El Conejo se acoda en la barra tratando de olvidarse de todo, el absurdo rige su existencia pero no acaba de acostumbrase. La abrasadora atmósfera del desierto contribuye muy mucho a fijar esta sensación adherida a su vida como pegamento seco. Pero el Conejo trata ahora de concentrarse en su bebida, no piensa apartar los ojos del fondo del vaso y no levantará la cabeza hasta que todo el contenido se encuentre susurrando cálidamente en sus entrañas, entonces pedirá otra. El trabajo en aquella planta de embotellamiento de refrescos conseguía arrebatarle todo deseo de encontrar la más mínima esperanza. Antes de trabajar allí vivía como un conejo buscavidas, siempre en movimiento, con el viento y los astros como únicos compañeros. Era libre, pero sus deseos de estabilidad le anclaron a aquel trabajo destruyendo su espíritu. Una monótona ocupación que ahora le sumergía en un turbio lodazal de frustración. Todo el día cargando cajas en los camiones que llevaban el reparto. Entre la salida de un camión y la llegada del siguiente ni siquiera tenía tiempo de detenerse a fumar un pitillo, tenía que fumar mientras cargaba diabólicamente aquellas pesadas mierdas; sudando a chorros y ahogándose hasta que tenía que escupir los cigarros para no morirse allí mismo. El Conejo ya había perdido las riendas de su vida ¿Pero por qué seguía allí? ¿Qué le retenía? ¿El sueldo? Cuatro chuchos para el catre, la comida y pagarse unas copas <<es como estar subido en una estúpida noria que no deja de girar y de la que no puedes bajarte>> se decía. Lo peor es que al final todo lo da por bueno si (como ahora) puede tomarse un trago a gusto, dejando que sus órganos se relajen perezosamente mecidos por el licor.
Un cosquilleo en los bigotes al percibir un fuerte aroma mezcla de perfume barato y sudor hormonado. Junto a él está una mujer guapa de verdad. Magnífica. De una belleza contundente. Arrebatadoramente vulgar. Cabello moreno despeinado y agreste, la piel oscura y brillante. Una boca peligrosa, cada vez que se acerca el cigarrillo para dar una calada, sus carnosos labios se adelantan, ansiosos y primarios, buscando el cigarro; después expulsa el humo persiguiendo besos imaginarios. Ella le mira, El Conejo gira la cabeza y aparta los ojos de inmediato. Se concentra su copa, ella observa. Él lo sabe y tiene que mirarla otra vez. Ella le sonríe amenazadora, le atrapa en la profundidad de sus ojos negros mientras, con gesto torpe, se baja un poco el cortísimo vestido de una pieza.
– Oye conejo –le dice- ¿Por qué no me ayudas a decidir? Tengo mucha sed pero me aburre beber siempre lo mismo y ahora no sé que tomar…
– Cualquier cosa está bien.
– Vamos conejito, déjame probar eso que tienes…
A juzgar por su forma de esculpir las palabras, El Conejo sabe que “eso que tiene” y ella quiere probar no ha de ser forzosamente su copa. De repente, la mujer le arrebata el vaso, pese a que una de las costumbres de El Conejo es la de tener siempre su copa bien agarrada (que no se te escape nunca, muchacho). Ella toma un largo trago dejando que algunas gotas le resbalen por la barbilla, secándose después con el dorso de la mano. Con un gesto le indica al barman que le sirva lo mismo.
– Me llamo Sierra –dice mientras sigue la música con su cuerpo.
– Encantado –contesta El Conejo sin mirarla.
– Eres muy feo, conejo
– Lo sé.
– Eres guapo, conejo.
– Lo sé.
Sierra, entonándose, se quita los zapatos y comienza a bailar alrededor de El Conejo. Agita sus caderas con brusquedad de borracha y levanta los brazos mostrando sus descuidadas axilas. La piel brilla plateada, rezumando húmeda incandescencia. El vestido se ciñe subrayando las curvas peraltadas de su geografía, a veces se le sube mucho y El Conejo tiene que apartar la vista cautivo de un dolor exquisito. Lo mejor es no hacer caso, para un tipo que sólo aspira a que le dejen en paz las ecuaciones son simples: alcohol más mujer guapa más vestido corto igual a problemas. No quiere prestarle atención, no quiere nada. Lo mejor sería tomarse la copa y andando. Sus deseos se reducen a seguir rumiando sus pensamientos, sólo busca un poco de sosiego pero siempre ocurre algo y ese algo vendrá seguido de otra cosa. Imposible estar bien. No piensa hacer caso a esa mujer que es la malicia personificada, aunque supone que eso probablemente la excitará aun más.
