tenía una nave donde guardaba perros de caza para las monterías. Cuando le pregunté si no le molestaba el  ruido que armaban pareció extrañarse.

–       ¿Se sienten mucho a los perros desde la casa?

–       Pero si no paran en todo el día.

–       No sé, mi casa está poco más arriba y yo ni cuenta me doy, será que me he acostumbrado. Pero aquí se está muy tranquilo, no me irá a hablar de ruidos viniendo de la capital…

Su manera de expresarse era seca y sosegada, pero escondía una especie de vehemencia contenida que de cuando en cuando desahogaba subrayando sus sentencias a golpe de  barra con su puño abigarrado. Así sucedió cuando le pregunté por su hijo. Se mordió el labio, se rascó la nuca hirsuta y el castigado cuello y golpeó. Dijo que había mandado al chaval a estudiar pero que se lo habían devuelto. Lalo no quería saber nada de los estudios.

– Se crió sin la madre, que murió al poco de nacer el rapaz, y eso a la fuerza tiene que notarse. Ha salido montuno, no hay forma de meterlo en vereda. No quiere estudiar y lo único que le interesa es andar a la caza y a los perros.

Entre pelotazos y largos silencios me iba contando del pueblo, de la central. Asumía con resignada melancolía que las repoblaciones y cultivos extensivos habían terminado por ahogar el monte, que apenas conservaba cuatro manchas de bravío donde se guardaban los bichos. Pasaba la hora de comer y el ayuno, la caminata y el alcohol iban enturbiándome la cabeza. Tenía la sensación de que cuando hablábamos las conversaciones del bar se silenciaban secretamente. Si me giraba a echar una ojeada, los rostros sombríos me esquivaban, y al volverme hacía el perrero, sentía sus murmullos, sus risas y sus ojos acechándome. El perrero perdió las ganas de charla, se entretenía hurgándose los dientes. Reparé en la uña del pulgar, más crecida que las otras, dura y filera sobre el mango recio del dedo como un cuchillo de monte. La silenciosa impasibilidad del perrero comenzó a angustiarme, parecía haber dicho todo lo que tenía que decir. Salí fuera para airearme y el calor me golpeó en seco con un bofetón  plomizo y mareante. Era media tarde y el sol abrasaba la calle. Los muchos tragos se me estaban amargando. Aguijoneado por la culpa pensé en mi mujer y mi hija, me pregunté que estarían haciendo, las imaginaba enojadas, abanicándose aburridas observando la nube de moscas que revoloteaba frente al televisor. No tenía ánimo para reparar la situación. Sólo quería volver con ellas y reconocer que me había precipitado empeñándome en este viaje, que me había equivocado al traerlas a un sitio como éste.

Al ir a pagar la cuenta el camarero dijo que ya estaba todo pagado. Me dirigí al perrero que en ese momento departía con un viejo tembloroso de ojillos vidriosos.

–       Hombre, no hacía falta que lo pagara usted todo.

–       Nada, nada.

–       ¿Cómo que nada?

Saqué unos billetes de la cartera, los puse en la barra frente a él y le tendí la mano pero cogió los billetes me agarró la mano y los puso allí apretándolos con la uña infame.

–       Ni se le ocurra –dijo clavándola un poco.

Su expresión se había ido ensombreciendo y sus ojos ya tenían ese brillo de impredecibilidad de los aplastados a la barra.  Iba a marcharme pero tenía que ir al baño. Mientras trataba de mantener el chorro sobre la taza cochambrosa, me alarmé al reparar en algunas frases confusas que despuntaban entre el rumor de las charlas. Incluían la palabra tetas. Agucé el oído y mal que bien pude distinguir algunas como: “hay que ver como está la gachona”, “un tetamen así que ya lo quisieran las vacas de…”, “Y bien ahí la guarra que las vea todo el mundo”, “Como pa no verlas”. Las palabras se confundían en el oleaje de la risotada. Se me subió la sangre  a la cabeza, quise pensar que podría tratarse de una confusión producto de la bebida y el griterío, que hubiese sido un engaño urdido por mi cerebro abotargado y confuso. No podía ser, oí lo que oí y tal vez inventé algunas palabras para dar sentido a las frases pero estaba seguro de haber escuchado la palabra “tetas” y eso llevaba directamente a mi mujer. Salí del baño súbitamente, tratando de sorprenderlos, pero topé con el anonimato de los rostros y las miradas hieráticas. El sonido de la televisión desgranaba el repentino silencio y tuve la efímera esperanza de que en el telediario estuvieran poniendo esas imágenes del verano adelantado que llenaba las playas de Levante, siempre sacaban mujeres en topless en aquellas imágenes, pero cuando alcé la miranda salían jugadores de fútbol entrenando e extractos de una rueda de prensa. De repente todo estaba normal, se reanudaron las conversaciones y partidas y ya no pude saber si aquél silencio había existido realmente o sólo se produjo en el interior de mi cabeza. Me despedí del perrero entre avergonzado y confuso, sentimientos que fueron aniquilados por la irritación y el sonrojo cuando ya abriendo la puerta para salir el perrero dijo guasón “salude a su mujer de mi parte”. Cerré la puerta apremiado por la necesidad de contener el torbellino de risas que se barruntaba dentro. El sol me inundó la boca y los ojos.

