CRÓNICAS DEL EXTRARRADIO: El Tren del Ocaso

trenEl Tejón era el que más cizaña metía, le había dao la fiebre. No tenía otra cosa en la cabeza: que había que formar una banda, que teníamos que salir por ahí a buscarnos la vida, que si el cobre de las obras, que si hacernos un carro… Nosotros todavía estábamos mu verdes pero él ya se juntaba con peña que lo llevaban para que les diera el agua o lo que pintara. Como era un crío lo tenían de paje y de recadero, y luego pasaban de él. Se pegaría con alguien o lo que fuera, porque al final siempre volvía con nosotros y nos comía la olla con lo de formar una banda de choros, como muchas otras que empezaban en ese momento: la fiebre del choriceo. Él era así, terco como un mulo y muy echao palante, andaba siempre como cabreao, se la sudaba pegarse con cualquiera. No se achantaba nunca. Tenía un punto en el ojo que acojonaba, un punto rojo que visto de cerca era como una nube de sangre, como si le hubieran tirao con un dardo. El ojo aquél le daba un aire de peligro, un poco como de animal rabioso o yo qué sé… de endemoniao.

Me cambié de colegio en tercero y allí lo conocí. Destacaba porque ser el más pintaba (abusón no ¿eh?), era el típico chaval ingobernable: al que más castigaban, el único que soportaba las guantadas de los profesores sin soltar una lágrima, siempre con esa cara de mala hostia, el primero que te liaba para hacer pellas… Hasta los profesores, que a tó dios nos molían a reglazos, tirones de orejas, capones de anillo gordo y bofetones que te volvían del revés, con él se lo pensaban dos veces ¿Qué le vas a hacer a un tío que ya te viene de casa cuajao de verdugones y con los morros partíos? En el patio no teníamos sitio para jugar, los mayores lo tenían tó copao, si querías jugar con ellos al fútbol no te dejaban y si te dejaban era pá brearte patás y no tocar bola. Pues conseguimos un pequeño espacio triangular en el patio, detrás de las cocinas, donde no te veía nadie y podíamos estar tranquilos, allí nos acabamos metiendo los de tercero y algunos pequeños de segundo. Jugábamos al fútbol con un manojo de llaves, treinta contra treinta, era un devaneo pero por lo menos estábamos a nuestro rollo. Eso hasta que un día los mayores, peña de quinto o sexto, decidieron que ese era el sitio guapo pa fumar y pa sus rollos y vinieron a echarnos. Pues al Tejón se le puso en los cojones que no se iba, se puso chulo y se peleó con uno de los cabecillas, un tío que le sacaba medio metro. No se achantó, aguantaba unas hostias de alucinar, recibiendo por tós laos, y dando también. Pelear con el Tejo era como tratar de meter a un gato en un bote de garbanzos. Al final lo acabaron agarrando entre varios mientras el más grande le atizaba. <<¿Te rindes?>>, <<No>>, pues venga hostia; como en la peli esa del Paul Newman que se come una pila de huevos; cuando se pelea con el bigardo aquel y está bañado en sangre pero sigue peleando hasta que reventao en el suelo todavía trata de lanzar el puño… Pues el Tejo igual, al final el otro chaval se acojonó de que le estuviera haciendo un estropicio demasiado serio y se piró alucinando. Estuvo tres días sin poder menearse pero le sudaba el rabo. De aquella pilló fama de zumbao y desde entonces en el colegio no le tocaba ni dios, ni a él ni a ninguno de sus colegas.

Pero es que el Tejón venía de donde venía. Su casa debía ser el museo de los horrores, nunca nos dejaba subir. Si íbamos a buscarlo le dábamos una voz desde la calle y bajaba. El Copino, que curraba de recadero en el mercao y subió alguna vez, decía que allí dentro siempre estaba oscuro, con las persianas echadas, que olía a zotal y que había un mal rollo de acojonar. Sus padres venían de un pueblo, creo que del norte de Zamora. El viejo trabajaba en la papelera, bebía y en su casa había tortas un día sí y otro también. Eso lo sabía tó dios porque el Tejo iba siempre marcaillo. La madre apenas salía y cuando lo hacía iba siempre encorvada, con unos andares como de paloma. Vestida de negro y tapándose con un pañuelo, siempre susurrando algo, como asustada por tó. Algunos la decían la cucaracha, pero tú díselo al Tejón, ya verás que risa. Eran tres, un hermano había muerto, el Tejón no hablaba nunca de ese, otro se piró a la mili y ya no volvió. Él era el pequeño. Algunos veranos se piraban al pueblo y al volver parecía otro. Más tranquilo, menos irritable, no sé, pero le cambiaba hasta la cara. Le gustaban mucho los bichos, en su pueblo había mucho de eso, hasta lobos. Decía que su abuelo había sido alimañero, que ponía trampas, mataba lobos, lo que pillara y luego iba por pueblos pidiendo el aguinaldo por limpiar los montes. Sus padres eran mayores. Yo creo que nunca se adaptaron a la ciudad, sobre todo el viejo que odiaba el puto trabajo de la fábrica y por eso bebía, andaba tól día de mala hostia y sacaba la mano de paseo. Pues el Tejo venía de ahí, de la negrura y de los palos. Por eso andaba siempre con la rabia dentro y el punto rojo le brillaba cada vez más. Veías que a medida que crecía se iba venando.