Sierra, tras él, sigue bailando cada vez más cerca, primero rozándole, y más tarde, apretándose con su cuerpo rotundo y caliente. El Conejo se ahoga en su fragancia, trata de pensar en otra cosa pero no puede sujetar una mente que ya juega a adivinar las partes del cuerpo que entran en contacto con el suyo: el culo, el abdomen, los pechos, todo… Sierra le toca en su hombro para que se de la vuelta. El Conejo permanece de espaldas, ya no es un muchacho, puede controlar la situación, está demasiado triste y cansado como para sentir excitación. Está empalmado. Su cosa le atraviesa los calzones, <<son viejos>> piensa. Sabe por experiencia que una hembra así no anda suelta, sabe que ha de tener un gallito que aparecerá tarde o temprano. Sólo quiere tomar una copa tranquilo, ha sido un día duro. No quiere verse obligado a huir como una liebre asustadiza, no quiere volver a su catre en el barracón compartido donde los ronquidos, el olor a sudor y los pedos le empujan hacia insomnes letargos siempre desagradables.
La tiene prácticamente encima, <<Necesito que me follen hoy… conejito…>> Le susurra acercándose a su oreja. Cuando recibe su cálido aliento, un tipo mal encarado entra en El Cactus Amarillo, <<ahí viene Pepito>> piensa El Conejo. Coyote Jack atraviesa el local con paso decidido y El Conejo siente que la flojez le azuza el perineo. A medida que Coyote se acerca hasta ellos, puede ver como su gesto se endurece y la sangre se le va agolpando en la cabeza, como entra en sus ojos amarillos enrojeciéndolos de cólera. Por su parte, Sierra no colabora demasiado al quedarse junto a él pegada como una ventosa.
– ¿QUE COJONES ESTA PASANDO AQUÍ? –ladra Coyote.
– Hola Jackie, cariño… estoy aquí jugando con mi amigo –dice Sierra sin dejar de contonearse.
– Más vale que te calles, puta –contesta mostrando sus encías violetas.
– Es mi conejito de peluche, lo gané en la feria ¿Entiendes? –responde Sierra haciendo tropezar las sílabas.
Coyote la agarra con violencia apartándola de El Conejo de un empellón.
– Te hablo a ti, orejitas ¿Qué crees que estás haciendo?
– Tomo una copa. Lo intento –responde sin mirarle.
– Tranquilo, Jack –interviene el orondo barman –no ha pasado nada, Sierra sólo se divertía bailando…
– Más vale que te cierres el pico, Gordo, o te frío la vida.
– No amenaces tanto Jack que se te va la fuerza por la boca –dice Sierra descuidando medio culo –además, ten cuidado con este conejito porque tiene la picha enorme, mucho más grande que tú, qué digo, muchísimo más. Tanto qué…
Coyote Jack le atiza un revés con el dorso de la mano y Sierra cae de espaldas contra la pared, resbalando por ella hasta quedar sentada en el suelo con las piernas abiertas y un regato de sangre saliendo de su nariz. Así y todo, sigue estando muy guapa.
– ¿Y bien, conejo? –dice Coyote obligándole a mirarle a los ojos.
– Y bien ¿Qué? Hace mucho calor, no quiero problemas…
– Querías robarme lo que es mío ¿No es cierto?
– Ni por lo más sagrado.
– ¿Qué pretendes estúpido cobarde?
– Beberme mi copa, maldita sea… Oye, yo no estaba haciendo nada ¿Comprendes?
– ¿Qué no hacías nada? Estabas intentando joderme, conejo, robarme a mi zorra… Mira sus bragas – dice señalando a la chica que sigue en la misma posición –mira la mancha de humedad que tiene ahí ¡Ahí ABAJO!
– Ya te dije que hacía calor.
– Saca tu pistola, voy a matarte ahora mismo –responde llevándose la mano al cinturón.
– Aquí no, Jack por favor –suplica el barman.
– CA-LLA-TE –responde Coyote agarrando al barman y presionando con la culata del revolver en su cabezota poco poblada.
– Oye, no voy a pelear –resuelve El Conejo – está visto que no podré acabar mi copa pero la pagaré, te invitaré a un trago para olvidar este malentendido y me iré.
En respuesta Coyote Jack estampa el revolver en el pómulo de El Conejo tirándole del taburete.
– Hostia puta… –dice incorporándose.
– Coge tu pistola, maldito peluche.
– Sí, coge tu pistola, cariño… dale su merecido a ese viejo coyote picha-floja –interrumpe Sierra tratando de levantarse.
– Más tarde me ocuparé de ti, maldita cochina sudorosa.