La casa estaba vacía, dentro, un extraño silencio se había apoderado de las sombras. Había carcasas de moscas en el suelo que crujían frágilmente bajo mis pies. Metí medio cuerpo en la ducha y dejé que el agua fluyera a través de mi cabeza ¿Dónde podrían haber ido a esas horas? Nada tenía sentido. Busqué tras la casa y en el cobertizo de juegos. No se habían llevado el coche. Subí al tejado para otear los alrededores, todo desolado bochorno y ausencia. Ni siquiera los perros ladraban. Miraras donde miraras era como si se hubiesen desintegrado aquellos elementos indicativos de algún tipo de actividad o vida normal. Estuve una hora dando vueltas con el coche buscando algún rastro de mi familia. De regreso a casa vi un sendero que se ocultaba entre matorrales crecidos y altos cardos. Parecía continuar hasta una mancha de árboles que se hundía hacia el este entre las ondulaciones del terreno. Lo seguí a pie. A medida que me acercaba a los árboles aumentaba el zumbido de los insectos y crecían mis esperanzas. Allí había un río, un arroyo más bien, cuyas aguas se embalsaban en las revueltas formando rácanas pozas. Continué por el sendero hasta oír sus voces a través de la espesura ribereña de sauces y zarzas. Blanca estaba sentada en una piedra jugueteando con los pies dentro del agua, el sol se filtraba entre las ramas altas de los chopos y cabrilleaba en el agua entre sus pies. Silvia esta sentada, cubierta de agua hasta los hombros en el centro de la poza. La inquietud se disipó hasta tal punto que me demoré en romper aquel momento hermoso que de alguna forma representaba mis anhelos e ilusiones para este viaje. Por primera vez desde que habíamos salido pude sentir la calma belleza de cuanto me rodeaba y quise que esa sensación pudiera postergarse sino en el tiempo en el recuerdo para acudir a aquella imagen del sol lanzando traviesos destellos sobre los hombros de mi mujer y las dulces piernas de mi hija.

Me acerqué a ellas y las saludé. Atrás habían quedado la rabia y la vergüenza por el episodio del bar, así como la preocupación y la angustia. Ni siquiera me molestó cuando Silvia se puso en pie y sus pechos desnudos surgieron del agua. Se decidieron a venir por que se estaban aburriendo en casa y supusieron que tendría que haber algún río. Un cálido orgullo se me apretaba en los pulmones. Claro que lo había, siempre encuentras algo cuando tienes el espíritu apropiado. Me dejé caer en la poza de espaldas y con los brazos abiertos, exhausto y  encantado. Ellas rieron. El frescor del arroyo terminó de enjuagar mis temores. Comenté que aquello no estaba tan mal. Silvia me dio un beso y blanca se encogió de hombros antes de concentrase en los destellos que bailaban en el agua. Los gritos, aquellos gritos de furiosa histeria punzante, nos arrojaron a todos al abismo de la sórdida miseria que dominaba aquél lugar.

Eran tres chavales, Lalo, otro de su edad y uno más pequeño. Surgieron entre las cañas chillando y lanzándonos piedras. Lalo tenía el pene en la mano que movía indecente arriba y abajo. Dijo: ¡Quítatelo todo, guarra! ¡Sácate la raja! Los otros gritaban: ¡Putones! ¡Guarros! ¡Fuera de aquí, gentuza!... y cosas así mientras se agachaban a coger más piedras. Silvia y la niña se protegieron tras una roca. Las piedras lanzadas caían  a mi alrededor con un ruido sordo seguido de un chapoteo. Estaba estupefacto, durante unos instantes era como si estuviese delirando, no parecía haber ninguna conexión entre lo que estaba ocurriendo y la realidad. Me giré hacia mi mujer y mi hija y pude ver en sus caras la misma expresión de desconcierto que yo debía tener. Esas caras me provocaron una tristeza instantánea y profunda. Por ahí llegó la rabia. Me volví justo a tiempo para apartar de un manotazo una piedra que buscaba mi cabeza. Fui a por ellos. Oí que Silvia me gritaba algo por detrás pero no pude entender lo que decía. Lalo al verme reaccionar se guardo la polla y echó a correr con los otros. Pero antes, entre lo uno y lo otro, se demoró un momento para desafiarme con aquella estúpida sonrisa inquietante. Recuerdo que mis ojos trataban de evitarla y se quedaron fijos en el manchurrón de su chándal a la altura de la ingle. Después emprendió la huida, algo rezagado respecto a los otros. Supongo la visión de determinadas imágenes, las bocas insultando, la lluvia de piedras, las caras de mi familia, la sonrisa de Lalo, la mancha del chándal, activó los resortes de algo que me hizo correr tras ellos, correr como no sabía que podía hacerlo. Les fui ganando terreno, atravesé el zarzal  y ya estaba encima de ellos cuando salieron a campo abierto. Alcancé al pequeño, quise hundirle la cabeza en los cardos pero estaba llorando y eso me confundió. Lo solté y fui a por Lalo pero cuando ya casi lo tenía hizo una finta repentina y se escabulló como una alimaña en los matorrales. De haberlo cogido no sé que hubiera pasado, es poco probable que se hubiera puesto a llorar y seguramente lo habría machacado sin importarme las consecuencias.

La tarde se resistía a claudicar cuando apareció el perrero. Ya casi había terminado de cargar el equipaje y estábamos a punto de salir. Me chistó para llamar mi atención y se acercó dejando a su hijo detrás. El gesto hostil anunciaba un arrebato contenido. Intenté distraer el miedo y recuperar la furia disipada ante lo que pudiera venir. Se detuvo frente a mí y guardo silencio durante unos segundos intolerables, después suspiró como una bestia de carga.

–       Venía a decirle… que después de lo que ha pasado lo mejor es que se vayan. Por lo que veo es lo que están haciendo. Me alegro de que estemos de acuerdo. Se me parece que esto no es lo que ustedes andaban buscando.

–       Puede estar seguro de eso.

–       Este es sitio tranquilo, no es… bueno, no es para gente como ustedes.