El sol había salido por primera vez en una semana. El sol reflejándose en los charcos del descampado, dignificándolos en un baño de oro. Los tres amigos caminaban sorteando los charcos de oro falso hasta que un balón deshilachado y mugriento vino a morir a sus pies. Más allá, un grupo de niños, un partido entre barro y hierbajos.

¡El balón! ¡Eh, venga, darnos el balón!

Los amigos se demoraban entretenidos en oxidadas filigranas mientras los niños, vestidos de barro, aguardan, brazos en jarra y gesto impaciente hasta que alguno se cansó.

¡Tíralo ya, hijo de puta! ¡La pelota, cabrón!

Tejón recogió el balón con las manos y levantó la cabeza.

¡Venga un penalti, un penalti! —les propuso.

Se dirigió hacía el campo (un decir) y puso la pelota frente a una portería formada por dos abrigos.

Pero uno y nos dejáis seguir el partido ¿Eh? —concedieron.

El niño cancerbero se preparaba. No parecía de esos que se ponen de portero porque tienen el pie de madera o porque simplemente les ha tocado el turno de ponerse. Llevaba un jersey con agujeros en las coderas y el pantalón hecho unos zorros. Éste no era de los que se da la vuelta ante un cañonazo; era gatuno, de los que se tiran, sangran y se vuelven a tirar, herida sobre herida. Un niño que sabe que le puede parar un penalti a cualquiera, y más a ese chulo del ojo pipa que se cree con derecho a joderles el partido. Tejón chutó, fuerte, a un lado. Paradón. Vuelo en paralelo al barro y mano dura. Todos rompieron en vítores y algunos corrieron a abrazar al héroe. Tejón volvió a pedir la pelota. Caída de brazos, miradas barriendo el suelo. Impaciencia y desencanto hermanándose bajo la luz indolente de la tarde suburbana.

Venga otro…

Ni otro ni nada, ya está bien. Dejarnos jugar, abusones.

Otro y ya, por mis güevos que lo marco.

El que le devolvió la pelota se giró hacia el portero.

Este te lo dejas.

El portero dijo que sí con la cabeza pensando <<los cojones>>.

Tejón alisó el suelo con el tacón de la bota y colocó el balón con mimo. Clavó los ojos en el sucedáneo de portería y el renacuajo que la guardaba. Dio un paso atrás con pretendida suficiencia y chutó. Esta vez le dio más fuerte, más alto. El niño portero voló como un gato cazando perdices pero no alcanzó a tocar la pelota. Tejón salió corriendo a celebrarlo dando vueltas alrededor del lugar desde donde había chutado.

¡Golazol! —dijo mirando a los niños a puño cerrado.

¡Alto! ¡Ha sido alto! ¡Ja, ja, ja, qué malo! —dijo alguno.

¡Qué alto ni qué pollas en vinagre! ¡Otro!

Los niños se observaban entre si.

Que no, que no que ha sido gol, venga.

Golazo.

Por tó la escuadra.

Tejón no acabó de convencerse hasta que el portero tuvo que decir:

Imparable.

Vale chaval, porterazo.

Cuando todos estaban dispuestos a reanudar el partido, Tejón volvió sobre sus pasos.

Tú, pasa la bola.

El niño miró a los demás. Algunos dijeron que no con la cabeza. Otros se dieron la vuelta.

¿Qué pasa no entiendes español?

Al pasarle la pelota, hubo una nueva algarada, se quejaban, maldecían haciendo aspavientos, pateaban el suelo con sus zapatillas roídas.

Tejón —le llamó Jandri.

¿Qué pasa?

Déjales seguir el partido ¿No?

Venga cojones, vamos a jugar un rato con los niños. Yo en un equipo y vosotros dos en el otro —dijo mirando alternativamente a sus amigos y a los niños.

¡Qué no! —dijeron éstos –Qué nos jodéis el partido.

¡Abusones! ¡Dejadnos jugar en paz! —se envalentonaron.

Venga primo, las ganas que yo tengo de ponerme perdío ahora, nos abrimos —le dijo Montoya.

Pues que te den ¡Venga Jandri, vamos a jugar un rato!