– Por favor… esto es ridículo –insiste El Conejo.
– No tienes elección conejo, o coges tu arma o te convierto en una de esas camisas de lunares que tanto le gusta llevar a Dylan.
– ¡Eh, a mi me encanta Bob Dylan!
– Me da asco ese puto judío de nariz resfriada.
– Ya… Pues no tengo revolver .
– Muy bien, que alguien le preste el suyo a este conejo al ajillo –dice dirigiéndose al resto de parroquianos sin apartar los ojos de El Conejo.
Cuando Coyote Jack apareció en escena, todos supieron lo que iba a suceder. Todos se levantaron, y ahora, al ver que la cosa iba en serio se echaban a un lado dejando libre el espacio suficiente. Conocían a Coyote Jack y sabían de su mal talante, por ese motivo se mantuvieron lejos de Sierra cuando ya llevaba un buen rato bebiendo y maldiciendo antes de que El Conejo apareciera. Las cosas estaban así, Coyote había acabado con muchos desdichados como El Conejo, no necesitaba demasiadas excusas para desenfundar su juguete. Los tipos como él viven de su reputación, les gusta pasear por la ciudad e infundir temor en la gente, respeto lo llamaban. De esta forma todo eran ventajas, le invitaban a whisky, nunca pagaba impuestos, estaba exento de cualquier tarea comunal, nunca perdía a las cartas (tampoco le era fácil encontrar compañeros de partida, la gente no es idiota); podía ir todas las semanas a la barbería del Sr. Pelo y obtener el mejor servicio, y nunca le faltaban mujeres hermosas. La vida era fácil pero había que infundir respeto y ésta era una de esas ocasiones. Coyote Jack pensaba de esta forma ¿Qué otra cosa podía hacer? Hoy dejas que un tipo se largue sin recibir su merecido y mañana todos dirán que Coyote Jack se ha ablandado, que se ha hecho viejo; eso ha terminado con muchos. Otros rufianes importantes habían cometido el mismo error, se hicieron descuidados, perezosos pa matar. Coyote recordaba a Pete El Ciénaga: se compró una casa, se casó, dejó de cazar serpientes y le perdonó la vida a un muchacho de doce años y a su perro; un par de semanas después le abrieron una ventana en la espalda cuando compraba repollo en el mercado <<¡Por Dios Santo! ¿Qué hacía un hijoputa del desierto como Pete comprando repollo?>>. No había otra manera, debía darles una lección a todos y dejar claro quien mandaba allí. Nadie podía tontear con su hembra. Todo el bar había visto como se olfateaban y se retorcían esos dos, y… aquella mancha en las bragas de Sierra… cada vez que lo pensaba se le retorcían los intestinos. La cólera volvía subirle desde el pecho hasta la cabeza generando una presión en sus cuencas oculares. Primero se cargaría a aquel desgraciado conejo de mierda y luego se llevaría a Sierra de los pelos y le daría una buena ración de hostias y sexo violentísimo; y cuando estuviese hecha unos zorros se la vendería a los comancheros. Sí, eso haría. Aquello que le había dicho de “picha-pequeña” e “impotente”… ¿Cómo se atrevía a cuestionar su virilidad de coyote revienta-coños? <<¡Y delante de toda esa gente!>> Recordarlo le hizo sentir el sabor salobre de la humillación, gotitas de debilidad concentradas en los poros que se abrían en su cabeza. Si no le hubiera sacudido un buen trompazo a aquella furcia incluso podría haber debilitado su pétrea y despiadada mentalidad… Pero no, ahora estaba bien, seguro de que Sierra acabaría en el arroyo y El Conejo en la cazuela. Él era Coyote Jack, un mal bicho, la pistola más rápida del desierto; había matado más hombres y follado más mujeres que pelos tiene una cabra. El Conejo sólo sería otro trozo de caca muerta que sumar a una larga lista de cagadas sin vida que yacían junto a las pieles podridas de los lagartos y a las espinas de las truchas dinamitadas.
– Ya estás muerto, conejo, vamos, coge un puto revolver… estás más muerto que una caja de plumas.
El Conejo no dice nada. Mira directamente a los amarillos ojos de Coyote Jack y esboza una áspera sonrisa de conejo <<Qué cojones… nadie me echará de menos>> piensa. Después da media vuelta y se dirige lentamente hasta aquellos tipos que observaban expectantes. Coyote, por su parte, se fija detenidamente en la expresión de aquel lagomorfo. No parece su típica víctima. No, no era uno de aquellos pistoleros fanfarrones que llegaban a la ciudad para birlarle un trozo del pastel, ni tampoco era el clásico campesino que suplica y defeca antes de morir. Parecía asumir su condición de perdedor, su expresión era amarga pero decidida <<a este tío ya le da igual todo>> se dijo. Pero poco importaba que ese conejo ya hubiese sido condimentado con ajito y perejil desde hace tiempo, ahora le ha llegado su hora y poca repercusión puede tener el modo en que lo afronte.