Estaba inclinado sobre el maletero colocando una bolsa de viaje. Al oír esto último me giré hacia el perrero y vi la estúpida sonrisa de Lalo por encima de su hombro. Me estaba mirando fijamente con un confiado gesto de desafío mientras se limpiaba la sangre del labio partido con el dorso de la mano. Cerré el maletero de un golpe.

–       ¿Qué es eso de gente como ustedes?

–       Usté ya me entiende…

–       De verdad que no le entiendo.

–       Bueno, mire, vamos a dejarlo. Les he traído su dinero. Ustedes se vuelven por donde han venido y todos contentos.

–       ¿Usted sabe lo que ha ocurrido esta tarde?

–       El chico me ha contando.

–       ¿Le ha contado como nos insultaron mientras nos atacaban con piedras?

En ese momento, se giró severamente hacia su hijo borrando momentáneamente aquella irritante sonrisa.

–       Éste ha llevado lo suyo –dijo volviéndose hacia mi mientras se retorcía las manos.

–       Ah, pues supongo que eso es todo ¿No?

–       Y qué quiere…

–       ¿Que qué quiero? Pues la verdad es que no lo sé. Me dan ganas de…

–       No se ofusque, hágame caso.

–       Que no me… lo que me dan ganas es de pasar por el cuartelillo de la Guardia Civil y poner una denuncia.

–       De poco va a servir, aquí nos conocemos todos.

Mi mujer y mi hija estaban contemplando la escena en silencio desde la puerta.

–       Vámonos ya, Gerardo –dijo Silvia.

Lalo les dedicaba su toda su atención, se pasó la lengua por los dientes amarillos y el labio tumefacto. Su sonrisa era una mueca animal, como de leones oliendo rastros de hembra.

–       De todas formas voy a pasarme, hombre.

–       ¿Y qué cree que van a decir ellos? ¿Eh?

–       Pues hombre, no sé ¿Agresión? ¿Agresión sexual? ¿Exhibicionismo?

Comenzó a ponerse ser nervioso. Sus manos se restregaban con saña la una a la otra haciendo un ruido seco y rasposo. Se sacó el palillo de la boca y me apuntaba con él al hablar.

– ¿Pero ustedes en qué mundo viven? ¿Se cree que puede venir aquí de esa forma? –miró a Silvia – Provocando, poniéndose en pelota picada a alborotar a la chiquillería ¿Y qué quiere que hagan? Me pilla a mí a su edad y pongo la gachona a berrear. Ya está bien de tontunas.

Me obligué a mirarlo a los ojos.

– Oiga ¿Qué esta diciendo, palurdo de mierda?

– Gerardo, vámonos por favor –repitió Silvia angustiada.

– Meteros en la casa.

– Gerardo basta ya.

– ¡He dicho que os metáis en casa!

El palillo grujió en su mano y calló al suelo convertido en un amasijo rechupeteado. Empezaron a llegar curiosos. Mujeres mayores vestidas de negro y otras en chándal, hombres con bastones y bocas recelosas. Se iban congregando a una distancia prudencial, como si no quisieran perturbar el desarrollo de la escena. Cuando aparecía alguien enseguida era informado sobre el desarrollo de los acontecimientos. Ni siquiera bajaban la voz, era como cuando las viejas hablan en el cine. El perrero se acercó aún más.

–       Se está usted poniendo necio –elevó el tono y proyectó la voz como un actor aficionado volviéndose hacia su público -la mujer sacando la pechuga, él tan pancho y ahora se pone flamenco. Será posible, el meapilas… Venga, carretera y manta que todavía se va caliente pa la capital.

Estaba atónito. Silvia cogió las últimas bolsas, cerró la puerta y bajó hasta el coche con Blanca, que arrastraba la mirada y se mordía el labio inferior. Se hizo un silencio. Metió a la niña en el asiento de atrás y cerró la puerta. Me puso la mano en el hombro.

–       Gerardo, nos vamos ya, te lo suplico.

–       Escuche a la madame y no sé gallee. Y hágale más caso hombre de dios, a una hembra así hay que darle jarabe de palo si no se huronan.

El comentario tuvo éxito entre la chusma de ganapanes y provocó carcajadas aviesas. Desde ese momento supe que la imagen de aquel perrero rocoso y atroz me perseguiría durante mucho tiempo. Me gustaría saber cómo podría haber actuado correctamente, lo más inteligente hubiera sido meterme en el coche con mi mujer y salir de allí como alma que lleva el diablo, restándole importancia a todo ¿Qué importa lo que dijera ese animal? ¿Qué importaban las risas melladas de aquella morralla grotesca? Estábamos los tres bien, íbamos a dejar atrás ese lugar infame. En lugar de eso me solté del brazo de mi mujer y fui hacia él sin saber muy bien que hacer. Darle un puñetazo sería como intentar golpear una montaña, era inexpugnable. Lo que hice fue agarrarle de la camisa mientras acercaba mi cara a la suya y usar toda mi furia para decir:

–       ¡Cómo vuelva a hablar así de familia…!

No sabía como terminar la frase pero de todas formas no habría tenido tiempo. Me enganchó del cuello con su enorme mano y apretó lo suficiente como para desintegrar cualquier asomo de palabra. Inmediatamente sentí la uña terrible clavándose bajo la mandíbula, en la parte delicada de los ganglios. Esa debía de ser una de sus utilidades. Tensé los músculos del cuello hasta sus límites y entonces se aflojaron rendidos ante la evidencia. Extrañamente me acordé de que tenia que poner presión a las ruedas del coche. Ya no sé que más pasó. Supongo que la falta de oxígeno hizo que me desmayara. Tengo que suponer que el perrero algo asustado por el desfallecimiento  relajó la presión hasta soltarme. Y también supongo que de algún modo Silvia, mi último recuerdo, ya en la nebulosa de la inconsciencia, la sitúa gritando desesperada y arañando y mordiendo el brazo del perrero, consiguió sacarnos de allí.