Que no tronco, vámonos a dar un voltio —respondió Jandri al tiempo que le daba con el hombro a Montoya y se ponían en marcha.

Tejón quedó rodeado por un silencio de ojos expectantes. Extendió los brazos hacia los críos con el balón en las manos y cuando vio asomar las primeras sonrisas, soltó un patadón hacia arriba y se puso en marcha. El balón aun no había caído cuando cogió el cigarrillo que guardaba en la oreja para prenderlo.

Llegaron hasta las vías. Un cruce de vías utilizado por trenes de mercancías. De críos solían ir allí a correr aventuras, a coger rodamientos, a tirarles piedras a los trenes, a cabrear a los guardas hasta que salían de los almacenes disparando perdigonadas de sal. Esa tarde llegaron porque sí, porque hacía sol y secaba los huesos, porque pasado el descampado se llegaba a las vías.

¿Entonces qué? –dijo Tejón rompiendo el silencio.

¿Qué de qué?

Se le había metido el ansia en los adentros, achinaba los ojos protegiéndolos del sol, se hacía sonar los nudillos. La mandíbula tensa formándole bultos bajo las orejas, dos montículos que surgían y volvían a desaparecer violentamente.

¿Vamos a hacer un plan o no, coño? ¿Vamos a hacernos algo?

Bueno tío, pues lo vamos pensando, porque eso hay que hacerlo bien —respondió Jandri.

¿Qué pensar ni que cojones? Se le echa un par y fuera. Lo que pasa es que de eso no hay. Ya estoy hasta la polla.

Jodé primo, a éste la ha dao la vená —dijo Montoya…

Anda y que te den por el culo, gitano…

Lo dice como si fuese malo…

Tú mismo, chaval…

Tejón se apartó de ellos y fue a sentarse en el ribazo de la vía. Los otros dos se miraron y se pusieron a fumar mientras el sol rabiaba en el cielo violáceo camino del ocaso.

¿Qué le pasa ahora a éste?

A saber… Déjale, ya se le pasará…

Oyeron como se aproximaba un tren. Primero un zumbido sordo apenas discernible de la salmodia de las obras, el tráfico y las fábricas; después algo compactándose, haciéndose denso, gordo, urgente, imposible de ignorar. Tejón se colocó sobre la vía encendiendo un pitillo con parsimonia. Cabeceaba hacia los lados corneando el aire esponjado de la tarde. Dejó caer una sonrisa desesperada, regodeándose en esa oscura mueca mientras el zumbido iba creciendo, negro también.

¡Venga coño, ya vale tío, sal de ahí! ¿De qué vas? —se impacientaba Jandri.

No veas, en el pueblo de mi agüelo la diñaron dos payos jugando a ver quien aguantaba más tiempo quieto… —dijo Montoya.

El zumbido ya tenía rostro, un rostro de larva con ígneos ojos frontales y una cabeza inquebrantable de hierro y óxido.

¡Me cago en la puta, Tejón, quítate de ahí! —insistió Jandri.

Se la jugaron con un tío mío… —continuaba Montoya ufano —y claro, el gitano se va a quedar ahí esperando…. ¡Y un cojón! Se quedaron sin peluco, sin brazos, bueno sin tó; pero los pelucos y el colorao pa mi tito que se los había ganao de legal…

El estrépito de la sirena rejoneaba sus oídos. Tejón tuvo que gritar a todo pulmón.

¡Sí es que podemos hacer lo que queramos! El dinero está ahí esperándonos ¿No os dais cuenta? En los chalés, en los coches, las gasolineras, las boutiques ¿A qué tanto tanto pensar y tanta hostia? El mundo está lleno de cagaos y de peritas que no van a arriesgarse pa defender lo suyo ¿Por qué? Porque apenas les ha costao ná conseguirlo ¡Me cago en dios si son unos rajaos de mierda…!

El pitido de la locomotora ahogaba su discurso. El tren era un gusano gigante que se le echaba encima con toda su furia. Tejón sentía la adrenalina colmando el vaso de su cuerpo hasta el ahogo. Observó fugazmente los rostros lívidos de sus amigos y, como un recortador embriagado por la angustia de la congruencia solana, calculó el último momento para sortear el férreo morlaco. El brinco lo mantuvo en el aire lo que pareció una eternidad antes de rodar por el ribazo. Atrás quedaron el rebufo del tren y aquel golpe sordo, apenas discernible entre el estampido metálico de motores y engranajes. Se incorporó a medias, sus amigos observaban enmudecidos. Los ojos estupefactos perseguían respuestas a cuestiones implanteables, el punto rojo soltando destellos coléricos. Tejón buscaba sus piernas entre la parda hierba crecida mientras los charcos iban ya perdiendo su manto dorado.

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