– Eh, tú ¿Cómo te llamas? –dice El Conejo dirigiéndose a un tipo alto y delgado, seco como una rama de encino.
– Mi nombre es Paul Palo –contesta débilmente.
– Bien, Paul Palo, dime ¿Dispara esa puta mierda que llevas?
– … Creo que sí – responde el tipo mostrándole un peacemaker bastante estropeadillo.
– Vale amigo, pero antes dame fuego ¿Quieres? –dice El Conejo poniéndose un pitillo en la boca.
– Vamos, no tengo toda la noche –se impacienta Coyote –tienes una cita con el Todopoderoso.
En el instante en que Paul Palo deja su arma sobre la mesa y prende una cerilla para dar lumbre a El Conejo, éste chupa el cigarrillo y expulsa una bocanada de humo al tiempo que coge el revolver y se gira súbitamente, con la decisión del muerto-vivo dispara aquella chatarra estruendosa sobre Coyote Jack.
¡BOOM!
La cabeza de Coyote se abre como una sandía olvidada al sol. Nadie podía esperar algo así y fueron muchos los que se echaron al suelo cuando una nube de pelos y dientes lo salpicaba todo. El cuerpo de Coyote, que ahora parece una absurda figura de papiroflexia, se derrumbó en el suelo como un saco de salchichas. El barman se ha quedado paralizado tras la barra con la camisa y la cara salpicada de pedacitos sanguinolentos y cosas peores. El Conejo entrega el revolver a su dueño y le da las gracias. Paul Palo lo recoge en sus manos como si fuese un objeto sagrado, saca un pañuelo y envuelve el arma cuidadosamente.
Sierra se acerca al cadáver y arrodillándose junto a él, lo mira con una confusa expresión mezcla de estupefacción, angustia y tristeza titubeante.
– ¡Oh Dios! –exclama –Jack, cariño… ¿Qué voy a hacer sin mi hombre? ¿Eh? El tipo importante…
– Ahora ya no parece gran cosa –dice El Conejo fumando a gusto.
– ¡Tú lo has matado, mira lo que has hecho!
El Conejo, sin prestar atención a la mujer arrodillada junto al cuerpo, se dirige al barman.
– Lo lamento Bob – apura su copa –dime que te debo, se hace tarde.
– La casa invita, Conejo. Me encargaré de esto… joder qué mierda… mi consejo es que te largues cagando hostias, cuanto más lejos mejor.
– Yo me voy contigo –dice Sierra desde el suelo.
– Ni hablar. No quiero más líos de mierda.
– Por favor, conejo, no puedes dejarme sola esta noche no… llévame contigo –suplica con la voz temblorosa – tengo miedo, estoy sola… quiero estar contigo, quiero…
– Es imposible, yo vivo solo, bebo solo y duermo solo, y es así como me gusta. Es probable que muera pronto y también que viva demasiado pero desde luego no necesito cargar con una lianta chiflada como tú.
– ¡Por favor, no me dejes! Por favor… –suplica.
Desesperada le abraza desde el suelo, su rostro oprime la entrepierna de El Conejo, que se excita por un instante y se siente mal por hacerlo. Después se la sacude de encima bruscamente y enfila la puerta. En el umbral sólo los grillos y los sollozos de Sierra rompen el estúpido silencio. El Conejo se detiene un instante. Da media vuelta. Sus vivos ojillos la están atravesando.
Lejos de allí, la noche se extiende recibiendo el traicionero frescor de la brisa del desierto. Los armadillos se dedican a sus absurdas querencias recogiéndose en bolas acorazadas y rodando por los cerros. El Conejo observa en el cielo, abierto en su herida inmemorial, como las estrellas se le vienen encima en su infinita caída. Con la cabeza cómodamente recostada en el vientre de la mujer, se acurruca retomando con sus interrumpidas cavilaciones. Qué corta podía ser la vida y qué larga la espera de ese algo que nunca llega, demasiando tiempo haciendo tiempo, demasiado necio el movimiento de aquella noria. El cielo parece brindar tantas posibilidades… ¿Una oportunidad por cada estrella? Probablemente. En ese caso, algo habrá que pueda hacer para salir de este errabundo deambular carente de sentido ¿Qué tal vivir un día más? Trato hecho.