Paramos en una gasolinera que estaba junto a la central nuclear. Metí la cabeza bajo el grifo y al levantar la mirada hasta el espejo observé la señal de la uña y el rastro del estrangulamiento, unas nubecillas coloradas salpicando el cuello y la garganta. Tenía los ojos irritados y vidriosos, sostenidos débilmente por bolsas de piel apergaminada. La carne de los pómulos parecía a punto de desplomarse. Mi cabello estaba tachonado de canas en las que antes no me había fijado, o no mucho. La expresión de la cara tenía la debilidad miserable de una colilla pisoteada. Puse aire en las ruedas.

Nadie habló durante el viaje de vuelta. Hubiera querido animarlas, quizás bromear un poco sobre el asunto y quitarle importancia, pero miré el desaliento de sus cabezas apoyadas en las ventanillas y decidí prolongar el silencio. No había nada que decir ni lo habría nunca.

EL PERRO AHORCADO

perrolobo 01

Nacho le puso en el muslo dos pringosas hojas de jara formando una cruz sobre la herida. Lo de Juanjo era apenas un rasguño, una raya de sangre de cinco o seis centímetros que los muchachos aprovechaban para poner en práctica sus teorías de monte. Si las hojas de las jaras rezumaban una sustancia pegajosa que se adhería a la piel, ésta debía servir para curar, como cicatrizante o desinfectante o lo que fuera. Nacho dijo que era algo sabido que la jara curaba, un saber campero y tradicional. Juanjo se dejaba hacer. Paco apoyó la espalda en una gran piedra de formas redondeadas, sintiendo como el musgo pardo y seco crujía bajo su cuerpo. Pensó que Nacho se estaba inventando lo de la jara pero no dijo nada, contribuía a darle cuerpo a la aventura. Lamentó no haberse adelantado porque aquello bien podría habérsele ocurrido a él. Se secó el sudor de la frente con el antebrazo y, después, al bajar la cabeza observó que tenía un par de puntos negros retrepando el blanco del calcetín. Los agarró y los aplastó prensándolos uno a uno entre las uñas de los pulgares tratando de escuchar un chasquido que no se produjo. Volvió a revisarse y descubrió otro camuflado en el azul oscuro de la raya del calcetín.
– Será mejor que  sigamos, esto esta infestado de garrapatas –dijo sin mirarles.
– Hay garrapatas por todo el monte –dijo Nacho.
– Sí pero aquí debe de haber un nido o algo, he cogido tres en un momento.
Juanjo se movió alarmado y comenzó a revisarse.
– ¡Estate quieto coño, que se te va a despegar! –dijo Nacho reteniéndole.
– Espera que tengo ahí una.
– Anda trae…
Nacho le arrancó la garrapata y se sacudió la mano desdeñosamente.
– Pero que así no mueren, que mi padre dice que hay que quemarlas.
– Qué quemarlas ni qué mierda ¿Te crees que ahora nos vamos a poner a purgar el monte?
– Bueno, venga, vámonos de una vez –los apremió Paco.
Ascendieron una serie de lomas y ondulaciones siguiendo en fila una estrecha vereda que atravesaba monte bajo y manchones de jara entre cardos resecos y hierbajos agostados. De cuando en cuando, se detenían para asegurarse de que seguían el camino correcto, oteando sobre las piedras y tratando de recomponer los detalles e indicadores. Si no se ponían de acuerdo, salían del camino buscando la protección de un bosquete de carrascas para demorarse en la discusión bajo la sombra engañosa y el furioso zumbido de las moscas. Nacho se impuso y los otros le siguieron a regañadientes, fastidiándolo con objeciones a cada paso hasta que finalmente atisbaron la copa de la higuera entre la maraña de matorral y subieron a la carrera hacia el promontorio. Colgando de la rama vieron los restos de la cuerda podrida y debajo una mancha reseca, una  plasta de piel y pelo reintegrándose en la tierra más oscura que circundaba al árbol. Ese era el único rastro del animal inquietante que el año anterior colgaba de la higuera pendulando a la seca brisa de poniente.
Lo del perro ahorcado comenzó en el patio como una especie de leyenda  fraguada el verano anterior. Los mayores hablaban de un lugar entre mítico y secreto que habían descubierto en el monte en sus salidas a los pájaros con escopetas de perdigones. Quisieron impresionar a los chiquillos y les calentaban las orejas con la historia de un sitio maldito con una horrible criatura ahorcada que podía ser un perro pero también otra cosa. Cuando los chavales preguntaron dónde estaba les dijeron <<es mejor que no vayáis, aun sois chicos para ver esas cosas>>. A partir de ese momento descubrir el perro ahorcado se convirtió en la principal motivación del verano. Organizaron varias partidas para encontrarlo pero el monte llegaba hasta la sierra y no se terminaba nunca. No hablaban de otra cosa, el perro ahorcado se convirtió en una obsesión. Descubrir aquel lugar misterioso suponía una aventura real, no un juego en el se vieran obligados a usar la imaginación. Allí había un animal aterrador, un monstruo fabuloso que alguien había matado y colgado por algún recóndito motivo. Les parecía estar ante una aventura legendaria. Anduvieron como locos tratando de sonsacar información a los mayores, que parecían disfrutar confundiéndoles con múltiples pistas y conjeturas, contribuyendo así a acrecentar el mito. Se dijo que era un perro asesino que había matado a unos cuantos, se dijo que era un lobo sanguinario, el último de la sierra, que era una criatura traída de otra galaxia, una mezcla de perro y oso, un monstruo que se dedicaba a chupar la sangre… Los chavales escuchaban esas historias llenos de asombro, desconcertados al observar como los mayores se reían con malicia y se daban con los codos unos a otros cuando daban respuestas vagas sobre la situación exacta del lugar y les advertían que no era lugar para críos. Hubo quien se cansó, advirtiendo de la posibilidad de que les estuvieran tomando el pelo y que sólo fuera una historia inventada por los mayores para burlarse de ellos como otras veces, pero Paco no concebía que pudiera tratarse de un engaño, aunque lo fuese. La fascinante imagen de una dudosa criatura perruna colgada de un árbol en  algún lugar del monte, le cautivaba tan profundamente y estaba ya tan arraigada en su mente que no había forma de que pudiese desmoronarse, simplemente necesitaba creerlo, su forma de entender el mundo se cimentaba en este tipo de figuraciones, enigmas y secretas andanzas, de otro modo nada tenía sentido. Encontrar aquel lugar no era sólo el inicio de una aventura si no también una hazaña que demostraría que ellos no eran menos que los mayores, que podían igualarse y ganarse su respeto. Aunque terminaron por asumir que no iban a averiguar nada de éstos, para ellos sólo era un pasatiempo verse rodeados de rostros alertas y jugar al despiste, enrabietarlos y gozar de su frustración. Paco pensaba que los mayores se esmeraban en construir un muro que delimitase lo suyo dejando fuera a los demás, pero no conformes con aislarse sin más, se esforzaban haciendo alarde de su diferencia, mostrándose altivos, arrogantes y distantes, que el resto pudiese ver lo especiales que eran, ser admirados y envidiados por pertenecer a tan exclusivo clan. Esa era su fuerza, y no se le ocurría que hubiese nada más poderoso que eso.
Pero no todos eran iguales. Javotas, el hermano de Cholichow, no tenía aquella actitud encrestada y desdeñosa. Se mostraba accesible y no le importaba pasar el rato con ellos de vez en cuando. Tenían que pillarle solo y sondearle, en los ratos de la siesta cuando salía al pasillo a leer, o al caer la tarde cuando se llegaba con los prismáticos hasta las dunas más allá de la laguna grande haciendo anotaciones su cuaderno de campo. Estuvieron unos días dándole la matraca hasta que les dijo que tenían que encontrar una charca en un hondón donde pacía el ganado y seguir monte arriba por la línea del berrocal hasta un promontorio con una higuera grande. Los chavales no estaban muy seguros de poder localizar el sitio y le pidieron que les acompañase, pero él repuso que debían encontrarlo por si solos y que eso sería precisamente lo que les  otorgaría el derecho a conocer el lugar.
A media mañana ya estaban por encima del manto de bruma que se espumaba en la costa. Eran muchos, ocho o nueve, todos armados con palos, tirachinas, bicheros y cuchillos afanados en la cocina. El bestia de Justo había traído un fusil de bucear oxidado al que había quitado la cuerda del arpón para usarlo a modo de ballesta. Estuvieron deambulando entre las jaras y los bosquetes de carrascas tratando de dar con la charca. Siguieron los senderos del ganado pensado que alguno les llevaría hasta allí pero las más de las veces terminaban metidos en los rastros de los guarros, arrastrando las rodillas, tratando de evitar los enganchones y con el cuerpo cubierto de arañazos al forzar la salida monte a través. El sol ya estaba alto y buscaron la sombra de unos pinos para descansar y revisarse de cardos, espinas y garrapatas. Justo estaba probando el fusil en el tronco de un pino, la varilla del arpón rebotaba y salía despedida flojamente. Le advirtieron que iba a despuntarla y que así no serviría pero Justo no se detuvo hasta que el viento les trajo el eco de unas perdigonadas. Ascendieron por las ásperas moles de granito cubiertas de pardos líquenes, se asomaron entre el lentisco con impostada cautela y vieron el hondón y la charca. El que tiraba era el Paraguas, José Luis, el del puesto de melones, que los chavales llamaban el Paraguas por su pelo negro mate cortado a tazón. Estaba disparando sobre las tortugas de la charca. Había algunas manchas de sangre espesa flotando en la superficie y las vacas se mantenían cabeceando a una distancia prudencial, mirando hacia el agua y haciendo tentativas de acercarse, pero cada vez que sonaba un disparo seguido del chapoteo los animales daban un respingo alejándose. Decidieron dar un rodeo y sorprenderlo llegando por detrás, Nacho dijo que podrían amenazarle y quitarle la escopeta, <<confiscarla para la misión>>. Cuando aparecieron a su espalda le dijeron que se considerase su prisionero pero el Paraguas ni siquiera se volvió. Apuntó a hacia la charca, disparó un perdigonazo que rebotó en el caparazón de una tortuga produciendo un chasquido seco.
– No hay distancia –dijo aun sin volverse –hay que esperar a que estiren los cuellos porque a las grandes no las traspasa.
– ¡Arriba las manos! –ordenó Justo.
– Te hemos cogido a la espalda –dijo Nacho.
El paraguas se giró y les dijo que llevaba toda la mañana oyéndolos en el monte y que los había visto asomar las cabezas en las piedras de arriba. Cuando vio que Justo le apuntaba con el fusil le dijo que aquello no tenía fuerza ni para atravesar un lagarto y le apuntó a su vez con la escopeta. Justo bajó el arma sintiéndose un poco ridículo. A todos les quedó claro que no iban a conseguir la escopeta. El Paraguas les dio la espalda y se preparó para disparar esperando a que la cabeza de alguna tortuga asomara a través del agua fangosa. Mientras lo hacía les dijo que si pretendían recechar a alguien no deberían ir por el monte armando bulla de romería. Los chavales comenzaron a discutir entre ellos culpándose unos a otros y el Paraguas los mando callar justo antes de dirigir el cañón de la escopeta un poco a la izquierda y disparar. La cabeza de la tortuga se abrió como una valva  encarnada transformándose en un manchurrón que buscaba la orilla surcada por los cráteres que las pezuñas dejaban en el barro. El disparo provocó una exclamación y comentarios admirados. El caparazón quedó flotando panza arriba, las tiesas patas estiradas y unos harapos sanguinolentos meciéndose en el agua oscura allí donde antes estaba la cabeza.
– ¿Para qué haces eso? –preguntó Paco.
– ¿Lo qué?
– Matarlas.
– Para hacer puntería, por echar el rato…
Paco observó la charca, había caparazones flotando y tiznes resecos cubriendo las piedras.
– ¿Pero a este paso no vas a dejar ni una? –insistió Paco.
– ¿Y qué? Son bichos.
– ¡Y mola taco! –dijo Justo aproximándose para examinar la escopeta.
– Igual se podían comer –comentó Berti tímidamente.
– Pues venga, cómetelas tú, asqueroso –le cortó Fernandito.
– Antes se comían –aclaró el Paraguas -en Tesorillo y más pa arriba dice el abuelo que se comían pero que es cosa de gente atrasada y de cuando el hambre. Esos bichos no sirven, valen pa na…
Justo le pidió que le dejase pegar un tiro pero el Paraguas contestó que su escopeta no la tocaba nadie. Estuvieron un buen rato viendo como disparaba. A veces el proyectil no daba en el blanco y atravesaba el agua con un ligero chapoteo que hacía que la tortuga se asustara y se sumergiese; pero era patente que el muchacho tenía oficio y puntería, y no hubo que esperar demasiado para ver otro cuello reventando con un ruido sordo como de cachetada.
– El perro ese que buscáis está poco más arriba –dijo el Paraguas señalando el lugar –subiendo el roquedo por donde sus habéis venido llegáis sin pérdida.
– ¿Y da miedo? –preguntó Cholichow con una sonrisa tirante.
El Paraguas se le quedó mirando rascándose la cabeza por debajo de la gorra costrosa.
– Dicen que da miedo –trató de explicarse Cholichow buscando con la mirada la complicidad de los otros.
– A los chiquillos igual –repuso parcamente.
– ¿Es un fantasma? –inquirió Berti con timidez.
Hubo algunas risas y el niño posó la vista en el suelo. El Paraguas los miraba a todos tratando de saber si le tomaban el pelo.
– Vámonos ya de una vez –se impacientó Paco.
– Es un perro ahorcado –decía el Paraguas –un perro, eso es lo que se hace cuando ya son viejos o no sirven…
Una vez más la gris amenaza de una realidad prosaica se cernía sobre el refulgente atractivo insondable del mundo imaginado. Paco no necesitaba oír más y comenzó a moverse entre los otros tocando sus hombros e instándoles a ponerse en marcha.
Ese lo mismo salió silvestre y tiraba bocaos o cualquier cosa… -continuaba el Paraguas alzando la voz a medida que los otros iban tomando hacia el berrocal.
Cuando llegaron hasta el alto vieron la higuera y hubo una sacudida general, contagiada de unos a otros como una corriente ante el balanceo de la sombra informe. Se acercaron con prudencia hasta el animal colgado, que en su pendular les volvía la cara con la blanca sonrisa grotesca en una parálisis de presta dentellada. Alrededor del árbol, el suelo estaba lleno de brevas caídas, la mayor parte plastas reventadas que producían un perezoso aroma dulzón que se mezclaba con el fato a muerto del ahorcado. Se apiñaron frente a aquello, el chico tras el grande, entre contenidas exclamaciones de sigilosa conmoción; aquietados a la penumbra difusa de unos pinos que elevaban sus copas por encima de la higuera, mutando en  tenebro el monte vencido de sol. La piel reseca, entre momia y encurtido, formaba pliegues a lo largo del cuerpo conteniendo un interior que se adivinaba vacío o consumido. El pelo, ya muy escaso, se distribuía en mechones apulgarados por el espinazo y tras las orejas. Los muchachos concentraban la vista en su vívida expresión inerte, los ojos, todo negra pupila fósil, y la boca petrificada en una agónica carcajada de blancos incisivos y caninos entre el oscuro morro arenoso. La misma brisa que balanceaba al animal hocicando se propia fetidez hacía crujir las ramas altas de los pinos, espantando el silencio del monte y accionando los resortes de la congoja. Nacho le arrimó un palo a la barriga y empujó renovando su vaivén. Otros lo imitaron purgando los miedos a golpe de palo, en sañuda procesión hasta que el balanceo caótico del ahorcado le hacía arremeter hierático contra unos y otros provocando sustos, risas y repugnancias. A Paco le pareció como si el gesto de la criatura tomara un cariz ligeramente distinto, aunque siempre grave, con cada giro y según el ángulo desde el que se mirara; y se diría que aquella cosa también le observase, ahora de frente luego de soslayo, sometida al capricho oscilatorio de la cuerda. Casi podía percibir algo vivo y tornadizo en la marejada de su rígido semblante. Cuando los otros se cansaron de castigarlo, Paco compartió sus observaciones y se acuclilló instándoles a que lo examinaran. Todas las miradas acompañaron el movimiento del animal entre el silencio respetuoso de unos y las expresiones jactanciosas de los otros.
– Lo más seguro es que sea un perro rabioso que mataba gallinas -observó Nacho después de usar su palo para detener el inquietante balanceo.
– O no, vete tú a saber –opuso Justo.
– Ya está éste llevando la contraria como siempre, Justo, Susto y Disgusto… ¿Qué sabrás tú?
Los otros rieron el choteo.
– Nachito, tengamos la fiesta en paz que yo no te he insultado, majarón.
– El justiciero de las cabezas –intervino Fernandito riendo el primero su observación.
Le apuntó con el oxidado fusil y Fernandito corrió a esconderse tras Nacho que miraba a Justo alzando la barbilla desafiante. Justo bajó el arma y habló.
– Lo que yo digo es que puede ser rabia o no, porque si lo dices por la cara que tiene… yo no sé si habrás visto otros perros atropellaos o gatos o lo que sea, picha, porque todos tienen la cara así que parece que van a dar un bocao, que esa es la cara les queda para cuando la diñan.
– Qué listo eres, Justicia.
– Y tú qué tonto, compadre.
– Ya vale hombre –zanjó Paco –Justo tiene razón. Podría ser otra cosa porque esa cara es cara de muerte chunga y eso es lo único que está claro. Algo tuvo que hacer…
Hubo una pausa y todos siguieron inspeccionando al animal, dando vueltas en torno a él como un singular comité de expertos que tratase de emitir un dictamen. Ahora mecido reposadamente por la suave brisa, la insólita fiera parecía observarlos con cierta expectación ante las conclusiones sobre su propia naturaleza.
– También podía ser un lobo –apuntó Berti casi en un susurro.
– Calla pringao, que no tienes ni idea –le hizo notar Jandri antes de buscar la complicidad de su hermano – ¿A que no, Paco?
– No, un lobo no es pero por las orejas y la forma del morro podría ser una hiena…
– Halaaaa, mira éste –dijo Juanjo – ¿Cómo va ser eso, si eso es de la selva?
– De la sabana.
– ¿De?
– De la sabana, no de la selva, coño.
– Las hienas son mucho más grandes –apuntó Nacho.
– No tanto.
– Cómo que no si luchan con los leones –continuaba Justo.
– Pero no de una en una.
– Anda ya… ¿Cómo va a haber una hiena aquí?
– Dejarle hablar, membrillos, mi hermano sabe un güevo de animales.
– El canijo todo lo que diga el hermano –dijo Justo -Tú hermano es el mejor ¿A que sí, picha?
– Mejor que tú.
– Por que tú lo digas, pichita.
– Por lo menos no tiene la cabeza como un Telefunken.
Tras la ristoda Paco se interpuso entre Justo y su hermano y mandó callar a este último. Después añadió:
– ¿Os acordáis del safari que había yendo para La Alcaidesa?
La mayoría dijo que si lo recordaban y muchos que habían ido con sus padres, antes de que cada uno comenzara a contar las anécdotas de sus visitas continuó.
– Pues el safari lo cerraron.
– Es verdad que lo cerraron el invierno pasao –confirmó Fernandito –y dicen que a los monos esos con hocico perruo no los pudieron trincar y viven en un pinar que hay cerca de San Roque.
– Anda ya –dijo alguien.
– Eso no me lo creo.
– ¿Qué no? Pregúntale a mi hermano el Daniel a ver si no los ha visto –se defendió Fernandito.
– Eso es mentira –dijo Justo.
– A ver si tienes los cojones de decirle al Daniel que es mentira…
– ¿Pero vosotros sabéis lo difícil que tiene que ser coger a todos esos bichos? –medió Paco interrumpiendo la discusión siempre latente que de nuevo se principiaba –Lo que yo digo es que a lo mejor –y recalcó –a lo mejor es una hiena a la que no pudieron coger y andaba por aquí escapada.
– Eso hubiera salido en los papeles, picha –señaló Nacho.
– ¿Tú lees el periódico?
– Pues en el telediario –dijo Justo.
– O no, para no alarmar a la población –concluyó Paco.
De vuelta al patio quien más quien menos lo daba por bueno, mejor una hiena escapada del safari que un perro cualquiera. Lo de la hiena al menos sonaba exótico y misterioso, y era una teoría, una explicación que adornaría aun más la leyenda de esa bestia ahorcada. Los mayores habían descubierto el lugar pero ellos volvían con sus pesquisas y conclusiones y eso hacía que de alguna forma la aventura les perteneciese ahora enteramente. Se la habían arrebatado y serían ellos quienes la contaran a otros, a las niñas, a los de la urba, a las otras pandillas; la criatura ahorcada en el monte, un perro espeluznante muerto en extrañas circunstancias que en realidad era una hiena asesina escapada del viejo safari.
Paco ya sabía entonces que aquello no podía ser una hiena, los detalles no cuadraban. Las patas negras, los costados moteados, las orejas redondeadas y el morro romo, el perro ahorcado no tenía nada de eso. Paco pensó que lo sabía entonces pero se había negado a permitir que las evidencias arruinasen el vivificante atractivo de lo insólito. Ahora podía asumirlo. No había nada que ver, una cuerda deshilachada mecida por la parca brisa, un manchurrón de piel y pelo.
– ¿Y para esta mierda hemos subido hasta aquí? –se quejó Nacho.
Se produjo un silencio que era como el silencio de las cosas que ya no están. Los muchachos contemplaban la higuera infértil y daban pasos cortos alrededor con las manos a la espalda, clavando las zapatillas en la tierra arcillosa al detenerse, los brazos cruzados, el gesto de una mano sosteniendo la barbilla y vuelta a caminar rodeando el perímetro del árbol como extraños jueces peritando el vacío.
– Vámonos de una puta vez, menuda gilipollez haber venido –insistió Nacho.
– Ya, ha sido una tontería –dijo Paco.
– ¿Joder, pues eras tú el que querías venir? ¿Qué pensabas que íbamos a encontrar? –preguntó Juanjo.
– No sé, algo… -trató de justificarse Paco.
– ¿Sí? Pues no hay nada, ya os lo dije que no iba a quedar nada. Vámonos que tengo que preparar las cosas de bucear –dijo Nacho.
– ¿Vas a ir a bucear esta tarde? –quiso saber Juanjo.
– Sí.
– ¿Con los mayores?
– Claro.
– ¿Y podemos ir?
– Ya sabes que no hay sitio en coche.
– A lo mejor fallaba alguien.
– Pues no.
– Ya, y además no quieren que vayamos con ellos –dijo Juanjo mientras se deshacía de las últimas hojas de jara que aun no se habían despegado de su pierna.
– Eso también ¡Oye, no te quites el ungüento!
– Me quito lo que me da la gana, no te jode… y no es un ungüento ni una pócima ni nada, que te lo has inventado, son una porquería de hojas pegajosas.
– Allá tú, si se te infecta.
– Sí, se me va a infectar por cuatro zarzas de mierda. Me van a cortar la pierna, no te digo… anda vete con los mayores a ponerles tus ungüentos.
– A que te parto la cara.
Paco, ajeno a la discusión, seguía con la mirada clavada en la cuerda y la plasta seca sobre la se mecía. Le pareció que aun perduraba allí el eco de algo siniestro que no podía comprender. Se preguntaba por qué los hombres colgarían a un perro, independientemente de lo que éste hubiera hecho ¿Por qué colgarlo? ¿No era más fácil pegarle un tiro y dejarlo tirado en cualquier sitio? En las películas de vaqueros colgaban a los hombres, pensó que eso podía tener un sentido. Ver a un tío ahí colgado le quitaría las ganas de robar caballos a más de uno ¿Pero que pretendían colgando a un perro? ¿Qué otros perros rabiosos o asilvestrados comprendieran lo que les sucedería en caso de quebrantar la ley de los hombres? No tenía ningún sentido. Después se imaginó a los hombres llevando  a un perro  hostil que tratara de zafarse de la cuerda sacudiendo la cabeza, con las orejas echadas hacia atrás, la cola entre las piernas y la amenaza de su sonrisa serrada entre los labios replegados. Pasarían la cuerda por encima de la rama y tirarían colgando al animal, que se revolvería gruñendo y desgañitándose hasta que la vida se le escapase. Juzgó que eso podría durar un buen rato. Seguro. Los hombres observando la agonía del perro, su lucha desesperada que sólo contribuía a estrechar aún más el cerco sobre la garganta; las observaciones técnicas entorno a la efectividad del nudo corredizo, el grosor de la cuerda, la altura de la rama; los dedos que prenden cigarrillos señalando, subrayando las apreciaciones sobre el coraje y resistencia del ahorcado; los rostros arcaicos del paisanaje campero, gestos pétreos refrenando la compasión, el horror, el deleite, la tristeza o cualquier otro asomo de sentimiento.
Los demás ya habían echado a andar. Paco supo que cuando volviese a aquel lugar no quedaría nada, menos que nada, ni la cuerda, puede que ni la higuera. Apretó el paso al enfilar la cuesta, cuando llegó al alto trepó hasta una basta mole granítica volviéndose hacía el árbol. Quizá el motivo de colgar a un perro o, lo que fuera, allí arriba no respondiera a un razonamiento lógico ni práctico. Quizá dejarlo colgado sólo formaba parte de un añoso ritual, una advertencia a la naturaleza indócil de que los hombres estaban  allí y no iban a consentir arrostramientos ni fierezas. Recordó unos dibujos de empalados y cabezas ensartadas expuestas en un páramo.
– ¡No era una hiena! –oyó que le gritaba Nacho desde abajo.
– ¿Qué? –preguntó mientras se volvía hacia su amigo.
– ¡Que no era una puta hiena, era sólo un perro que alguien había ahorcado!
– Ya, pero ¿Por qué? Eso es lo hay que saber.
– ¡Por que se les puso en los cojones!
Paco descendió apuradamente para llegar hasta él y comenzó a señalarlo, haciendo vehementes movimientos con la mano antes de hablar.
– Eso no es ninguna razón, macho, nadie hace nada porque sí.
– ¿Cómo que no?
– Le podían haber pegado un tiro en la cabeza y ya está.
– ¿Pero para qué van a malgastar plomo tirándole, majareta, cuando es mucho más fácil llevarlo amarrao de una cuerda? Si seguro que el chucho iba hasta moviendo la cola pensando que lo sacaban de paseo… Te lo llevas hasta el higuerón, pasas la cuerda por lo alto de la rama, tiras y la amarras donde sea. Así de fácil,
Se pusieron en marcha al mismo tiempo y caminaron uno detrás de otro entrando por el estrecho paso entre el jaral.
– ¿Y si estaba rabioso? –dijo Paco casi para sí mismo.
– Que no estaba rabioso – respondió Nacho –que rabioso ni na. Moviendo el rabo a to mover iba el animalito.
– Ya compadre, pero yo me acuerdo de la cara esa que tenía ¿Pero tu viste la cara esa que tenía? –dijo Juanjo ya en el limpio mientras se refrotaba la savia pringosa adherida a sus dedos en los pantalones vaqueros recortados.
– Pues claro que la vi ¿No te jode? Esa es la cara que se le queda a uno cuando la diña traicionao y pillao a sorpresa.
– ¿Y si el perro era suyo? –preguntó Paco.
– ¿De quién?
– Del dueño, del que lo ahorca… -dijo Paco percibiendo un ligero tono de angustia en su propia voz que le hizo sentirse estúpido.
Se produjo un silencio y siguieron monte abajo.
– Da igual si el perro era suyo, el perro ya no servía –dijo Nacho mientras se arrastraba por la escorrentía levantando nubecillas de polvo rojizo.